Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián
pero no se había decidido a visitarlo sola por miedo a lo que pudieran pensar de ella. Martina percibe y parece divertirse con el estado de sorpresa de su jefa; aun así, decide comprobar la idoneidad de su decisión de ir allí.
—Espero que no te importe que vengamos por aquí, ¿no?
—Para nada. De hecho, quería venir hace tiempo, pero no había tenido la oportunidad.
Mientras accede con el BMW a un aparcamiento subterráneo, la subinspectora, animada, sigue hablando.
—¡Perfecto! Pues yo te lo enseño. Vivo aquí al lado. ¡Es un barrio chulísimo!, y tienes de todo: marcha, calma, cultura, progreso… ¡Yo estoy encantada!
Aparca el coche en una plaza de minusválidos de la primera planta del aparcamiento, lo que provoca que el vigilante del lugar se acerque visiblemente enojado a reprenderla; pero Martina, como si la cosa no fuera con ella, le hace un gesto a Leire pidiéndole calma y se baja sonriente del coche. En cuanto la reconoce, el vigilante cambia radicalmente de actitud y la saluda efusivamente:
—¡Policía! —dice con un marcado acento rumano—. No te conocía el coche. ¿Te han ascendido?
Martina responde jovial:
—¡Ojalá, Velkan, ya me gustaría a mí! Pero anda con cuidado con lo que dices, que hoy vengo con mi nueva jefa.
El tal Velkan observa curioso a Leire, que también se baja del coche —ella, no sabe bien por qué, intenta parecer agradable con el empleado del aparcamiento—, la estudia un instante, y acto seguido se da la vuelta y vuelve a su garita de control mientras va diciendo:
—Okey… Okey… Yo te vigilo el coche, como siempre. No te preocupes. ¡Y aviso a los camellos para que no pasen mierda esta noche!… Ja, ja, ja.
La subinspectora, ante la mirada de sorpresa de Leire, se ve obligada a explicarse:
—Un tipo muy majo, Leire, no malinterpretes sus palabras. Lo conozco desde hace tiempo. De hecho, lo detuve varias veces antes de, yo misma, conseguirle este trabajo, para que se alejara de sus problemas. Me está agradecido y por eso me deja aparcar en la plaza de minusválidos siempre que traigo un coche oficial. A veces, incluso me hace de confidente: cuando se entera de algo más serio de lo normal me lo larga enseguida, y yo se lo digo a los compañeros que patrullan la zona.
Leire la escucha y entiende, lo que le hace sentir cierta envidia. Ha escuchado muchas historias como esa, en las que otros policías mantienen cierta relación con pequeños delincuentes a los que acaban ayudando. Le encantaría tener la suya propia, pero sabe que para eso antes tiene que asentarse en la ciudad y darse a conocer.
Martina dirige la ruta, ya andando, hasta la calle de La Libertad, donde se paran delante de un pequeño bar llamado 80’s Music. El acceso no invita precisamente a entrar: es angosto y no tiene escaparate, lo que impide ver su interior. Ante la lógica reticencia de Leire a lo desconocido, Martina abre la puerta y le hace una seña para que acceda al local delante de ella. La inspectora no puede hacer más que obedecer a su subalterna y pasar al garito. Dentro encuentra un ambiente que la tranquiliza un poco respecto a la impresión que le había dado la imagen exterior del bar: es un local relativamente bien iluminado y decorado en su totalidad con imágenes de conjuntos musicales que reconoce como integrantes de bandas españolas de su época joven. En el interior hay pocos clientes, solo tres o cuatro parejas charlando en las mesas, ni se fijan en ellas. Lo único que molesta un poco a la inspectora es la música, quizá demasiado alta, en la que Leire reconoce —y no le extraña, después de pasar todo el día con Martina— a Jaime Urrutia cantando su «Camino a Soria».
—Bienvenida al Eighties —dice Martina a voz en grito.
La dirige hasta la barra, donde se sientan en sendos taburetes y, cuando se acerca el camarero, lo saluda y lo presenta efusivamente.
—Y este es Berto, ¡el mejor barman de Madrid! ¿Qué tal, guapo?
—¡Muy bien, bonita! —responde el aludido mientras les coloca delante dos posavasos con el logo del local—. ¿Con quién vienes hoy?
