Segundos de miel. Juan Pablo Aparicio Campillo

Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo


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      Un taxi parece que dejará a una señora mayor. Ella tarda en salir y me estoy empapando. Por fin subo al coche. Seguimos hasta Velázquez, bajamos por Goya y subimos Génova hasta Santa Engracia. Después, todo seguido hasta la altura de García de Paredes.

      Miro absorto tras los cristales del coche mientras reflexiono acerca de cómo nuestra época ha recibido muchos calificativos (modernidad, progreso). Podría considerarse como aquel periodo de la existencia en el cual el hombre parecía mirar a su mundo y a sus semejantes siempre con un cristal de por medio. En la radio del taxi suena una de mis composiciones favoritas, Year of the cat. Tengo la impresión de que el hombre no inventa música, la encuentra. El músico, el artista en general, vive pegado a ese mundo del genio, que existe en otro plano y que guarda secretos formidables. A veces nos revela alguno a través de cualquiera de sus obras y, entonces, gozamos como con ninguna otra experiencia terrenal.

      Mis pensamientos recaen también en lo importante que es el contacto humano que estamos perdiendo. Nos mostramos cada vez más fríos con nuestros semejantes. Vuelvo a los cristales: ventanas en las casas, en los coches, en las farmacias, en las oficinas, los bancos, las taquillas de teatros y cines; ventanas sofisticadas con vida propia, como la televisión y el ordenador.

      Contamos con la posibilidad de acceder a nuestro prójimo de forma global, rápida y cómoda, conectándonos a internet. Tener la información más exhaustiva posible acerca de un ser por el que a veces no mostramos otro interés que el derivado de su rentabilidad económica o su posición social.

      Hemos llegado. Pago y dejo el taxi y deseo una buena noche al conductor. Por cansados que vayan, siempre agradecen un gesto de buena voluntad en forma de amable despedida y el agradecimiento a su trabajo. Sigo tarareando El año del gato. En el horóscopo chino soy gato, qué casualidad.

      Pulso el telefonillo y me abren sin preguntar. Subo al segundo piso. Me recibe una chica cariñosa y bastante rellena, la cual me invita a entrar en una salita donde hay una camilla arrinconada. Dice que enseguida me atienden. Ojeo el tomo cuarto de una enciclopedia incompleta y ya desfasada; aún existen Checoslovaquia, la Unión Soviética y otros países hoy divididos. Entra una chica morena. Parece latinoamericana. Viste bata blanca. Me saluda sin mayor simpatía y me dice si lo quiero completo. Le digo que siempre me lo dan integral, pero que hoy tengo especialmente fastidiada la espalda. Esto último me da la impresión de que le trae al pairo.

      Me invita a acompañarla a otro cuarto. Dejo el libro y cambio de estancia. El lugar es silencioso al menos. En la habitación solo hay una cama de ciento treinta centímetros de ancho y muchos espejos. No tiene sábanas. Sobre el colchón, unas toallas dobladas.

      No sé dónde me he metido, pero tampoco estoy violento ni angustiado. En tantos años de dar y recibir masajes he pasado situaciones que objetivamente podrían calificarse de embarazosas. El primer curso de quiromasaje que seguí me permitió perder el pudor, recato siempre atenazante y alimentador de inseguridades. Desde ese momento comencé a sentirme crecer como persona. Hasta entonces vivía como mutilado, pues el encarcelamiento de mi sensibilidad afectaba a una importante faceta de mi necesidad de expresión, reducía a la nada el contacto que quería ofrecer y recibir. Lo sentía incluso como algo irrespetuoso hacia las mujeres y repulsivo hacia los hombres.

      La muchacha me pide que le pague antes y me hace sentir algo incómodo; no creo llevar aspecto de caradura. También resulta más caro de lo habitual, pero accedo sin mayor problema. Ella sale de la habitación. Supongo que ya puedo desnudarme y tumbarme en la cama. Extiendo la toalla grande y me acuesto boca abajo con los brazos extendidos, en situación de absoluto reposo.

      Entra la masajista, aunque podría haber sido cualquier otra persona, pues no abro los ojos. Relajo mi mente y mi cuerpo. Pongo mis sentidos a flor de piel y espero a que sean regalados por unas manos firmes y calmantes.

