Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián

Muerte en coslada - Daniel Carazo Sebastián


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—le recrimina la subinspectora—. Mira que eres cabezón. ¿Tú te suicidarías con estricnina?, ¿no habrá formas más dulces de morir?

      Se quedan todos un rato pensativos, mirando la foto de Gabriel —que parece que les sigue vigilando desde la pizarra— y seguramente acordándose de la postura tan forzada que tenía su cadáver; la cual, desde luego, no indicaba que hubiera tenido una muerte placentera.

      Llegados a este punto de las explicaciones de la acción del día anterior, Leire duda sobre si darles todos los datos de sus indagaciones en el piso de Gabriel, pero finalmente no lo considera necesario y lo que hace es ponerlos nuevamente a trabajar. Además, y para descartar de una vez la posibilidad del suicidio, quiere llamar personalmente al inspector Vich, pero prefiere hacerlo en privado y así evitar más comentarios del equipo hacia el Abuelo.

      Manda a los tres agentes a seguir indagando sobre la identidad y el rastro de Gabriel Coscullela y, cuando ya se queda a solas con Martina, le pide que cierre la puerta de la sala mientras marca el número del Sabueso y pone el altavoz de su teléfono móvil.

      —¡Inspectora Sáez de Olamendi! —responde de inmediato el Sabueso—. Ya estaba esperando tu llamada. ¿Cómo va todo?

      —Bien, Vich, intentando arrancar con buen pie la investigación.

      —Ya te habrá dicho tu hombre que al difunto lo han envenenado, ¿no?

      —Me lo ha comentado. Estricnina, me ha dicho.

      El inspector de la científica afirma con un sonido, seguramente atento a la conversación y a muchas otras cosas más.

      —¿Qué grado de seguridad tenemos, Vich?

      —¡Pero, qué pregunta! Pues total. Causa de la muerte: estricnina, al cien por cien, y una dosis alta. ¿No viste cómo estaba de retorcido? Si quieres, te cuento cómo se produce la muerte de una persona cuando ingiere este veneno: se produce una asfixia por parálisis de los músculos respiratorios, previa crisis convulsiva y contracturas musculares generalizadas. Vamos, que es como si te quisieras tocar la cabeza con los pies. Además, ¿recuerdas que se había meado?, pues una cosa más de la estricnina: se te va el pis, y es un pis más oscuro de lo normal, como el que manchó los pantalones de ese hombre.

      —Entiendo… —Leire no sabe cómo preguntarle por la teoría del suicidio, ya que ni ella misma se la cree, pero sabe que debe descartar todas las hipótesis—. Una cosa más, ¿crees que pudo ingerir él la estricnina?

      —¿Y quién si no, Leire? El muerto es él, ja, ja, ja.

      —Me refiero a si pudo ser un suicidio, si pudo tomarla por voluntad propia.

      —Bueno, ya sé lo que me dices. No… creo que no es posible. Tal y como estaba, y teniendo en cuenta la dosis que tenía en el cuerpo, la muerte se produjo como mucho unos diez o quince minutos después de tomarla, o incluso menos. Te puedo decir que la tomó disuelta en agua, porque no había restos de comida en el estómago, ni de vómito en el exterior. Si la hubiera tomado él por voluntad propia, habríamos encontrado al menos el recipiente donde estaba disuelta con el agua, porque no creo que le diera tiempo a tomarla en la calle, entrar a la biblioteca y morirse allí dentro. Ni tampoco, si la hubiera tomado dentro del edificio, a recoger sus pertenencias antes de palmarla… No parecería demasiado lógico, ¿no?

      —Además, la bibliotecaria le habría visto entrar a última hora, y no fue así —le apoya Leire.

      —A este tío se lo han cargado, inspectora. Alguien le dio agua con estricnina, se la bebió por voluntad propia, porque tampoco hemos encontrado ningún signo de haber sido forzado, y quien fuera le dejó morir en el baño mientras recogía las pruebas del delito. Así de fácil.

      —Ya, así de fácil —le repite Leire.

      —Ja, ja, ja… Me caes bien, Leire. ¡Eres muy natural! Así de fácil para nosotros, en el laboratorio, así de difícil para los que estáis en la calle. ¡Suerte!

