Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián
yo tardé en reaccionar a la ayuda que pedía a gritos mi único amigo. Este cambio no fue repentino, fue gradual, muy gradual y, a pesar de todo lo que vivimos tras nuestro despido, fue la causa del final de Juan.
Capítulo 7
Sentadas ya en el coche, Leire y Martina se quedan un momento pensativas, sin ser conscientes de que siguen aparcadas delante de un vado permanente y pueden entorpecer el paso de la calle Abtao. De repente, la subinspectora saca un libro del interior de su cazadora y se queda mirándolo. Leire se sorprende y, sospechando de dónde lo ha extraído, se ve obligada a preguntar:
—¿Y ese libro?
Martina, en vez de responder a su jefa, se limita a dárselo para que lo vea. Leire lo coge pero, sin apartar su mirada de su compañera, le sigue preguntando:
—¿Lo has cogido de la vivienda de Gabriel?
Ella asiente en silencio.
—Sabes que ni siquiera deberíamos haber entrado ahí, ¿no?
Por toda respuesta Martina le señala el libro para que centre su atención en él. Leire lo observa entonces: es un libro fino, de unas ciento cincuenta páginas y titulado Por fin una historia. La portada, poco atractiva para conseguir que un lector se fije en ella, es la foto de unas manos escribiendo al ordenador, y nada más, pero lo que por fin llama la atención de Leire es el nombre del autor: Juan Gabicacogeaskoa.
—¿Este no es el nombre del vecino de Gabriel Coscullela?
Martina asiente una vez más.
—¿Y? —pregunta Leire, algo enfadada por la actitud de su subordinada.
La subinspectora la mira abriendo mucho los ojos, como queriendo que su jefa piense lo mismo que le ha llevado a ella a coger el libro y sacarlo de la casa, pero el gesto serio de Leire le demuestra que no están en la misma onda. Por fin, se resigna a darle una explicación.
—Efectivamente, es el vecino de Gabriel a quien ha hecho referencia el portero, pero no es solo eso lo que me ha llevado a cogerlo. ¿No has visto dónde estaba?
Leire niega con la cabeza mientras trata de recordar todo lo que ha revisado en la vivienda.
—En la mesilla de noche —insiste Martina.
La inspectora sabe que su compañera quiere que ella entienda algo, pero por más que se esfuerza no lo consigue.
—Todos los libros de la casa estaban perfectamente colocados en la estantería del salón —explica Martina—, ordenados como pocas veces he visto una librería personal… Todos menos este, que estaba en la mesilla de noche, al lado de la cama.
—¿Y esa es razón para que lo hayas cogido?
—Pero, Leire, ¿quién se deja un libro ahí cuando hemos comprobado que sabía que se iba a ir de viaje?, ¿y, además, uno que se ve tan usado como este? Es llamativo lo manoseado que está, como si se hubiera leído muchas veces; lo cual, por cierto, contrasta también con el estado impoluto de los demás libros que hemos visto. Y el autor es el único vecino, o persona, con quien nos dice el portero que tenía relación el muerto —explica atropelladamente Martina.
Leire vuelve a centrar su atención en el libro que todavía tiene en sus manos. Al hojear las páginas interiores comprueba que están llenas de anotaciones y marcas de lectura.
—Desde luego le gustaba, eso está claro —concede.
—Verás, Leire —se justifica Martina—, tengo una corazonada con este libro, por eso me lo he llevado sabiendo que no lo debía hacer y que quizá no entenderías mi decisión. Espero no haberte molestado demasiado. Estamos empezando a trabajar juntas y no quisiera estropear el equipo antes de que madure. Te prometo que no volveré a hacer algo así sin preguntarte, pero dame un voto de confianza; al inicio de una investigación nunca se sabe lo que va a ser útil.
Leire agradece las palabras de su compañera, y así se lo hace saber con la mirada. Ella misma ha sufrido muchas veces las imposiciones de sus superiores cuando se le hacían injustas y sabe que, aunque la puede obligar a que le rinda cuentas siempre que quiera hacer algo, eso sería coartar su iniciativa y su aportación personal a la resolución del caso. Va a decirle que no se preocupe, cuando las sobresalta un pitido agudo originado al lado de la ventana derecha del BMW: un coche tiene entrar al garaje que ellas bloquean, y su espera está provocando un atasco en el que el resto de los conductores, animados por el primer toque de claxon, empiezan también a protestar.