      Ha empezado por los pies. No es muy ortodoxo, pero tampoco me importa. Agradezco cualquier cosa, sobre todo si se pone algo más que profesionalidad. Me siento complacido cuando recibo un poco de esa energía que pertenece solo a nuestro plano espiritual, nuestro lado generoso. No hay otra forma de comprender la necesidad del paciente. Pedro y Rosa saben qué es. No he encontrado a otros que reúnan esa técnica y pasión por curar. Dejo que el cuerpo se vuelva algodón, que la mente flote a su alrededor y fluya con libertad. Escucho mi respiración, el abdomen sube y baja como el de un bebé. La relajación dura muy poco; algo no va bien.

      Mis ojos se han entreabierto y los sorprendo clavados en el espejo de la derecha. La muchacha, en cuyas manos he preferido no reparar, pues no sabe nada de quiroterapia, está encima de mí casi sin apoyarse. Mi cuerpo es la tierra; el suyo, el cielo abovedado tal y como concibieron nuestro universo algunos pueblos antiguos. En esta postura realiza movimientos de atrás hacia delante y vuelta. Tiene los senos desnudos y son estos con los que me acaricia la espalda.

      No puedo relajarme así; esto no es lo que yo buscaba. Ni siquiera estoy preparado para salir airoso de la situación entregándome a una aventura de prostíbulo que quizá años atrás me hubiese venido hasta bien.

      Me produce pena la película que veo en la cámara-espejo de la derecha. Pido a la chica que pare y continúe con sus manos, pero está visiblemente desmotivada. No sabe qué más hacer con ellas. Está cansada de pasarlas sin sentido de un lado a otro. No hay vida en ellas, pero tampoco en quien las ordena.

      La invito a que sea ella la que se tumbe. Yo le daré un masaje. Es a mí a quien le hacía falta recibirlo, pero cuando la persona que te toca, o trata al menos de acariciarte, no pone vida en sus movimientos es como si lo hiciesen con un frío y basto guante de plástico. Prefiero relajarme de forma activa y ella accede. Bueno, creo que accedería a cualquier cosa, pues ya veo de qué va esta historia. Le pido una crema cualquiera, si es posible que no se absorba demasiado rápido. Comienzo mi manipulación, aunque no tengo la mente vacía. Una vez más me quedo sin ser acariciado y masajeado con la dulzura y firmeza que anhelo desde la infancia, a la que durante estos ratos a menudo regreso.

      Recorro su espalda presionando de abajo hacia arriba con las palmas de mis manos y hago girar los pulpejos de mis diez dedos, ofreciendo un primer amasamiento a sus músculos. Pienso en muchas cosas de manera fugaz, señal de que no estoy en armonía. De forma especial reparo en la idea de esclavitud, seguramente evocada por la mezcla de obligada sumisión que veo en ella y en su cuerpo mulato, que bien podría representar tantas escenas de películas de negreros, dueños de seres humanos y traficantes de dignidad. ¿Quién no se ha estremecido con escenas de sexo y trabajo a los que eran obligados aquellos desdichados?

      Mis manos han mecanizado sus movimientos y no se han detenido, son muy profesionales, pero la mente está a otra cosa. Persiste en la idea de que tengo ante mí a una esclava del siglo xxi.

      Creo que la esclavitud aún existe. El hecho de que, en circunstancias como aquellas, paguemos ahora un precio más alto o bajo no excluye el carácter dominador que imprimimos a nuestras acciones. Siempre faltaría el necesario concurso de la voluntad por parte de quien ha de realizar lo que queremos. Es necesario un cambio de actitud hacia quien consideramos inferior y, en tanto no renunciemos a aprovechar y abusar de nuestra posición de superioridad cuando gozamos de ella, será difícil que los esclavos desaparezcan del todo.

      Ahora sí detengo las manos. Termino una muestra de lo que ella debiera saber hacer. Le explico algunas manipulaciones sencillas para que haga a sus clientes (ya no les llamo pacientes, aunque quizá estos sean enfermos que precisan mayor atención que los otros). Mi alumna se muestra algo complacida. Si no fuese por lo que ha de hacer ahora, probablemente hasta habría sonreído. Sin mediar palabra, coge un preservativo y se dispone a abrirlo. Nuestros cuerpos están ahora más cerca, forman un perfecto mestizaje de blanco y moreno.

      Le digo en tono seguro que no voy a hacer el amor con ella, que no he venido con este fin. Ella no suelta el sobrecito, su seguro de enfermedad. Está desconcertada, pero no se fía ni de su sombra. Añado que, en realidad, lo que hacen con ella es una violación, solo que en lugar de ponerle una navaja en el cuello utilizan un arma mucho más dañina, que ataca el interior de las personas: se exprimen las debilidades que provocan las situaciones de necesidad. Le pregunto qué tiempo nos queda. Solo diez minutos.


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