Ecofeminismo . Geraldina Ce´spedes Ulloa
en un texto de ecofeminismo reconocer esa sabiduría ancestral y proponer que nuestras teologías y nuestras espiritualidades se atrevan a beber de las fuentes de los pueblos indígenas, que nos enseñan a vivir cotidianamente una espiritualidad y una ética de la interrelación, el cuidado, la interdependencia y la sacralidad de la tierra.
Este es el aspecto más destacado que aborda el último capítulo, en el que planteamos la necesidad de concretar la visión ecofeminista con un nuevo estilo de vida y una nueva praxis transformadora. Para ello hay que crear espacios, desde la vida cotidiana hasta el escenario político y religioso, donde podamos evidenciar que es posible vivir y creer de un modo saludable para la tierra y para las personas.
San Cristóbal de Las Casas,
Chiapas (México), octubre de 2020
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Hombres, mujeres
y naturaleza:
unas relaciones desajustadas
Las dos formas en que se expresa con más fuerza el sufrimiento ecohumano son el grito de las mujeres y el gemido de la creación. Estos dos gritos nos urgen a buscar no solo una nueva práctica, sino también nuevas actitudes y nuevas formas de relación entre hombres y mujeres, y de estos con la creación entera.
Este primer capítulo parte de la realidad que atraviesa nuestro mundo en cuanto a la situación de las mujeres y al deterioro medioambiental. Pretende exponer y analizar cómo se manifiestan y se entretejen los dos grandes clamores que interpelan a nuestro mundo y que constituyen un desafío a nuestra fe. Se trata de una invitación a percibir los desajustes y situaciones de pecado que destruyen la vida de las personas y la vida del planeta.
Para ello, es necesario ver las cuestiones ecológicas y las cuestiones de género no como algo puntual o como un tema interesante que está más o menos de moda, ni tampoco como algo marginal en la existencia humana, sino como una cuestión crucial que atañe profundamente a todo el entramado del mundo. Desde una perspectiva creyente, vemos la irrupción de las mujeres y de los movimientos que buscan relaciones equitativas y de justicia entre hombres y mujeres como un signo de los tiempos. Tenemos que contemplar el surgimiento de una nueva conciencia de qué significa ser hombre y ser mujer como uno de los signos de la presencia del Espíritu en nuestro mundo.
Cuando nos acercamos al tema de las relaciones entre hombres y mujeres y de estos con la casa común, lo primero que percibimos es que estamos ante unas relaciones desajustadas que necesitan urgentemente ser sanadas y repensadas. En términos creyentes, estamos ante una situación de pecado, aunque todavía muchos hombres y mujeres no reconocen como pecado las prácticas androcéntricas y las formas sofisticadas de justificar la exclusión de las mujeres y otros colectivos, ni tampoco las formas propias que tenemos de contaminar, depredar y dañar la casa común.
1. Radiografía de un desajuste
a) Feminización de la pobreza: empobrecimiento de la tierra y las mujeres
Si tenemos en cuenta que la mayoría de nuestras sociedades son de cuño androcéntrico-patriarcal, no podemos hablar solamente de la brecha entre pobres y ricos, sino que también tenemos que hablar de otra brecha: la brecha de la pobreza entre sexos. Será a finales de los ochenta cuando se empiece a incluir la perspectiva de género en los análisis de la pobreza, llegando a la conclusión de que hay más mujeres pobres que hombres pobres en el mundo. Y no solo eso, sino que la pobreza afecta de forma diferente a hombres y mujeres. Incluir la categoría de género evidenciará que la pobreza que viven las mujeres es mucho más aguda que la de los hombres.
El concepto «feminización de la pobreza» –acuñado por Diana Pearce en su investigación Feminización de la pobreza: mujeres, trabajo y bienestar–, permite descubrir que existen factores que hacen que la pobreza afecte con mayor fuerza y frecuencia a las mujeres.
