3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas. Adela Zamudio

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sigue a la borrasca. Luego, en la misma actitud reflexiva y silenciosa dio unos cuantos pasos por el corredor; pero a poco se detuvo, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco, lo miró, exclamó:

      —¡Diablo!, ¡si ya van a dar las doce!

      Y muy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido tomó del colgador su bastón, su sombrero; se puso el sombrero; se asomó un segundo al espejo angosto del colgador; se despidió sonriente:

      —¡Hasta mañana!

      Sonó la puerta de la calle que se cerró tras él, y los pasos se fueron apagando por el zaguán y la acera.

      En efecto, a poco de salir tío Pancho, en plenos puntos suspensivos, el reloj de Catedral, un reloj filarmónico, Cristina, un reloj sochantre, que asomado a los cuatro costados de la torre se pasa el día cantando las horas, las medias y los cuartos con un canto monótono que se oye de toda la ciudad, y que de noche recuerda el fraternal e igualitario «de morir tenemos» de los Cartujos: comenzó a cantar con mucha filosofía y unción:

      —Tin, tan; tin tan;…

      Bueno, una especie de canción que en notas musicales viene siendo:

      —¡Mi, do, re, sol!… (un cuarto) ¡Sol, re, mi, do! (otro cuarto) ¡Do, sí, la, mi!… etc., etc.

      Tía Clara dijo al momento:

      —¡Son las doce!

      Y puesta en pie como por resorte se santiguó y entonó el Angelus en voz alta.

      Yo, en vista de mi malhumor, resolví no contestar en coro con Abuelita, ni a la salutación ni a las avemarias. Tía Clara me dirigió por ello una mirada de desaprobación mientras decía:

      —«El verbo se hizo carne»…

      Pero yo continué callada, y ella, luego de terminar, volvió a santiguarse y sin decir más nada, recogió la ropa y las medias; las dobló; las metió en la cesta; se fue taconeando; y cuando el rítmico martilleo se perdió ahora también más allá del comedor y del segundo patio, entre Abuelita y yo se interpuso definitivamente un silencio penoso. De un salto me bajé al momento de la columna con el objeto de alejarme a mi vez, pero Abuelita me hizo señas de que viniese a sentarme en la sillita baja de tía Clara que se hallaba a su lado, y entonces, poniéndome una mano en el hombro, y con una voz muy suave, muy cariñosa, muy persuasiva comenzó a decirme dejando por completo de coser:

      —Mi hija, ya no eres una niña inconsciente. Ya estás en edad de comprenderlo todo. Tienes una inteligencia muy clara, un corazón muy recto, y es preciso que con ellos juzgues las cosas tales como son, sin guardar nunca para nadie ni odio ni rencor. Las mujeres, hija mía, hemos nacido para el perdón. El tesoro de nuestra indulgencia no debe agotarse nunca, ni aun en medio de las más crueles espinas del sacrificio. ¡Con cuánta mayor razón si ese tesoro se prodiga sobre seres tan queridos como son nuestros padres!… Las palabras imprudentes de Pancho me obligan a hacerte explicaciones que hasta cierto punto hubiera preferido que ignoraras siempre; pero dadas las circunstancias, es para mí un deber moral defender a Eduardo de cargos que injustamente se le imputan… Óyeme bien, hija mía, porque yo que te quiero como no te quiere nadie, te hablo con entera justicia: Si hoy no tienes nada en la hacienda San Nicolás, y ni un céntimo tampoco de la herencia que te dejó tu padre, es única y exclusivamente por culpa de tu padre, que vivió al día, como gran rentista, entregado a la más absoluta indolencia, sin pensar jamás en el mañana ni en la muerte… ¡Ah!, y este mal funesto que es el mismo de Pancho, es un mal de educación, un mal que proviene de muy atrás, y que por lo tanto no puede reprochársele a ninguno de los dos…

      Calló un segundo como para ordenar sus pensamientos y prosiguió:

      —… El culpable, el verdadero culpable de todo esto, no fue sino tu abuelo; sí, tu abuelo Martín Alonso que era por cierto muy simpático, muy galante, muy caballero, muy insinuante… ¡Ah! ¡Y piensa tú si lo conocería yo, cuando como sabes, Martín era primo hermano mío!…