Martina asoma una mano por la ventanilla para disculparse, arranca el coche y lo saca de su estacionamiento con una sonrisa en la cara. Cuando ya han dejado pasar al vehículo y puede volver a parar un poco más adelante, en otro vado permanente, le pregunta a su jefa:
—¿Y ahora?
Leire duda. Ya es tarde para volver a la comisaría, por lo que decide terminar la jornada y dejar a Martina que descanse.
—Por hoy creo que hemos terminado. Nos vamos a casa. Eso sí, ¡tú tienes que leerte el libro este sin falta esta noche!
Martina vuelve a sonreír. Arranca nuevamente el coche y, sin preguntar nada, dice:
—Que hemos terminado de trabajar por hoy, perfecto, pero… ¿irnos a casa? De eso nada, Leire. Tenemos que conocernos un poco más, tengo que compensarte mi metedura de pata y conseguir que de verdad no me la tengas en cuenta, así que te llevo a tomar algo. ¡Yo invito!… Y no te preocupes —añade señalando el libro que todavía tiene la inspectora en sus manos—, que me lo leo y te digo algo mañana mismo.
Leire no se ve con ganas de contradecir a su compañera. Por un lado, le da cierto reparo alternar con ella, al fin y al cabo es su subordinada pero, por otro lado, es verdad que le va a venir muy bien salir un poco y conocer a gente de la capital. Desde que está en Madrid no ha tenido ocasión de compartir unas copas con nadie y echa de menos cierta vida social, así que no se opone y deja que Martina la lleve donde quiera.
Martina va conduciendo, Leire le pide que baje un poco el volumen de la radio y que no cante a voz en grito las canciones que se sabe —que son prácticamente todas—, para así poder hacer las llamadas correspondientes al resto de miembros de su equipo. Considera muy importante que se vean arropados, y algo controlados, en las tareas encomendadas. De esta manera también se pone al día de los avances que hayan ido consiguiendo, les da las últimas órdenes del día y aprovecha para convocar una reunión en la comisaría a primera hora de la mañana siguiente. Fruto de esas llamadas, recibe con alegría las palabras de Cid, quien le adelanta que ha estado siguiendo un rastro de Gabriel Coscullela gracias a los pagos efectuados con su tarjeta de crédito; también escucha, aunque con menos ilusión por lo escaso de la información, los pocos avances —por otra parte, lógicos— de Eli en Coslada; y, por último, se desespera un poco porque no consigue localizar al Abuelo en su teléfono móvil.
—Ese lo apaga en cuanto puede, ya te lo aviso —le dice Martina, quien, en vez de cantar, tararea las melodías de las canciones que emite la radio mientras sigue con atención las conversaciones de Leire con sus compañeros.
La inspectora termina sus gestiones telefónicas llamando nuevamente a Eli para pedirle que, antes de que se vaya a casa, solicite al juez de guardia una orden para entrar al domicilio que ellas acaban de abandonar y que lo organice todo para que con dicho permiso se desplace hasta allí un equipo de la científica; si es posible, el del inspector Vich. Por supuesto, no dice nada a la agente de lo del libro que sigue llevando en el regazo.
Guarda su teléfono móvil y mira por la ventanilla del coche, se sorprende al verse de nuevo en la Gran Vía, concretamente doblando por una de las bocacalles que desembocan en ella. Se fija más en el entorno y comprueba que están entrando al barrio de Chueca, famoso por ser epicentro del orgullo gay de la ciudad y fácilmente reconocible por la multitud de banderas y carteles arcoíris que adornan las fachadas de las casas y los escaparates de los comercios. Se gira con curiosidad hacia Martina. Esta, habiendo comprobado que su jefa ha terminado de trabajar, vuelve a subir el volumen de la radio y empieza a hacerle la competencia