¿Cómo se manifiesta este fenómeno de la feminización de la pobreza en nuestro mundo? El primer dato que salió a la luz procede de la IV Conferencia sobre la Mujer en Beijing (1995), que afirmó que el 70 % de los pobres del planeta eran mujeres. Según ONU-Mujeres, de las personas que en el mundo viven en extrema pobreza hay 4,4 millones más de mujeres que de hombres. Los factores que contribuyen a esta desigualdad son, entre otros: la falta de autonomía económica de muchas mujeres; la brecha de ingresos, ya que ellas perciben salarios inferiores a los de los hombres; la distribución desigual de las responsabilidades domésticas y las tareas de cuidado (niños, enfermos, adultos mayores, etc.), que, en una sociedad patriarcal, son feminizadas, recayendo generalmente sobre mujeres, que no perciben por ello ingreso alguno.
Otra manifestación de la feminización de la pobreza es el ámbito de la educación, lo cual priva a las mujeres de una cualificación para acceder a mejores condiciones de empleo. De los 800 millones de analfabetos del mundo, un 70 % son mujeres. La educación tiene un fuerte sesgo de género, sobre todo en los países más pobres. El acceso a la escolaridad no es igual para los hombres que para las mujeres. Pero la desigualdad de género se manifiesta no solo en el acceso a la escolaridad, sino también en el logro del aprendizaje, en el tiempo disponible para estudiar y en las posibilidades de continuar la educación en niveles superiores, cuestiones en las cuales las mujeres –niñas y jóvenes– constituyen la población que menos se beneficia.
La feminización de la pobreza está relacionada con la falta de acceso de las mujeres a los recursos, lo cual las priva de los medios para superar las condiciones de pobreza y las mantiene en una situación de sometimiento y de dependencia económica. Veamos, por ejemplo, la falta de acceso a las tres «T» en las que el papa Francisco ha venido insistiendo constantemente como un derecho sagrado: tierra, techo y trabajo (así lo podemos constatar especialmente en sus mensajes a los movimientos populares en los encuentros realizados en distintos lugares, como el de Bolivia, Roma, California, etc.).
– Mujeres y acceso a la tierra. En el caso de las mujeres, esto se hace crucial, pues la propiedad de la tierra está en manos de los hombres, a quienes las familias consideran los principales herederos, quedando las mujeres despojadas de ese derecho. En el imaginario socio-cultural y en las legislaciones, usos y costumbres de muchos pueblos no está contemplada la herencia para las mujeres, sino solo para los varones. Aunque el Antiguo Testamento relata el caso de una legislación lograda por el reclamo de cinco muchachas, que exigieron a Moisés y a las autoridades del pueblo que se hiciera justicia y les fuera asignada la herencia que les correspondía tras la muerte de su padre (Nm 27,1-11), increíblemente todavía en el siglo XXI existen prácticas discriminatorias de las mujeres respecto a la herencia y a la tenencia de la tierra, así como también el derecho a créditos y a incentivos para la producción.
La falta de acceso de las mujeres a la tierra está ligada al tema crucial de la seguridad y la soberanía alimentaria. Al analizar la cuestión de la seguridad alimentaria con la lupa de género, se puede constatar que la disponibilidad de la cantidad y la calidad de alimentos que requiere una persona para vivir no está garantizada para las mujeres, pues en el hogar son ellas las que perciben menos cantidad y menor calidad de alimentos (véase, solo a modo de ejemplo doméstico, cómo se distribuye un pollo entre los miembros de una familia, según sean hombres o mujeres). También el patriarcado funciona sobre la base de tabúes y prejuicios alimentarios, por ejemplo, la creencia de que los hombres necesitan más cantidad y variedad de alimentos que las mujeres. El sistema androcéntrico-patriarcal, por lo general, también ha cargado sobre las mujeres las tareas de comprar, preparar y distribuir los alimentos entre los miembros de la familia, responsabilidades de las cuales los varones, normalmente, tienden a evadirse.
La búsqueda de la justicia de género ha de comenzar por el acceso a lo más elemental y universal, que es la comida. Sin embargo, en este ámbito se mantienen patrones sociales y culturales de cuño androcéntrico-patriarcal que llevan a que las mujeres sean la población más expuesta a padecer hambre, desnutrición o malnutrición. Existe una discriminación alimentaria que opera de modo sutil en cada hogar. Y la misma ha sido interiorizada, justificada y reproducida históricamente no solo por los hombres, sino también por las mismas mujeres.