Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián
que él no se hundiera en la depresión que le acechaba, y eso me reconfortó bastante, me permitió recuperar fuerzas y afianzarme en mi nuevo tipo de vida que, aunque aburrido, era tranquilo y seguro.
Lo que me extraña ahora es que Juan está aguantando demasiado en su nueva vida. Cuando se fue, le auguré —sin decirle nada— un regreso más que rápido, y por eso decidí cortar y separarme de él lo máximo posible, no tener noticias suyas durante un tiempo; pero ahora me sorprendo porque soy yo el que le echa de menos, soy yo el mosquetero que no puede vivir sin su compañero, y sobre todo me sorprendo porque me corroe la curiosidad por saber qué es lo que está consiguiendo que mi amigo se haya olvidado de esta manera de mí.
Por eso he decidido ir a verle al pueblo, hacerle una visita para descubrir así qué hace y con qué llena su tiempo; por supuesto será una visita sorpresa, para no darle opción a preparar ningún escenario ante mi aparición.
—¡Gabriel, qué sorpresa! —me ha dicho, de manera muy sincera, al abrir la puerta del chalé que tiene alquilado y al que acabo de llamar sin anunciar previamente mi llegada.
Juan se muestra alegre de verme. No es de los que pueden disimular sus sentimientos, y menos ante mí. Me invita a pasar a su nueva casa, un pareado pequeño y austero que recorremos en menos de cinco minutos y donde la única habitación que merece la pena ver es la que dedica a su nuevo trabajo de escritor. Allí, el espacio lo llena casi al completo una mesa de madera de pino que acoge en su superficie un ordenador, un cuaderno abierto de par en par —esperando a ser escrito, por cierto—, y muchos papeles por el suelo que hace días desbordaron el hueco de una pequeña papelera de plástico.
Me prepara un café y me invita a sentarme en una pequeña mesa del porche de la entrada. Pasado ese momento inicial de incertidumbre, en el que nos cuesta a ambos reconocernos en un ambiente tan diferente al que ha sido el nuestro durante tantos años, volvemos a recuperar rápidamente la confianza y el vínculo que nos unía. En cuanto empezamos a hablar es como si no hubiéramos estado separados, como si siguiéramos igual que antes de venirse él al pueblo. Ahora, y gracias al relato de Juan sobre su nueva vida, puedo comprobar, con cierto asombro, cómo ha conseguido instalarse en este pueblo, luchar por su objetivo literario e incluso sentirse uno más en la vida social de la localidad.
Es en el momento en que nos vamos a despedir, para que yo vuelva a Madrid, cuando llaman al timbre de su casa y Juan abre la puerta a una mujer espectacular; de las que, sin ser una belleza, te atrae nada más verla. Es una mujer muy seductora, sin conocerla me engancha solo con su presencia porque, por supuesto, yo no me quedo fuera del influjo de sus encantos. Juan nos presenta y, solo viéndole como actúa frente a ella, me doy cuenta de que mi amigo tampoco ha escapado a ese efecto, así que decido al instante quedarme en un segundo plano y no entrometerme en lo que pueda haber entre ellos.
De vuelta a la capital voy pensando en Juan, en lo feliz que parece; pero ese cuaderno en blanco que he visto encima de la mesa me hace temer que escribir esa ansiada novela le está costando más de lo que reconoce, por lo que me propongo volver a ayudarlo, estar a su lado para que consiga creer en sí mismo. Me comprometo, conmigo mismo, a visitar periódicamente a mi amigo y a estar pendiente de su bienestar, como siempre he hecho. No sé si lo hago por él, porque no tengo nada mejor que hacer, o por mí mismo, porque también me siento solo.
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