—Con mi jefa, así que tráenos lo mejor que tengas para cenar, que le debo una.
—Eso está hecho. ¿Cerveza? —pregunta mirando solo a Leire.
Ella asiente, algo cohibida, sintiéndose una intrusa ante tanta complicidad. El camarero las deja a solas, y Martina aprovecha la situación para explicarse ante su jefa.
—Vengo aquí a menudo, quizá demasiado, pero me sirve de desahogo en los días difíciles de trabajo. Berto es un fenómeno, es como mi psicólogo, ¡pero en vez de pagarle las sesiones, le pago las consumiciones! Ya verás cuando acabe sus tareas y se acerque a nosotras. Es muy divertido cuando tiene que serlo y sabe escuchar cuando percibe que lo necesitas. ¿Te gusta?
Leire asiente mientras observa el local con más detenimiento. Poco a poco va relajándose y entablando una conversación superflua con Martina, cosa que el ambiente —totalmente diferente del laboral— le ayuda a hacer y, por qué no, las tres o cuatro cervezas que progresivamente acompañan a las tapas que les va sirviendo Berto para cenar. Como Martina había pronosticado, más avanzada la noche el barman se sienta con ellas y consigue hacerles reír abiertamente con sus historias sobre los diferentes tipos de clientes que recibe en el bar cada jornada. Leire, desde que está en Madrid, es la primera vez que pasa una noche divertida y social, algo que añoraba desde sus veladas en la calle Laurel de Logroño. No puede evitar acordarse con cierta nostalgia de su antiguo novio, Asier, y de la compañía de su grupo de amigos; todo aquello terminó cuando rompió su relación sentimental y ella pidió el destino a la capital. Pero no se deja llevar por los recuerdos y se esfuerza por disfrutar del momento y de la buena compañía.
Ya son las dos y pico de la madrugada cuando Leire, consciente de lo tarde que es, le dice a Martina que se va a casa. La subinspectora paga la cuenta, como había prometido, y la acompaña al exterior del bar.
—Lo he pasado muy bien. Gracias, Martina.
—Ha sido un placer, Leire, pero se nos ha hecho algo tarde… ¡Ya verás mañana! —dice entre risas—. Te acompaño a coger un taxi, que no estoy para llevarte.
Pasean las dos hasta la Gran Vía y allí consiguen el taxi. Se despiden con dos besos y, mientras el coche se aleja, Leire observa como Martina se queda mirando su partida: una vez más, muy sonriente. Durante el trayecto hasta su casa, reflexiona sobre la suerte que parece haber tenido con la compañera que le han asignado, y también se plantea que debe manejar con cuidado esa relación que ha empezado tan bien, pero que tiene que respetar la jerarquía profesional durante el horario de trabajo.
Por fin, Leire llega a su casa donde su gato, Carmelo, la recibe frotándose enérgicamente contra sus pantalones, en vez de regañarla por haber estado tantas horas fuera del hogar. A ella solo le da tiempo a rellenarle el comedero, desvestirse y dejarse caer desnuda encima de la cama para quedarse enseguida profundamente dormida, sin pensar si quiera —como hace habitualmente— en todo lo que tiene que hacer al día siguiente.
Capítulo 8
El despertador vuelve a emitir su llamada a las seis en punto de la mañana. Leire lo apaga, dispuesta a dormir un poco más, pero Carmelo, que parece prever un nuevo día en solitario, se encarga de espabilarla frotándose esta vez contra su cabeza y emitiendo sus sonoros ronroneos. Al final, la inspectora, conocedora de su necesidad de hacer deporte si quiere aguantar con calma la jornada laboral, se levanta, se enfunda las mallas, escoge la camiseta conseguida en la última media maratón en la que participó, se pone las zapatillas menos gastadas de todas las que tiene y sale a correr por la Plaza de Oriente y por el Parque del Oeste. Una hora larga es lo mínimo que necesita a esas horas para arrancar a sudar y volver cansada. El tiempo destinado al ejercicio matinal le sirve para cumplir con lo que no pudo hacer al acostarse: ordenar sus ideas y planear cómo va a organizar el día.
A las ocho, Leire ya está en la comisaría. Cuando entra en la sala donde el día anterior citó a su equipo, mira distraída la solitaria foto de Gabriel Coscullela Ros que