Segundos de miel. Juan Pablo Aparicio Campillo

Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo


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es muy tarde para mí. No puedo mentir en casa ni puedo dejar a Sara con ese estado de congoja que adivino. Le pregunto dónde está y le pido que me espere unos minutos.

      Termino inventando una excusa frente a Elena para volver al despacho a estas horas.

      Otra noche desapacible, pero basta entrar en el coche y poner la calefacción y la música para darse cuenta de los privilegios de que gozamos los menos pobres de este planeta. Conduzco unos diez minutos hasta llegar a ella. Parece recuperada, tanto que me hace dudar de su necesidad. Sara ha aguantado el tipo en la calle mientras yo llegaba, pero pronto se desmorona entre sollozos. La veo afectada. Creo que debo llevarla al médico, pero se niega con una fuerza que asusta. Antes de empeorar su estado con una discusión, prefiero acceder a su negativa y llevarla a su casa.

      En el trayecto no pronuncia palabra, salvo para darme las mínimas indicaciones de ruta. Aunque no deja asomar una lágrima, sé que llora. Me guío por la intuición, pues estoy algo desconcertado. No quiere conversar. Voy conduciendo y no puedo acompañarla o acariciar su mano para consolarla. Dejo que la música lleve a sus sentidos notas de alivio y amor que yo no sabré dirigirle. Estoy convencido de que Mahler lo pretendió cuando creó sus canciones del niño y, desde luego, el efecto sedante es palpable en Sara: su sensibilidad ha brotado con una fuerza que no conocía hasta ahora en ella.

      Llegamos hacia las once y media. Aún no han vuelto las otras compañeras del piso sexto del destartalado bloque donde vive. Me pide que no la deje sola esta noche y es una petición que me mata porque no me siento capaz de negárselo, pero estoy muy intranquilo por Elena.

      Sara permanece en silencio. Está agarrada con fuerza a mi brazo. Se acuesta en su cama, reposando la cabeza sobre mi pecho. Quizá es un acto reflejo propio de los recién nacidos, que buscan el tamtam que les acompañó durante su gestación. Dicen que el sonido de los latidos del corazón calma sus males porque les trae el recuerdo de sus mejores tiempos.

      Presiento que le haría bien escuchar un cuento. Esta noche Sara es un poco hija mía. El otro día inventé una historia sobre un cordero y una gambita. Quizá la encontré entre las nubes mientras hacía el viaje de vuelta en el avión que me traía de Oviedo:

      «Por la ladera de un monte que bajaba suavemente hasta la playa se extendía un pequeño prado donde vivía un corderito. Su única ocupación era la de pastar y pastar, pero lo que en verdad le gustaba era recostarse en la hierba, dejarse caer sobre sus patas delanteras y contemplar el movimiento del mar.

      Disfrutaba imaginándose a lomos de la espuma blanca y viajando a otros prados; pero sabía que eso nunca sería posible. Ya desde más pequeñito sus padres le mostraron cuál era su destino. Le decían: “Come y engorda mientras puedas y no te preocupes de otras cosas, pues de nada te servirá. Aprovecha en tanto no vengan a por ti”. Con el tiempo comprendería su significado. A pesar de ello, él nunca faltaba a su cita con el mar porque allí creaba todos sus sueños.

      Una noche de luna llena reposaba el corderito junto a la cerca que separaba el prado de su playa. Cualquiera diría que Rublete practicaba la meditación contemplando el monótono romper de las olas que terminaban en la arena.

      Al incorporarse para volver al cobertizo, vio cómo la última ola había arrastrado tras de sí una forma minúscula que parecía jugar con ella. Rublete volvió a agacharse y, con los ojos bien abiertos, se dispuso a vivir aquella escena con gran atención. Se trataba de una gambita que bailaba graciosamente en las olas y, lejos de su banco, desafiaba al mismo Neptuno. Se bamboleaba y saltaba bien alto, dejando ver su delicada silueta en el aire, y después se zambullía nuevamente en el mar. Así largo rato hasta que desapareció.

      “¡Cómo me gustaría divertirme así!”, decía Rublete. Todas las noches de luna llena la gambita acudía fielmente a su cita y el corderito asistía nervioso a ese bello ritual.

