Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián

Muerte en coslada - Daniel Carazo Sebastián


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te tragas la autopsia si es el caso y te traes de vuelta el primer informe, oral y escrito, a ver si te dan la razón o te convencen de que alguien se lo ha cargado.

      —Vale, vale —se resigna el Abuelo, algo molesto por la reprimenda—, yo me encargo.

      De los tres agentes, solo Elisenda está todavía sin misión, por lo que se revuelve en su asiento. Leire aprecia su discreción, siempre le ha gustado la gente prudente, así que se esfuerza en asignarle rápido una tarea.

      —Eli, si no te importa, tú vuelves a Coslada. Me interesa una prospección de lo zona… Ya sabes: cámaras de seguridad de locales cercanas, trabajadores de la zona que estuvieron por allí ese día, cualquier cosa que pueda ser de utilidad. Además, como la noticia ya habrá corrido de boca en boca, seguro que algún vecino quiere aportar su versión de los hechos. Nos vendrá muy bien todo lo que saques en claro para que, cuando sepamos más sobre el difunto, volvamos de nuevo por allí.

      —¡Así da gusto! —exclama Martina—. Ya tenemos todos ocupación, por lo que estamos tardando en terminarnos el bocata y empezar a currar. ¡Vamos, equipo!

      Los tres agentes, en vez de dar los últimos bocados en la sala, salen con sus bocadillos en la mano, rumbo a sus destinos. Una vez a solas, Martina se vuelve hacia su jefa, quien está mirando, distraída, la pizarra en blanco, como si ya tuvieran allí la solución al caso.

      —Bueno, jefa, no he querido decirlo delante de todos, pero… ¿y nosotras?, porque algo tendremos que hacer, ¡que hay que dar ejemplo! —dice con cachondeo.

      Leire sonríe ante la actitud de su segunda.

      —Nosotras vamos a que nos diga Cid dónde vivía el hombre y nos acercaremos al domicilio.

      Encuentran al agente ya absorto en la pantalla de su ordenador. Le piden la primera información que encuentre sobre Gabriel Coscullela Ros, y Cid se pone enseguida a ello. Al minuto comparte los primeros datos, bastante escasos, que aparecen en internet sobre el difunto.

      —Normalmente —les explica Cid—, es teclear cualquier nombre en un buscador de internet y aparecen, además de sus posibles logros o cargos profesionales, todas las redes sociales donde esa persona airea habitualmente su vida.

      Eso es algo que Leire nunca ha entendido, como sabe cuánto te desnuda ante cualquier amenaza el publicar constantemente tu actividad en las redes sociales, no usa ninguna de ellas a nivel personal. Es verdad que, al ser policía, lo hace por seguridad, pero también porque nunca ha tenido la necesidad de publicar en ningún sitio si está de vacaciones por ahí, o tomando café con su madre, o que a su gato Carmelo le ha gustado la última latita de gambas que le ha comprado. Ella considera que su vida privada es eso, privada, y la comparte de palabra y solo con quien ella quiere o le pueda interesar. Pero, por otro lado, el hecho de que la gente se empeñe en hacer lo que ella evita le viene muy bien para su trabajo como investigadora, es el primer sitio donde cualquier policía busca información para empezar a recabar datos de una persona.

      En el caso del muerto, Cid solo encuentra a su nombre una página —muy poco actualizada por cierto— de Facebook. Saben que es del Gabriel a quien investigan por la foto de perfil —que también es la única que hay publicada en la red social—. La imprimen para empezar a rellenar la pizarra blanca. No figura ninguna red social más a nombre de Gabriel Coscullela Ros. A parte de eso, también encuentran, en una página de información empresarial, el nombramiento hace años de Gabriel Coscullela Ros como directivo de una multinacional dedicada a la consultoría y que ellos no conocen.

      El resto del trabajo de rastreo informático de una persona ya es un proceso mucho más largo y tedioso, que requiere mucho ir y venir por diferentes páginas de internet. Por eso, las dos policías, para no quedarse allí mirando a su compañero y sin hacer nada, deciden dejar a Cid haciendo su trabajo, no sin antes pedirle que busque, en la base de datos policial del documento nacional de identidad, el último domicilio conocido del difunto.

