Muerte en coslada. Daniel Carazo Sebastián

Muerte en coslada - Daniel Carazo Sebastián


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      Capítulo 3

      El trayecto hasta Coslada, que según el navegador se debería hacer en veinte minutos, lo culminan en poco más de diez. Por la M40 Leire pasa algo de miedo debido a la velocidad que impone la subinspectora y, cuando se incorporan a la desviación que indica la salida al famoso estadio del Atlético o hacia Coslada y bajan la pronunciada cuesta que accede a la localidad, agradece que su compañera decida reducir la marcha.

      El acceso no es precisamente bonito. Pasan por debajo de unas vías de tren que alojan varios vagones de transporte de mercancías y desembocan en otra rotonda; la cual, gracias a unas letras de granito, les indica que han entrado en Coslada.

      Sin saber nada de su destino, les llaman la atención dichas letras, la gran bandera de España que preside el nombre de la localidad y lo cuidada que está la vegetación de esa rotonda, muy decorada en comparación con lo descuidado del acceso que acaban de atravesar.

      Enseguida y sin que se lo tengan que pedir, Cid localiza en el navegador de su móvil la ubicación exacta de la Biblioteca Municipal y activa el manos libres para que Martina pueda seguir las indicaciones hasta su destino. Leire baja la radio y silencia la sirena. Martina se la pasa para que la guarde en la guantera delantera del coche.

      La voz mecanizada que emite el teléfono de Cid les dirige hacia la inevitable avenida de la Constitución, presente en todas las poblaciones satélite de cualquier ciudad; la recorren en su totalidad y dejan atrás el Ayuntamiento y multitud de comercios que a esas horas ya bullen en actividad. Al final de la travesía llegan, cómo no, a otra rotonda, donde una gran escultura que representa el busto de una mujer desnuda de cintura para arriba parece vigilar su paso.

      —Es «La mujer de Coslada» —lee Cid la indicación del mapa de su móvil.

      Pero, quizá por defecto profesional, más que en la escultura se fijan en las instalaciones de la comisaría de la Policía Municipal que se encuentran a la espalda de dicha mujer.

      —¡Vaya tela! —exclama Martina—. Si pilláramos nosotros ese edificio para nuestra comisaría. ¡Qué envidia!

      Sus compañeros asienten en silencio, dándole la razón, y se lamentan de las diferencias de presupuesto que por desgracia ostentan los diferentes Cuerpos de Seguridad del Estado; de todos modos, como es algo que tienen asumido hace tiempo, no malgastan ni un minuto en tratar ese tema.

      La subinspectora saca el coche de la rotonda hacia donde le ordena la sugerente voz del navegador y, nada más hacerlo, la presencia de varios coches de la policía local con las luces de sus sirenas encendidas y bloqueando el acceso a la calle por donde parece que tienen que ir les confirma que han llegado a su destino.

      El equipo de policías se acerca con el BMW hasta la cinta policial que les impide el paso. Allí les detiene el gesto enfadado de un agente local, que visiblemente molesto se acerca a la ventanilla de Martina y, eso sí muy educadamente, se dirige a ellos:

      —Buenos días, señoras —está claro que no se ha fijado en Cid, sentado detrás—, por aquí no se puede seguir.

      Sin esperar respuesta, el policía local levanta la mirada hacia un compañero que controla la salida de la rotonda por donde acaban de acceder —y que les ha permitido pasar sin decir nada— y le chilla:

      —¡Coño, Paco! ¡Corta ahí, joder, que ahora tienen que dar la vuelta por prohibido!

      Leire se baja del coche y, antes de que se pueda dirigir al agente municipal, recibe una nueva reprimenda de este:

      —¡Señora! ¡Espere a que le indique, no se me baje del coche aquí!

