Segundos de miel. Juan Pablo Aparicio Campillo

Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo


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y García de Paredes. No tiene mucho trabajo y prevé que saldrá antes.

      Vamos al VIPS de López de Hoyos. Me veo aquí sentado, conversando con esta persona que vive de la prostitución. Viste bastante normal, no llama la atención. Es más bien pequeñita. Hasta ahora no me había fijado en su estatura.

      Me resulta algo difícil entablar conversación. Empiezo por decírselo así y me disculpo de nuevo por remover sus sentimientos familiares y anhelos, pues comprendo que le recuerdan, siempre inoportunamente, lo que es llevar una vida normal.

      Van brotando ciertos temas. Me cuenta cómo un tipo la llamó puta y zorra y que no pudo contenerse, así que tuvo que echarle. Su jefe es abogado, según dice él (vaya, pienso yo), y Sara afirma que se beneficia a todas y cada una de las chicas que entran a trabajar en la casa. Ella no ha accedido. Solo lo hará si paga como los demás clientes, pero, como es un tacaño increíble, de momento se va librando. Me cuenta que no son pocos los que la hacen llorar y curiosean sobre su vida personal y familiar, pero que luego su interés no va más allá. Se reduce a un vil cotilleo, un intento de hacer menos indigno para ellos ese momento.

      —Si pudiera traer a mi hermano… Él sí me ayudaría con lo de mis padres y todo lo demás. Es un chico que vale mucho. Es informático y también ha trabajado en la construcción y otras cosas.

      Yo hablo algo de mi vida. Ella sigue contando que, además de la discoteca, también tiene la ilusión de estudiar y aprender a dar masajes porque quiere ser una especie de médico, de terapeuta, con papeles y todo. Añade que se lo prometió a su madre.

      —Por lo que me dices, creo que de lo que te han hablado es del título de fisioterapeuta. Antes de hacer planes de ningún tipo deberías saber que es difícil acceder a esos estudios. Tienes que hacer exámenes y lo más importante es que tendrías que haber obtenido antes unos títulos que no tienes.

      Ella baja ligeramente la cabeza en señal de resignación. Para animarla, la informo de que, si le gustan las terapias naturales y la quiropráctica, existen en la ciudad algunos centros muy serios donde la prepararían para ser una buena masajista y no necesita tanto requisito académico que no podría cumplir. Le digo que es un oficio que exige mucha prudencia, pero que es una profesión de la que se puede vivir muy desahogadamente y hacer mucho bien a los demás.

      Se alegra con la conversación, pero siempre parece toparse con el muro de la realidad que vive. Eso interpreto con su mirada, pues sus ojos se encienden por momentos, pero se funden durante largos minutos después. De todas formas, no conviene seguir esta conversación. Al fin y al cabo, mañana tendrá que volver a ese sitio con personas que se apropian de su dignidad y sus sentimientos.

      No puedo ocultar que me ha invadido una gran curiosidad por escuchar historias de prostíbulo. Historias del hombre que padece, de mujeres que guardan férreamente sus debilidades y solo allí se sienten seguras. Jóvenes indecisos, mayores que se juegan la vida con una píldora en el bolsillo que les devuelve por un rato su virilidad. Pero esa misma curiosidad me provoca una angustiosa pinza en el estómago al observar la más sucia intimidad de cada uno a través de las ventanas por las que Sara me ha permitido mirar. En ráfagas de pensamiento, he inventado mis propias historias con la esperanza de que sean corroboradas o enriquecidas por ella, un personaje privilegiado de esas páginas oscuras de la vida. La tormenta ha pasado. Ella no ha notado que yo quisiera indagar más sobre su vida. Todo ha quedado en mi interior. Confío en que las personas siempre podamos mantener opacos los pensamientos negativos y que estos transcurran por nuestras maltrechas cabezas a la velocidad de la luz y muy escondidos, pero sobre todo que se esfumen para siempre. Haber tenido esa inquietud, por momentánea que haya sido, no me hizo bien.

      Sara habló con sus amigas acerca de esta cita. Dice que todas estaban intrigadas. Ella se hubiera marchado a los treinta segundos de espera en aquella esquina, pues de ninguna forma pensaba que yo acudiría. Fui tan puntual que no tuvo opción.

      Me intereso por su tranquilidad en este momento. Ella asiente en un gesto de conformidad que me basta para entender que no ha estado incómoda hablando conmigo.

