La protohistoria en la península Ibérica. Группа авторов
Egipto, donde consigue conquistar su capital de entonces, Menfis. Por consiguiente, la intensificación de las fundaciones coloniales tenía como objetivo aportar la obligada tributación al imperio, pero también debió suponer una emigración masiva de gentes procedentes del Próximo Oriente hacia otros puntos del Mediterráneo para sacudirse el dominio asirio; de hecho, conocemos el exilio del propio rey de Tiro, Luli, y de toda su corte gracias a los relieves del palacio de Nínive, lo que a la vez hace pensar en que se trataría de una emigración dirigida por la nobleza tiria, capacitada e interesada en reproducir sus propias reglas y organización sociopolítica en las colonias levantadas.
El primer contacto de los fenicios con las comunidades indígenas parece que se limitó a intercambios comerciales que algunos han calificado como desiguales, aunque es difícil ponderar este asunto por cuanto no sabemos la capacidad de excedentes que manejaban los indígenas ni el esfuerzo económico que tuvieron que hacer los fenicios hasta fondear en los puertos del Extremo Occidente. Una vez regulado ese comercio, los fenicios procedieron a levantar pequeños templos y factorías en islas o pequeñas penínsulas junto al continente que servirían como referente en sus sucesivos viajes y como lugar de encuentro para los intercambios comerciales. Algunos de estos pequeños enclaves se convertirían a partir del siglo VIII en auténticas colonias desde las que se desarrollaría una política tendente a ocupar los territorios circundantes para asegurarse un área agrícola suficiente como para poder abastecerse de alimentos. El siguiente paso consistió en levantar ciudades amuralladas con templos, palacios y santuarios extraurbanos que servirían para marcar un territorio en el que ya estarían integrados los indígenas de la zona. El desarrollo urbano de estos lugares se completó con la construcción de puertos y caminos que favorecieran el transporte desde los lugares donde captaban las materias primas que necesitaban para su explotación comercial, por lo general ubicados en el interior. También se han podido documentar arqueológicamente zonas industriales de importancia, donde los alfares debieron jugar un papel significativo a tenor del elenco cerámico de tradición fenicia hallado en todo el sur peninsular; pero no menos importantes serían los talleres de orfebres, ebanistas, broncistas, etcétera.
Pero por muy fluida que fuera la emigración de gentes del Mediterráneo oriental hacia la península Ibérica, es difícil aceptar que fuera suficiente como para desarrollar la política colonial de buena parte de la costa occidental. La construcción de ciudades, puertos, caminos o industrias, así como el mantenimiento de un poder político y militar en tierra extraña, supondría un esfuerzo inversor de tal calibre que sólo con el apoyo y participación de los indígenas pudo haber sido viable. Además, el concurso de las comunidades indígenas debió ser vital para explotar los recursos mineros del interior y para proporcionar buena parte de los alimentos, al menos en las primeras fases de la colonización, por lo que el control de las vías de comunicación y de las comunidades afectadas debió estar en manos de una sociedad jerarquizada que, tal vez, es la que encontramos representada en las estelas decoradas del Bronce Final, que parece que siguieron ejerciendo ese control hasta el periodo tartésico, pues no olvidemos que siguen apareciendo incluso en el mismo núcleo geográfico, si bien con un significado ya alterado por las nuevas relaciones de poder. Al mismo tiempo, con el objetivo de organizar la intensa actividad comercial, debió existir una clase dirigente sobradamente legitimada como para desempeñar el poder político y religioso que necesitaba una empresa de esa envergadura. Es lógico pensar que los colonizadores importarían su modelo de ciudad-estado de Fenicia para organizar sus colonias; pero también parece obvio que los indígenas conservarían el control del territorio e incluso la representación del poder político bajo el sostén de los colonizadores, quienes pudieron propiciar los matrimonios mixtos entre sendas clases dirigentes para tener un mayor control político de Tarteso; así, quizá, podemos entender la figura de Argantonio. Una vez afianzadas las colonias fenicias y resueltos los mecanismos de reciprocidad con las comunidades indígenas, comenzaría una fase de expansión y de diversificación económica en la que ya participarían de forma activa los indígenas, lo que a su vez propiciaría una mayor integración en el territorio y la explotación activa de la agricultura, donde no parece haber dudas sobre la participación de ambas comunidades a tenor de los diferentes ritos que se aprecian en las necrópolis de la zona.
