La protohistoria en la península Ibérica. Группа авторов

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que lo que podemos extraer de ellas es que, a lo largo del siglo VI a.C., los griegos entraron en contacto con una región que hoy localizamos en el sudoeste de la península Ibérica a la que denominaron Tarteso; sin embargo, desconocemos si este término deriva del nombre que los griegos dieron a la región, si los indígenas que habitaban este territorio se definían culturalmente como tales o si realmente nos enfrentamos a un término exclusivamente geográfico o con connotaciones etnográficas; cuestiones todas ellas difíciles de resolver.

      Los estudios lingüísticos parecen otorgar un origen autóctono a la raíz trt, que podría derivar tanto del nombre de Tarteso como de Tarshish, nombre con el que quizá denominaron a este territorio los fenicios. Igualmente, no debemos olvidar que los datos transmitidos por las fuentes griegas son algo tardíos, aunque se considera a Heródoto buen conocedor de la realidad que narra por cuanto sus fuentes proceden de ambientes foceos que habrían establecido contactos con Tarteso. En este contexto se entienden los pasajes que narran tanto las relaciones que los foceos establecieron con Argantonio, rey de Tarteso, quien incluso les ofreció territorio para asentarse en Iberia y plata suficiente para construir una muralla que rodease la ciudad de Focea, como el viaje de Coleos de Samos, quien llega a Tarteso de manera fortuita arrastrado por un viento del Mediterráneo cuando este emporio todavía no había sido frecuentado por los griegos, lo que le reportó grandes ganancias al marino samio:

      Poco después, sin embargo, una nave samia –cuyo patrón era Coleo–, que navegaba con rumbo a Egipto, se desvió de su ruta y arribó a la citada Platea… Acto seguido, los samios partieron de la isla y se hicieron a la mar ansiosos por llegar a Egipto, pero se vieron desviados de su ruta por causa del viento de levante. Y como el aire no amainó, atravesaron las columnas de Heracles y, bajo el amparo divino, llegaron a Tarteso. Por aquel entonces ese emporio comercial estaba sin explotar, de manera que, a su regreso de la patria, los samios, con el producto de su flete, obtuvieron, que nosotros sepamos de cierto, muchos más beneficios que cualquier otro griego (después, eso sí, del egineta Sóstrato, hijo de Laodamante; pues con este último no puede rivalizar nadie). Los samios apartaron el diezmo de sus ganancias –seis talentos– y mandaron hacer una vasija de bronce, del tipo de las cráteras argólicas, alrededor de la cual hay unas cabezas de grifos en relieve. Esa vasija la consagraron en el Hereo sobre un pedestal compuesto por tres colosos de bronce de siete codos, hincados de hinojos. [Heródoto IV, 152]

      Después de la información aportada por Heródoto, las fuentes acerca de Tarteso se vuelven más difusas e imprecisas, pues únicamente se recogen en ellas las noticias aportadas por autores anteriores pero que ya no disponen de un lenguaje directo que permita dar un sentido y un significado acertado a este término. Quizá el único que se acerca a una descripción lo más acertada posible sea Estrabón (fig. 12), quien busca en la descripción de la Bética la correspondencia con referencias más antiguas, de ahí que asegure que el río que antes se llamaba Tarteso se llame en su época Bétis y que el término Tartéside se corresponda en su época con el territorio de los túrdulos (Estrabón III, 2, 33). Por su parte, los autores romanos son quizá los que más errores comenten al no transmitir una historia que conocen, sino una leyenda que dan por cierta. Es en este contexto en el que se inserta la identificación de Tarteso primero con la ciudad de Carteia, como nos transmite Pomponio Mela (Mela II, 96, 2) y después con Gadir, noticia que nos transmite Plinio (Plinio, Historia Natural IV, 120).

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      Fig. 12. Mapa de Estrabón (según Cruz Andreotti, 2010)