      Pero una noche la simpática función tendría otro final. Sucedió que, al intentar zambullirse nuevamente mientras el agua replegaba, la gambita dio con sus antenas en la arena. Aquel diminuto ser brincaba, ahora torpemente, lejos de su medio. No flirteaba con el agua, se retorcía en la playa. Incapaz de salvar su vida, veía alejarse la marea.

      Rublete no entendía qué estaba ocurriendo, pero presentía que algo no iba bien. Tenía que ayudar a su amiga. Se incorporó, tomó impulso y saltó. Los pinchos del alambre de acero que rodeaban el prado le recordaron que nadie antes había osado atravesar la cerca.

      Magullado, mordido en su piel por tan mortal impedimento, la traspasó soportando el desgarro que producían los espinos de acero en su carne.

      Una vez liberado del tormento, se apresuró a asistir a la gambita, cuya minúscula figura quedaba tendida en la arena. No sabía qué hacer. Instintivamente daba pataditas al cuerpo inerte hasta que con una de ellas consiguió dejarlo próximo a la resaca de espuma.

      Permaneció un momento con la vista fija en el punto de luz de luna que reflejaba el caparazoncito ya mojado, devuelto a su medio. Había calma, pero también pena. Había llegado tarde. El reflejo de luna también recorría sus patas, dibujando pequeñas y brillantes burbujas a su alrededor. Sin darse cuenta, tenía las patitas en el agua.

      En aquella noche clara, una lágrima cayó desde sus ojos. Levantó la vista hacia la blanca esfera y luego se giró rumbo al cercado.

      Apenas Rublete hubo movido la primera patita, sintió en la otra un leve cosquilleo que al principio le sobresaltó, pues cada experiencia en el mar era nueva para él. Miró buscando una explicación y apreció unos preciosos ojitos negros que le miraban y unas finísimas antenas que se agitaban con fervor.

      ¡Era la gambita! Le daba las gracias por su ayuda. Rublete bajó en ese momento la cabeza hasta poder apreciar mejor la belleza de la gambita y fue esa cercanía la que aprovechó aquella para acercarse hasta su hocico.

      Después desapareció rápida como cada una de las otras noches en las que, sin saberlo, había sido celosamente guardada por su salvador.

      Era momento de volver al prado. Rublete se estremeció pensando en el suplicio que le tocaba de vuelta, pero otra sorpresa le esperaba. Las espinas no eran clavos punzantes; eran ahora brillantes y pequeñas guirnaldas que formaban un arco generosamente iluminado por la luna que invitaba al corderito a reentrar en su prado. Al atravesarlo, todas sus heridas y rasguños quedaron curados y cicatrizados. No mostraba señal alguna de la terrible experiencia sufrida, sino felicidad.

      Los días de Rublete ya no serían lo mismo. Todas las noches de luna llena, cuando se acercaba a la valla, se reproducía el milagro del arco luminoso. Se dirigía contento hasta la playa, pues allí esperaba la juguetona gambita, siempre tan puntual como revoltosa.

      Con su natural encanto solía atraer la atención y los movimientos de Rublete hasta hacerle entrar en el agua, de forma que las olas cubriesen sus cuartos traseros por completo. En esa profundidad el cordero se movía con mayor dificultad y esto buscaba la gambita con el fin de saltarle alrededor y dejarse llevar por la ola hasta chocar con sus patas. Otras veces se sumergía y aparecía por detrás del cordero hasta que Rublete se percataba de ello y miraba por entre sus patas delanteras, agachando la cabeza hasta casi tocar el agua.

      En esa postura siempre recibía el susto de una ola que le empapaba la cabeza. Se sacudía enérgicamente y cuando terminaba de reponerse, furioso, aquellos ojitos negros le miraban con amorosa dulzura y despejaban su cólera.

      El juego apenas duraba unos minutos, pero permanecía en la mente del cordero hasta el siguiente encuentro y animaba su imaginación y sus días de rutinario engorde.

      Al despedirse repetían el gesto de la primera noche. Rublete arqueaba su cuello para acercar el hocico hasta la altura que la gambita podía alcanzar con su salto. Esta lo besaba y entonces se zambullía del todo y se marchaba.

      En aquel tiempo Rublete era feliz. Comía como ninguno de sus compañeros de prado. Paseaba con una energía impropia de su condición. Estaba cada vez más fuerte y saludable. Adelantó su mocedad hasta el punto de que los dueños le visitaban a menudo para sopesar sus carnes y le dedicaban amplias sonrisas, para él desconcertantes.

      Sucedió


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