Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián

Muerte en coslada - Daniel Carazo Sebastián


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Eva. ¿Puedo tutearte?

      La aludida asiente a la pregunta de la inspectora, aunque su mirada permanece en Martina.

      —Perfecto, Eva —sigue Leire, atrayendo, ahora sí, la atención de la mujer—. Tenemos entendido que eres tú la que has encontrado el cadáver esta mañana. ¿Es así?

      La bibliotecaria asiente en silencio, intentando evitar que vuelva a brotar el llanto que ya ha exhibido en demasiadas ocasiones a lo largo de la mañana.

      —¿Te importaría repetirnos cómo ha sido, Eva? Entiendo que ya habrás hablado con los municipales, pero sabemos que la versión directa de un testigo siempre es mejor que la transcrita por un tercero. ¿Puedes hacer ese esfuerzo, por favor?

      —Claro —responde ella con dificultad—. Esta mañana he llegado la primera, como siempre. Soy la encargada principal de esta biblioteca, y los lunes tengo que abrir y asegurarme de que esté todo recogido y a punto para los usuarios. Desde los recortes provocados por la crisis del coronavirus el fin de semana no viene personal de limpieza, por lo que mis compañeros y yo intentamos dejarlo todo preparado los sábados antes de cerrar; a pesar de eso, a mí me gusta dar una vuelta por todo antes de abrir. Esta mañana, cuando he llegado a la planta de arriba…

      Tiene que hacer una pausa para ahogar un sollozo. Se nota que le cuesta rememorar otra vez la escena, y la mano de Martina sobre su hombro le hace saber que agradecen su esfuerzo.

      —Estaba todo como siempre —consigue continuar—, nada fuera de lo normal hasta que he entrado al aseo… ¡Ha sido horrible! Ese hombre estaba allí tirado, retorcido… Con esos ojos desencajados…

      La bibliotecaria, incapaz de aguantar más la entereza, hunde la cara entre sus manos; aun así, Leire decide obligarla a continuar. Sabe que es el momento en el que va a describirlo todo con más realismo; cuando más tarde vaya a prestar la declaración oficial, más mezclará escenas reales con otras magnificadas por el impacto emocional, y eso les aportará una interpretación sesgada de la realidad.

      —¿Nada te llamó la atención antes de entrar al aseo, Eva?

      La aludida niega con la cabeza.

      —¿Estaba todo tal y como lo dejasteis el sábado? —insiste.

      —Todo normal, inspectora, tal cual lo dejamos y como debería estar.

      —Entiendo… ¿Conocías a ese hombre? ¿Venía habitualmente por aquí?

      —Sí, venía de vez en cuando, y últimamente cada vez más. Se sentaba siempre apartado de la gente y, curiosamente, no cogía libros, solo se ponía a trabajar con su ordenador. Era un hombre muy discreto pero también muy correcto: siempre saludaba y siempre se despedía, pero poco más. Una de esas personas que parece que quieren pasar desapercibidas.

      —Entonces imagino que sabrás quién es —pregunta Leire—, tendrá carné de la biblioteca.

      —Pues supongo que no… —Eva Rosiñol intenta pensar—. Creo que nunca pidió ningún libro en préstamo. Solo venía, se sentaba con su ordenador y se iba. Nada más. De todas maneras, cuando tengan su nombre lo podemos comprobar.

      —¿Aquí puede entrar cualquiera sin carné? —pregunta algo sorprendida Martina.

      —Así es. A una biblioteca puede acceder quien quiera a hojear libros, leer la prensa, estudiar… Lo que quieran hacer siempre que respeten las normas. El carné solo hace falta para llevarse libros en préstamo.

      —¿Y esta mañana no estaban sus cosas por ningún lado? —cambia de tema la inspectora—. ¿El ordenador ese con el que dices que trabajaba?

      —Nada… ¡Solo él! —exclama, hundiéndose de nuevo, la bibliotecaria.