      Posteriormente, en la Ora Maritima, el poeta del siglo IV a.C., Rufo Festo Avieno, vuelve a identificar Tarteso con Gadir, si bien hay diferentes interpretaciones sobre esta cita, válida para algunos y rechazable para otros. Pero Gadir no atañería solo a una ciudad aislada, sino que abarcaría un extenso territorio donde se levantarían poblados de diferente importancia que conformarían un patrón de asentamiento que aún estamos lejos de configurar definitivamente. En este sentido, debemos recordar que tanto los griegos como los romanos se referían a Gadir en plural, Gadeira y Gades, respectivamente, lo que hace pensar que se trataría de una ciudad, a modo de capital, de todo un extenso territorio que los griegos denominaron Tarteso. Nunca se ha tomado en consideración la posibilidad de que la principal ciudad de Tarteso cambiase de ubicación con el transcurrir del tiempo, lo que podría justificar esa confusión. Gadir es el nombre que los púnicos de Cartago dieron a una ciudad ya floreciente que con anterioridad pudo haberse llamado Tarteso. No cabe duda de que es un tema espinoso. Es muy posible que los fenicios, como en la Antigüedad en general, debieron distinguir la urbe de la ciudad –algo que los romanos estructuraron perfectamente–, donde la primera se restringía al espacio intramuros, mientras que la ciudad abarcaría todo el territorio que la abastecía, con sus bosques, campos cultivables, canteras, puertos, etc. Así, podríamos entender el desarrollo del Castillo de Doña Blanca o la parquedad de hallazgos en la propia Cádiz. Por lo tanto, deberíamos entender Gadir ciudad como un territorio político que abarcaría más allá de la propia isla.

      La diversidad de lecturas y significados a los que atiende el vocablo de Tarteso ha provocado la compleja interpretación de este fenómeno. La dimensión del territorio de Tarteso es una de las cuestiones más debatidas, pendiente en todo momento de las alusiones recogidas en las fuentes clásicas. Sin embargo, apenas se tiene en cuenta que Tarteso pudo haber modificado sus fronteras políticas o su territorio de influencia cultural a lo largo de su historia. De hecho, parece evidente que el espacio primigenio de Tarteso fue variando y ampliándose a medida que avanzaba la colonización. En una primera fase, coincidente con la colonización fenicia, Tarteso ocuparía la costa sudoccidental de la península Ibérica, entre los ríos Guadiana y Guadalete, con tres focos de asentamiento principales: Huelva, con población principalmente indígena centrada en la explotación metalúrgica; la desembocadura del Guadalquivir, con escasa población indígena y de vocación agrícola y ganadera; y Cádiz, entendida como un amplio territorio que no se restringiría a la actual isla, sino a las tierras bajas bañadas por el Guadalete. A estas tres zonas principales se las denomina comúnmente como «núcleo tartésico». Sin embargo, a partir del siglo VII a.C., una vez afianzada la colonización y asentadas las bases económicas y culturales de Tarteso, se detecta una paulatina ocupación de las tierras del interior, fundamentalmente en las riberas de sus ríos principales, que culminará con la implantación de la cultura tartésica en un amplio territorio cuyo límite septentrional es el valle del Tajo, si bien su mayor influencia se hace notar especialmente en su desembocadura y en la cuenca media del Guadiana (fig. 13).

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      Fig. 13. Mapa del territorio de Tarteso.

      Otro dato a tener en cuenta es la profunda modificación geomorfológica que ha sufrido el paisaje en la costa sudoccidental, donde se han producido intensas aportaciones sedimentarias en los tres últimos milenios que han supuesto ganar un vasto espacio de terreno hoy ocupado por la marisma, pero que en aquella época conformaba lagos o estuarios. Así mismo, se han detectado subsidencias geológicas y catástrofes naturales que han borrado las huellas de algunos asentamientos costeros, circunstancias que nos obligan a considerar la importancia de algunos poblados que hoy se ubican alejados de la costa y que le otorgamos un valor espacial relativo, cuando en su momento debieron poseer un indudable alcance estratégico. Quizá los ejemplos más notables sean Coria del Río o El Carambolo, hoy varios kilómetros al interior del Guadalquivir, pero que en el momento de su fundación se hallaban junto a la costa. Al igual que el río Guadalquivir, el Guadalete desembocaba más al interior que donde lo hace en la actualidad, a la altura de la ciudad del Puerto de Santa María, otorgando al poblado fenicio del Castillo de Doña Blanca una importancia estratégica dentro de la bahía de Cádiz que, aunque aún no existen pruebas contundentes para asegurarlo, podría haberse correspondido con el Golfo Tartésico que nos mencionan las fuentes clásicas y que, tradicionalmente, se ha situado en la de­sembocadura del Guadalquivir. Por último, los ríos Tinto y Odiel, que hoy flanquean la ciudad de Huelva, también crearon una ensenada en su desembocadura que poco a poco se ha ido rellenando hasta formar la marisma donde se levanta la isla de Saltés, donde algunos historiadores han querido ver la ubicación de la legendaria ciudad de Tarteso siguiendo la descripción


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