Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián
Dicen que a mis treinta años ya debería haber ascendido de grado, pero sepa usted que yo estoy bien así, me gusta mi trabajo.
Leire le sonríe y evita comentar nada. Es verdad que ver a un agente de esa edad no es normal pero, si trabaja bien, a ella le da igual, como si le gusta regular el tráfico de la hora punta en el centro de Madrid. Se dirige entonces al otro agente varón: un policía que no retira la mirada, evidentemente más joven que su compañero, guapo y con un cuerpo espectacular.
—Buenos días, inspectora —interviene este—. Yo soy el agente Ruiz. Llevo poco tiempo en el cuerpo y no le engaño si le digo que mi objetivo es aprender rápido para promocionar y poder incorporarme a los cuerpos especiales de asalto. Esa es mi ilusión desde niño, pero no significa que, durante mi formación como policía, no vaya a darlo todo en cualquier sitio donde se me destine, como es este caso. Estoy encantado de trabajar para usted.
—¡No seas pelota, Cid! —se ríe la subinspectora.
Leire la mira sorprendida.
—¿Cid? —pregunta.
—Sí, inspectora —añade Martina—, es que no lo ha dicho todo. Detrás de esos músculos tenemos a un descendiente de nuestro más antiguo héroe castellano. Aquí el compañero se llama Jonathan Ruiz Vivar. Con este nombre y este cuerpo solo podemos llamarle Cid —acompaña la explicación con una sonora palmada en la espalda del otro, quien ni se inmuta ante el golpe y no puede esconder un gesto de orgullo por el mote que tiene.
Leire asiente y se dirige ya a la última que falta por hablar. Se la ve pequeña al lado de sus compañeros.
—Pues solo faltas tú —la anima.
—Yo soy la agente Flores, inspectora, pero si no le importa, me puede llamar Eli, de Elisenda. Quiero que sepa que he pedido voluntariamente este destino. Martina… —se interrumpe dándose cuenta de su defecto de forma—, quiero decir la subinspectora Rojas, me ha ayudado mucho desde que estoy aquí, y voy con ella adonde haga falta.
La inspectora mira a sus nuevos compañeros, satisfecha del primer contacto. Se lleva una buena impresión del equipo que le han asignado. Todos respetan las formas y al menos dos de ellos, los más jóvenes, han manifestado evidentes ganas de aprender el oficio. Le recuerdan a ella misma cuando empezó, sobre todo Elisenda, con ese cuerpecito tan pequeño pero claramente en forma y una apariencia externa que le hace parecer más joven de lo que es en realidad —algo que seguramente le ha obligado a defender su edad en más de una ocasión—. Respecto al más veterano, el agente Lamata, a pesar de estar un poco fuera de sintonía con sus compañeros, percibe en él que efectivamente parece cómodo con su puesto en el escalafón, lo cual es muy importante para que trabaje bien; es más, demuestra que lleva con calma y aceptación el apodo de Abuelo, que transmite claramente lo que piensan de él sus compañeros.
Leire reflexiona antes de seguir. Los demás esperan sus órdenes para empezar a trabajar. Y entonces se da cuenta de que realmente no sabe ni por dónde empezar, de que ni siquiera se ha fijado en la dirección a la que tienen que ir. Mira con disimulo el papel que le ha dado el comisario y recuerda la ciudad donde se ha cometido el crimen: Coslada. Se lo han marcado como si ya supiera qué hacer con eso, pero ella no conoce esa localidad. Vuelve a mirar el papel que, inconscientemente, mantiene en su mano derecha y, esperando que a alguno de los policías le indique algo, lee en alto el lugar a donde se tienen que dirigir:
—Tenemos que ir a la Biblioteca Municipal de Coslada. Por lo visto, allí es donde ha aparecido nuestro muerto esta mañana.
—Eso está al este de Madrid, inspectora —interviene Cid—, al lado del estadio nuevo de mi Atleti.
Leire no sabe casi nada de fútbol, e ignora el gesto de evidente desprecio que hace el agente Lamata ante la mención al club deportivo, pero el comentario vale para que asigne al agente rojiblanco su primera tarea.
—Pues tú nos dirigirás hasta allí, Cid.