      Con ese ánimo, el Sabueso corta la comunicación, y las dos policías se quedan mirando el teléfono móvil como si todavía fuera a darles algún dato más. Al rato, Leire reacciona:

      —¡Pues vamos! Ahora nos toca a nosotras hacer que nuestra parte sea más fácil.

      Martina la mira animada. Se nota que le gusta esa actitud proactiva en su jefa. Se levantan las dos y, mientras se dirigen a por el coche, la subinspectora, como si nada, pregunta:

      —¿Te lo pasaste bien ayer?

      Leire se turba un poco. No esperaba volver a un trato tan personal estando todavía dentro de la comisaría, pero no quiere ser desagradecida, porque la verdad es que le vino muy bien esa salida nocturna.

      —Muy bien. Respecto a eso, me gustaría aclarar…

      —No te preocupes —interrumpe Martina—. Tengo claro cuándo somos policías y cuándo podemos ser amigas. Pero llevo toda la mañana preguntándome si disfrutaste anoche. Yo me lo pasé genial.

      —Yo también, Martina. Estuvo muy bien y me reconfortó mucho. Hacía tiempo que no salía.

      —¡Me alegro mucho! Por cierto, no te pienses que no te he hecho caso, que estas ojeras que tengo evidentemente me han salido por dormir poco, pero no porque nos acostáramos tarde, sino porque después me quedé leyendo el libro tal y como me mandaste.

      —¿Te lo leíste entero anoche?

      —¡Enterito! Está bastante bien, todo sea dicho. Me entretuvo mucho y se lee de un tirón. Es una novela sobre un tío que se aísla en un pueblo para escribir y conoce a una mujer, la cual resulta que vive de la pasta que hereda de sus parejas. Curiosamente, el autor es también el protagonista de la historia, ¡es el propio Juan Gabicacogeaskoa el que se va al pueblo y conoce a esa mujer!

      —¿Y las anotaciones que había en los márgenes? —la inspectora se refiere a todas las que había escritas a mano en las páginas del libro.

      —Una pasada y casi lo mejor para nuestro caso. Es como si Gabriel tuviera celos de Juan Gabicacogeaskoa, porque son todo aclaraciones a situaciones que narra el texto, explicaciones sobre una u otra actitud de los personajes, comentarios sobre los escenarios… Es como si a Gabriel no le hubiera gustado como estaba escrito el libro y lo quisiera corregir.

      Las policías llegan y suben al BMW pero, antes de arrancar, Leire lanza una orden clara sobre el libro:

      —No sé si al final tendrá algo que ver con todo esto o no, pero por ahora nos lo guardamos para nosotras, ¿vale? Ya sabes cómo cogiste el libro, y no quiero que se sepa todavía. Nos apuntamos en la lista de tareas investigar a ese Juan Gabicaco… lo que sea.

      La subinspectora asiente, una vez más sin perder su eterna sonrisa.

      —Y ahora, vámonos a Coslada de una vez —ordena Leire.

      Capítulo 9

      Juan, cansado de la monotonía y la falta de interés de su nueva vida, decidió irse a un pueblo a vivir. Fue una mañana en la que dábamos un paseo por el Retiro cuando me lo dijo:

      —Será temporal, es para escribir una novela —añadió.

      A mí me había contado ya tantas veces que quería cumplir ese viejo sueño de ser escritor que no pude hacer otra cosa que apoyarlo en su decisión; ya estaba vislumbrando su depresión, y solo la ilusión que le hacía tener un objetivo, que él veía alcanzable, me impulsó a animarlo. Me propuso ir con él, yo creo que por miedo a verse solo, invitación que decliné firmemente desde el principio. Nunca me he visto viviendo en un ambiente rural, por muy cerca de Madrid que esté; además, debo reconocer que aquellos días, su actitud ante la vida me estaba agobiando un poco y por eso, quizá preso de mi egoísmo, opté por ayudarle a partir, defendiendo así mi propio espacio de libertad.

      Después de aquel día en que me comunicó su decisión pasé bastante tiempo convencido de que Juan iba a ser incapaz de cumplir su amenaza de abandonar la capital. Tanto él como yo somos


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