      Se sorprenden al comprobar que Gabriel figura con residencia en Madrid, y no en Coslada, como se podría suponer al haber aparecido muerto en su Biblioteca Municipal. Al no tener todavía ningún dato más relevante, siguen con su intención de desplazarse —con pocas expectativas de que la visita vaya a ser muy fructífera— hasta la dirección del domicilio habitual.

      De nuevo se montan en el BMW Serie 1, al que ya se están acostumbrando, y salen del garaje de la comisaría. Martina conduce cantando. Esta vez, junto a Jarabe de Palo la canción de «La Flaca», lo que permite a Leire ir sumida en sus pensamientos y disfrutando de la belleza de la zona centro de Madrid, ya que la dirección que les ha facilitado Cid es en la calle Abtao, cerca del parque del Retiro, y para llegar allí desde la comisaría tienen que atravesar las calles más emblemáticas de la ciudad: la Gran Vía casi en su totalidad, la Plaza de Cibeles, el Paseo del Prado, la Plaza de Neptuno y la estación de Atocha con su monumento a las víctimas del terrible atentado del 11-M. Martina parece entender que su jefa está disfrutando del viaje y respeta su momento. Leire agradece su actitud y sonríe disimuladamente porque se ha percatado de que, cada cierto tiempo, la subinspectora la mira de reojo.

      Por fin llegan a su destino: una estrecha calle de edificios medianos, típica de un barrio de clase media y en la que se les hace una difícil proeza aparcar. Martina, harta de dar vueltas decide dejar el coche en un vado permanente, delante del garaje de la finca donde figura el domicilio de Gabriel. Sin dar tiempo a Leire para que comente dicha decisión, saca una vez más la sirena de la guantera y la coloca en el salpicadero del vehículo, apagada pero bien visible, para que a cualquiera que le moleste el coche allí estacionado se lo piense dos veces antes de protestar; o por si pasa por allí algún agente de la Policía Municipal con ganas de apuntarse una multa a su cuenta personal, que sepa que el tanto no se le va a sumar a su balance de resultados.

      Las dos policías bajan del BMW e, ignorando las miradas de los transeúntes que se han dado cuenta de su profesión y las observan sin discreción —incluso alguno prepara su teléfono móvil para documentar una posible actuación policial—, entran directamente en el portal del edificio.

      Les cuesta un poco acostumbrar la vista a la penumbra interior, y cuando lo hacen se ven delante de un hombre mayor, algo encorvado y vestido con un mono de trabajo azul oscuro que las mira tranquilamente, sin levantarse de la vieja silla de oficina donde está sentado y que tiene estratégicamente colocada para, desde allí, poder controlar a todo el que entra o sale de sus dominios. Ante el silencio del que evidentemente es el conserje de la comunidad, Leire muestra su placa e inicia la conversación:

      —Buenos días, señor.

      El aludido no responde ni muestra sorpresa ante la entrada de las dos policías, como si fuera algo que pasara allí a menudo. A la inspectora no le queda otra que seguir hablando:

      —Venimos preguntando por el señor Gabriel Coscullela —decide no desvelar todavía que están investigando su muerte—, creo que vive aquí.

      El portero de la finca se toma su tiempo antes de responder con un marcado acento gallego:

      —Vivir… vive, aunque hace tiempo que no lo veo.

      —¿Y eso? —interviene Martina.

      —Pues se marchó hace unos meses, y todavía no ha vuelto.

      —¿Y su familia? —Leire retoma la iniciativa, dando a entender a la subinspectora que la deje a ella.

      El conserje vuelve a meditar antes de responder:

      —Yo nunca le conocí familia.

      A la inspectora le queda claro lo poco explícito que va a ser su interlocutor y que, si quiere sacar algo provechoso de la visita, va a tener que ser muy directa.

      —Perdone que no le haya preguntado ni su nombre —intenta acercarse a él emocionalmente.

      —Paulino —responde el portero, sin darle más datos.

      —Verá, Paulino, creemos que ha podido pasarle algo al señor Coscullela, por eso estamos aquí.

      Por toda respuesta, la inspectora recibe una mirada


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