Según van asentándose las piezas en su cabeza, la inspectora va tomando consciencia de las necesidades que tiene que cubrir para empezar a trabajar, de las que ni se ha podido preocupar hasta ahora.
—Por cierto —añade, dirigiéndose a Martina—, ¿tenemos asignado equipo de la científica? Habrá que coordinarse con ellos.
—Lo tenemos, jefa —responde la subinspectora—, pero no están aquí. Vamos a trabajar con el inspector Vich, o el Sabueso, como prefiera llamarlo.
—¿Sabueso? —Leire se sorprende de tanto mote asignado en la comisaría.
—Sí. El apodo le viene de su mentor. Carlos Vich empezó a trabajar de policía como agente de calle, pero dada su formación académica y su pasión por los pequeños detalles, acabó a las órdenes del ya retirado inspector Angulo, a quien todo el mundo conocía como el Sabueso… por sus dotes para encontrar pistas donde nadie era capaz de hacerlo —aclara Martina—. Al jubilarse el inspector Angulo, nadie dudó de que el puesto que abandonaba iba a ser para su pupilo más aventajado e ilusionado. Y así fue. Desde entonces, y a base de mucho trabajo, se ha granjeado una fama extraordinaria y, actualmente, cualquier policía se pone contento cuando sabe que va a trabajar con el inspector Vich.
—¿Y qué formación académica es esa que dices que tiene, si se puede saber? —se extraña Leire.
—Veterinario.
La respuesta provoca un evidente gesto de sorpresa en la inspectora.
—Todo un licenciado en Veterinaria —continúa Martina—. Y además, por lo que cuentan, durante su periodo como sanaperros se especializó en dermatología, de ahí su pasión por la investigación. Dicen que no se cansa de repetir que en esa especialidad hay que ser como un detective y que, para llegar a un diagnóstico, hay que buscar pistas donde nadie las imagina. También comentan que basta con le pongan delante un microscopio para hacerle feliz, ya sea para perseguir asesinos o para diagnosticar enfermedades de la piel de los perros, porque creo que compagina sus dos pasiones y que todavía colabora con muchos de sus colegas veterinarios.
—¡Bueno! —exclama todavía algo sorprendida la inspectora—. ¿Y dónde tenemos al inspector Vich?
—Está viniendo desde Barcelona —aclara Martina—. Es de allí, y cuando puede se escapa a su tierra. Está avisado desde esta mañana a primera hora, y su tren debe estar a punto de llegar a Atocha.
—Perfecto. Pues entonces, Lamata —no se atreve todavía a usar el mote de Abuelo para dirigirse al agente— y Eli, id a buscarle y le lleváis a Coslada.
Los aludidos asienten.
—Y nosotras nos vamos directas a la biblioteca donde nos deben estar esperando. Cid, ¿nos guías?
Leire se gira y, siendo la que está más cerca de la puerta, sale la primera del despacho. El equipo la sigue al instante, contentos de iniciar una nueva investigación. Una vez más, la inspectora se percata de que le falta algo: no ha previsto si se ha solicitado un vehículo para ellos. Se vuelve a mirar a su segunda, temiendo tener que admitir esa falta ante sus nuevos compañeros, pero Martina capta su duda y, antes de que ella diga nada, le enseña una llave que tiene en su mano.
—Si le parece, inspectora, conduzco yo. Me encanta el coche que nos han asignado.
Cada uno va entonces hacia su destino y, en pocos minutos, los tres policías que van directos a localidad vecina de Madrid están sentados en un moderno BMW serie 1 de color azul metalizado —seguramente, de la flota requisada a algún capo de la droga— y salen del garaje de la comisaría. La conductora, que no ha dado opción alguna a su compañero, en cuanto accede a la Gran Vía coloca la sirena en el salpicadero del vehículo, la enciende y pone el coche a una velocidad bastante más rápida de la aconsejada para el tráfico de esas horas. Por si no bastaba con el ruido que emite el distintivo policial, conecta la radio, sube el volumen para poder escucharla por encima del aullar de la sirena y se pone a cantar junto a Pablo Alborán —este lo hace bastante mejor que ella— su famoso tema «Te he echado de menos». Leire va de copiloto intentando concentrarse en los pasos a