      Las dos policías interrumpen sus preguntas para no presionarla más. Está claro que la funcionaria no puede aportar más información. Justo cuando van a despedirse de ella, de la planta superior bajan con sus maletines los agentes de la científica liderados por su jefe, que es el único que se para y se dirige a la inspectora:

      —Ya hemos terminado, Leire. Ahí he dejado a tus chicos hurgando en nuestros restos, y a la espera del juez. Por cierto, por si quieres apuntarlo, aunque te mandaré el primer informe esta misma mañana, el difunto se llamaba Gabriel Coscullela Ros; para que vayáis tirando ya de algún hilo.

      El inspector Vich dice esto y, sin dejar que Leire pregunte nada más, abandona la biblioteca detrás de su equipo con ese aire dinámico y jovial que ha sorprendido tan agradablemente a Leire.

      Capítulo 5

      Un par de horas después, todo el equipo está nuevamente en la sala de reuniones, que parece va a ser su lugar de trabajo habitual dentro de la comisaría. Por orden de Leire, la subinspectora se ha encargado de que haya bocadillos de calamares y bebidas para los cinco; es la única manera —respetando el presupuesto— de compensar los extensos horarios de trabajo a los que se va a ver obligada a someter a sus compañeros.

      Mientras se reparten la comida, Leire se fija en la dependencia donde se encuentran. Es una estancia austera. La única decoración que tiene, a parte de un viejo retrato del rey emérito, es una pizarra magnética todavía vacía de contenido, a la espera de la llegada de las fotos y los apuntes que ayuden resolver el caso.

      Por fin están todos sentados, empezando a dar buena cuenta de sus viandas, excepto la inspectora, que aguanta el ayuno y la postura. Se sienta sobre el tablero de la mesa y empieza a hablar:

      —Bien. Pues al menos ya tenemos algún dato y trabajo por delante. Ya sabéis que el muerto se llamaba Gabriel… —tiene que mirar la aplicación de notas de su teléfono móvil para decir el nombre completo— Coscullela Ros. Quiero saber quién era este tipo, a qué se dedicaba, dónde vivía, qué hacía en la biblioteca… Además, si tiene familia, habrá que avisarles de que ha fallecido, porque hasta ahora nadie lo ha debido de echar en falta.

      Leire se queda mirando a sus compañeros para ver si se presenta algún voluntario para esa tarea, pues todavía desconoce en qué es fuerte cada uno de ellos. No tiene que esperar mucho porque todos dirigen su mirada hacia Jonatan, que se da por aludido.

      —Yo me encargo, inspectora, se me da bien el rastreo de identidades.

      —Perfecto, Cid, para lo que necesites nos pides ayuda.

      El agente asiente, pero no se mueve de su sitio y se espera para conocer el trabajo de sus compañeros. Leire sigue adelante:

      —Por otro lado, algo más que sabemos es que este señor solía ir con un ordenador a la biblioteca, aparentemente a escribir, y no ha aparecido ningún objeto personal suyo, ni por supuesto dicho ordenador. O bien el sábado fue a contemplar el ambiente literario o alguien se ha llevado esas pertenencias, y tiene todas las papeletas de haberlo hecho quien se lo haya cargado.

      —Porque damos por hecho que no ha sido una muerte natural —le interrumpe el Abuelo.

      —¿Perdón? —Leire se sorprende de la afirmación del agente.

      —Que estamos dando por hecho que lo han matado, sin tener todavía los resultados de la autopsia —continúa el agente Lamata—, y digo yo que a lo mejor se ha muerto él solo, porque le ha llegado la hora.

      —A ver, Abuelo… —interviene la subinspectora, en defensa del trabajo de su jefa—. ¿De verdad piensas que se ha muerto solito?, ¿así, sin más?, ¿le dio por ir el sábado a la biblioteca, no habló ni se relacionó con nadie, sufrió un parreque en el baño justo a última hora y tuvo la mala suerte de quedarse allí tirado, de esa manera tan forzada que hemos visto, sin que nadie se diera cuenta?

      —Solo era una idea, jefa.

      —Pues, como es tan buena idea, si a la inspectora le parece bien, te vas a encargar tú de comprobarla preguntando a los sabuesos por su trabajo, ya sabes que les encanta tenernos encima metiéndoles prisa.

      Martina mira a Leire buscando su aprobación, quien


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