      De su consumición bebe solo un poco. Es una persona apagada. Da la impresión de que todo su pasado reciente, el momento que vivimos y el futuro inmediato no existan en su idea de vida. Muestra una actitud ausente; puede que su espíritu esté gozando de la esperanza de tener una granja allá en su pueblo y de una familia, de una vida de normalidad y amor.

      Se ha hecho tarde. Vamos hacia la plaza de Atocha. De allí salen los autobuses que cada día la llevan hasta Getafe, que es donde vive, en un piso que comparte con otras amigas. Nos decimos adiós con un beso y le pido que me tenga fe y no dude de que la ayudaré.

      Al descender del coche me dice que le gusta mi sonrisa. No ha habido ninguna clase de declaración de amor ni angustia. Ayer noche me preocupé sin motivo.

      Le daré sus tres mil dólares para que termine con una de sus pesadillas. No sé de dónde los voy a sacar con las deudas que tengo contraídas. Si alguien se entera de esto, me encierran en un psiquiátrico.

      De camino a casa recibo una llamada de mi suegro para saber si no tendría mucho problema en ir a ver a un amigo suyo que ha sufrido el síndrome de la pedrada en el gemelo. Ya conozco al sujeto; es el rigor de las desdichas en cuestión de lesiones. Voy a verle a su casa y le aplico un tratamiento. Cuando termino con él quieren que me quede a cenar y no sé mantener mi negativa. Me lo ponen de tal manera que solo me queda una salida de mala educación que no deseo tener. Me quedo a cenar y charlar acerca del golf, que es lo que le fascina y ocupa sus mañanas de merecida jubilación. Por fin, hacia las doce y media, me devuelven la libertad y, como pájaro con la puerta de la jaula abierta, salgo volando al coche.

      Contacto, calefacción y música. Escucho Lord is it mine: «… Sé que hay una razón por la que necesito estar solo. Tú me enseñas que hay un lugar silencioso donde puedo encontrarme con mi ser». Para mí dice eso y el lugar lo conozco. Estuve allí de pequeño con papá.

      Llego a casa sin ganas de nada. Elena ya está acostada como casi siempre. Hace demasiado que no hay mimos desinteresados por parte de ninguno. Solo ocurren en la antesala de hacer el amor y lo estricto para cubrir el necesario trámite que lleva al gran momento.

      Tardo en dormir. En estos dos días he cavilado a menudo acerca del trabajo que puedo buscarle a Sara. Hay un problema difícil de superar. Una remuneración como la que ahora obtiene por sus favores es imposible en un puesto no cualificado.

      IV

      Es temprano, las seis y media. Aunque tengo dolor de cabeza, decido salir a correr un poco. Mi mente reposa al hacerlo y el cuerpo se siente feliz y agradecido. Las emociones también descansan y, entonces, la casa está limpia para que su regio inquilino regrese.

      A menudo siento el impulso de echar a correr mientras camino por la calle. Me encuentro más natural corriendo que cuando ando. Incluso algunas veces veo extraño que la gente camine. Es como si vivieran más despacio y fuesen por ello a llegar tarde a su destino. Pero mi impulso no tiene nada que ver con la tensión que vivo. Es la fuerza del espíritu la que me empuja. Los saltos, las carreras y demás movimientos rápidos y enérgicos se predican de los estados de euforia. Dejarse caer en el sillón, caminar despacio y de forma pesada se concibe en estados más próximos a la tristeza del alma. Siento que mis ganas de correr, en cualquier circunstancia y lugar, son producto de una fuerza que excede mis limitaciones físicas y muchas veces hasta las disimula. Son producto de las ganas que tiene mi alma de hacer volar este cuerpo tan material.

      En verdad, no sé si es mi espíritu quien me llama a ello o es precisamente correr lo que provoca que me conecte con él dondequiera que esté. No he reflexionado mucho sobre tal cuestión. Tampoco he tenido la necesidad. Lo verdaderamente importante para mí es que cuando lo hago siento un inmenso placer interior, me embarco en un viaje fascinante que me gustaría saber compartir.

      Nunca he salido a correr enfadado o desanimado. Es fácil comprobar que no se puede. No conozco a nadie que lo haga. Una de las experiencias más parecidas que pueden verse en este sentido es tomar un baño en el mar. Jamás he visto a nadie zambullirse colérico y, menos aún, salir


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