La riqueza de las colonias fenicias en la península se generaría, fundamentalmente, por la adquisición y comercialización de nuevos productos deficitarios en el resto del Mediterráneo, como el oro o el estaño, pero también por otros elementos que debieron salir de los talleres de las colonias, sin olvidar los elementos agropecuarios. Además, los fenicios de Occidente dejarían muy pronto de aportar los tributos que les exigía el Imperio asirio, por lo que revertirían esos gravámenes en las colonias, lo que supondría una sustanciosa inversión que propulsaría el desarrollo de las zonas afectadas y que redundaría en la mejora urbana de las ciudades y en la monumentalización de sus palacios y templos. A una distancia tan considerable y con el Mediterráneo de por medio, poco debían temer los fenicios de occidente del poder de los asirios, aunque es posible que les obligara a corregir algunas rutas comerciales, probablemente mediante un acuerdo con los foceos, quienes por esa época también habían comenzado una agresiva política de colonizaciones por buena parte del Mediterráneo; de ser así, se entendería perfectamente la ingente cantidad de productos griegos hallados en la península a partir del siglo VII a.C.
La presencia fenicia en la península Ibérica podría dividirse en tres espacios geográficos bien definidos: la costa mediterránea, donde hay claras diferencias entre los asentamientos de la costa andaluza, la levantina e Ibiza; la costa atlántica, donde se engloba el norte de Marruecos y el oeste de Portugal; y Tarteso. Pero también en tres etapas cronológicas diferenciadas, principalmente, por el modo de contacto detectado entre fenicios e indígenas. Como es lógico, el tipo de asentamiento que practicaron los fenicios en la península Ibérica estuvo directamente relacionado con el grado de permisibilidad de las comunidades indígenas que los recibían, pero también con los intereses comerciales de las zonas que querían explotar; por ello, quizá se ha utilizado con demasiada elasticidad el término de colonias, cuando en algunas ocasiones no se trata más que de factorías o asentamientos consentidos que en nada tiene que ver con auténticas colonias, donde deben entran en juego componentes estructurales básicos como el desarrollo urbano del asentamiento. También hay que tener en cuenta que algunos de los lugares elegidos por los fenicios para asentarse se hallaban más despoblados de indígenas que otros, lo que facilitó su arraigo, mientras que otros carecían de suficiente atractivo económico como para invertir en su desarrollo. Estas circunstancias justifican el rosario de asentamientos en la costa mediterránea, sin que se atisbe el dominio de un territorio amplio bajo su control; por el contrario, parece cada día más obvio que los fenicios encontraron un ambiente mucho más favorable en Tarteso que les invitó a establecerse e involucrarse definitivamente en su territorio.
El modelo de asentamiento fenicio presenta un desarrollo muy característico y homogéneo que reproduce el patrón de la metrópolis. De ese modo, los fenicios buscaron por todo el Mediterráneo lugares en alto o promontorios localizados junto a las desembocaduras de los ríos, ubicación que les permitía el abastecimiento de agua dulce, la rápida y más segura conexión con las tierras del interior, el control efectivo sobre el territorio circundante, así como la explotación de las fértiles tierras de vega que los ríos configuran junto a sus cauces. Así mismo, el lugar elegido para el establecimiento de sus necrópolis es característico de este patrón de asentamiento, pues en los casos que conocemos, los establecimientos aparecen situados al otro lado del cauce del río, a escasa distancia del lugar de ocupación, una circunstancia que también se documentan en la metrópolis de Tiro. A este modelo de ocupación podemos sumarle la construcción de barrios fenicios en asentamientos indígenas, pero también conocemos ciudades fenicias, caso de Doña Blanca, con población indígena, una relación que surge de un interés mutuo por la explotación de los recursos de la zona y que únicamente puede llevarse a cabo con el consentimiento de la población local.
Según la tradición recogida de los historiadores antiguos, la primera colonia fenicia fundada en el extremo occidental del mar Mediterráneo fue Gadir, la actual Cádiz, noticia que Estrabón, geógrafo griego del siglo I a.C. toma de Posidonio, y que nos la transmite en su libro III de la Geografía del siguiente modo:
Acerca de la fundación de