      Y entonces Abuelita en un relato que iba a ser muy largo, para mejor explicar el proceso de mi ruina, se subió varias ramas a mi árbol genealógico y comenzó por describir detalladamente la persona y la casa de mi abuelo Martín Alonso, pero allá, en los tiempos remotísimos en que mi abuelo adolescente e hijo de familia no pensaba casarse todavía. Según ella, nada ni nadie igualaría ya nunca en Caracas, el esplendor de aquella casa y de aquellos bailes, celebrados en sociedad muy escogida, llenos de elegancia, de distinción, de suntuosidad… (¡ah! ¡yo me río de la elegancia y de la suntuosidad de aquellos tiempos, Cristina, sin luz eléctrica, las mujeres sin pintar, y las parejas que bailarían algún vals «Sobre las olas» con metro y medio de separación!… Pero no olvides que es Abuelita quien tiene la palabra). La casa de los bisabuelos Alonso era, pues, muy lujosa, porque los Alonso eran tan ricos, tan riquísimos, que eran quizás los primeros capitalistas de Venezuela. Tenían una fortuna en joyas, en tapices, en cuadros, en alfombras, en vajillas… y: ¡patatí patatá!… Abuelita que como te he dicho, tiene mucho don de palabra, se puso a detallar con tal entusiasmo la magnificencia de aquella casa y de aquellas fiestas en donde la conoció y cortejó a ella su marido y mi abuelo Don Manuel Aguirre, que yo, a pesar de mi horrible mal humor, la vi un instante florecer triunfalmente en los salones Alonso, con su ancha crinolina pompadour, los bucles negros caídos sobre la nuca, el abanico de nácar en una mano, inclinada, sonriente, desmayándose de ingenuidad, junto al futuro académico Don Manuel… bueno, algo así que oscilaba entre un retrato de la Emperatriz Eugenia, y aquel par de muñecas que yo había dejado una hora antes esponjadas en mi cuarto.

      Terminada la descripción o apología de los primitivos Alonso, su casa, y sus bailes, Abuelita se concretó a mi abuelo Martín, príncipe heredero de todo aquel esplendor. Según ella, mi brillante y seductor abuelo se casó muy bien, y su vida hubiera sido tan apacible y feliz como la de sus padres a no haber tenido la desgracia de enviudar a los pocos años de matrimonio…

      —… ¡Lo mismo, lo mismito que debía pasarle después a tu padre!… —en un hondo suspiro, comentó Abuelita al llegar aquí. Tras el comentario hizo una pausa y siguió adelante en su relato.

      De tan efímero como feliz matrimonio, a mi abuelo Martín le quedaron dos hijos: tío Pancho y papá. Con ellos todavía niños se fue a Europa, sólo en viaje de salud, y para regresar apenas unos meses después. Pero una vez en Europa ¡perdió el juicio! Aquello se le subió a la cabeza, le entró el delirio de grandezas, se instaló en París a todo tren, se entregó enteramente a las diversiones, y como la vida de disipación y de lujo es una pendiente que conduce a un abismo sin fondo, apegándose cada día más y más a tan frívola existencia no volvió nunca a Venezuela. Allá crecieron sus dos hijos; y aquellos niños, criados en un ambiente de ociosidad y despilfarro, sin hábito ninguno para el trabajo, cuando llegaron a grandes, siguieron el ejemplo de su padre… Entonces, juntos, como tres compañeros de la misma edad, se dieron a la disipación, al derroche, a los placeres, a la más culpable ociosidad e inconsciencia… ¡Ah! ¡los frutos de la mala educación!… ¡Ah! ¡los peligros del lujo!…

      Y mientras Abuelita con estas u otras parecidas palabras lamentaba hondamente semejante desordenada existencia, yo, la verdad, lo mismo que me la había imaginado a ella un rato antes, esponjada en su crinolina, me imaginé ahora a mi abuelo y sus dos hijos, puestos de frac, corbata blanca, flor en el ojal y chistera un poco ladeada; es decir algo así como tres joviales personajes de opereta vienesa, de esos que entran alegremente en algún cabaret acompañados de frou-frous y de Mimies, que se colocan en fila uno tras otro, con una copa de champagne en la mano, que levantan a compás el mismo pie, mientras cantan en coro, primero hacia la derecha y después hacia la izquierda aquello de: «¡Viva, viva la alegría!…» o alguna otra sugestiva canción por el estilo… ¡Ah! ¡Cristina, lo que debió divertirse esta Sagrada Familia y el gusto que debe dar tener dinero y set hombre!…

      Unos años después, cuando joven todavía murió mi abuelo, Papá y tío Pancho siguieron gastando locamente, ya sin tasa ni medida. Esto, sumado a una malísima administración, revoluciones, crisis, bajas de precio, etc., hizo que aquella fortuna inmensa acabara de venirse abajo en poco


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