      La inspectora saca su placa y se la planta delante al funcionario municipal; el cual, enfrascado en su tarea, tarda unos segundos en entender que está delante de una policía nacional. Leire le ayuda presentándose:

      —Soy la inspectora Sáez de Olamendi. Vengo con mi equipo para hacernos cargo de la investigación.

      El municipal vuelve a mirar el vehículo, extrañado de que no tenga ningún distintivo oficial, y solo parece confirmar la identidad de su interlocutora cuando ve a Cid, vestido con el uniforme corporativo. Se vuelve entonces hacia Leire y cambia radicalmente su actitud:

      —Perdone, inspectora, es que al no ver nada en el coche… —enseguida echa mano de la radio y avisa a su superior—. Jefe, los de la Nacional están aquí, se los mando.

      El agente levanta la cinta policial que les había detenido y espera paciente a que Leire vuelva a subirse al vehículo para avanzar hacia la zona acotada que les señala con la antena de la radio. Mediante esas señas les indica adónde tienen que dirigirse, vuelve a bajar la cinta policial y se da la vuelta para volver a increpar al tal Paco que, según su opinión, no está haciendo bien su trabajo.

      Martina acerca el BMW hasta donde les ha dirigido y lo estaciona a los pies de un señor menudo, trajeado, visiblemente estresado, y a quien, por su manera de dirigirse a los demás, identifican como el jefe aludido por quien les ha permitido pasar. Los tres policías nacionales se bajan del coche y se quedan delante de su nuevo interlocutor. Este, sin tener claro a quién de las dos no uniformadas tiene que dirigirse, les habla en plural.

      —Soy el subinspector Díaz, de la Policía Municipal de Coslada. Me van a perdonar, pero el inspector no se encuentra hoy aquí y soy yo el encargado de recibirles.

      Leire se adelanta a sus compañeros:

      —Hola, subinspector. Soy la inspectora Sáez de Olamendi, encargada del caso. —Y, sin ganas de dilatar más las presentaciones, va directa a su objetivo—: ¿Nos diriges?

      El subinspector Díaz la mira de arriba a abajo con poco disimulo, mostrando extrañeza, quizá porque se había hecho otra idea del responsable que se iba a encargar del muerto aparecido en su territorio. Hace un gesto de evidente resignación y, consciente de que eso no le incumbe, decide seguir con la misión que le han encomendado sus superiores directos:

      —Por supuesto. Acompáñenme por aquí, por favor.

      Gira sobre sí mismo y, mientras habla por la radio que sostiene en su mano derecha, echa a andar en dirección al edificio de enfrente.

      Leire le sigue en primer lugar y, ya a la entrada a la biblioteca, hace una señal a Martina para que la acompañe dentro, le pide a Cid que espere allí la llegada de sus compañeros junto al inspector de la científica, para que les pueda franquear el acceso hasta la escena del crimen.

      La inspectora, pendiente de todo, se hace una rápida composición del lugar antes de entrar. El edifico está bien señalizado con unas grandes letras corpóreas colocadas en la parte superior que indican que es la Biblioteca Municipal de Coslada. Es una construcción moderna, de dos alturas además de la planta baja, acristalada casi en su totalidad y perimetrada por una valla de hormigón que, desde donde se encuentran, solo permite el acceso al interior por la entrada principal. Es un bloque aislado de los colindantes, con zonas verdes a su alrededor, excepto por uno de sus flancos en el destaca otra edificación decorada con una curiosa pintura, muy colorida, y que se le antoja como una pobre imitación de un cuadro de Miró.

      Una vez en el interior de la biblioteca —porque el subinspector Díaz no les da tiempo a que fuera observen nada más— se encuentran con una decoración austera y unos espacios excesivamente amplios y muy bien iluminados gracias a la claridad que dejan pasar los enormes ventanales. La inspectora no se había imaginado un espacio tan atrayente para alojar un templo de la lectura.

      Por una ancha escalera ascienden a la planta superior, donde comprueban que el acceso a las salas de lectura está perfectamente controlado, ya que no


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