Segundos de miel. Juan Pablo Aparicio Campillo

Segundos de miel - Juan Pablo Aparicio Campillo


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las demás. Nadie en la granja comprendía la inmensa melancolía que reinaba en el alma de aquel corderito, antes tan soñador, luego tan feliz y ahora tan abatido. Pero lo que sí veían era que rara vez abandonaba ya el cobertizo, fuese noche o día, y comprobaban que su fortaleza se tornaba en debilidad y se moriría sin servir a su destino.

      Llegaban las fiestas de Navidad y, ante el temor de que adelgazase y quedara convertido en huesos por los que nadie pagaría, Rublete fue llevado al mercado.

      En ese pueblecito de la montaña se cuenta que la vida de un hombre cambió a partir de esa Navidad, durante la hermosa noche de luna llena del día 24.

      En la casa se había preparado, una vez más, la gran fiesta de Nochebuena, en la que no podían faltar ricos manjares. Le gustaban tantos los mariscos que era capaz de devorar una fuente él solo. Pero esa vez no pudo ingerir más que una simple gamba. Se la llevó a la boca y, mientras se apuraba quitando el caparazón de otra, la primera llegó a su estómago, saciándolo de tal manera que dejó la que había cogido y, ante la mirada atónita y preocupada de sus familiares y amigos, dijo: “¡No puedo comer más!”.

      Después de atenderle unos minutos y no ver síntomas raros en él, decidieron traer el segundo plato. Parecía que su estómago sí admitiría un poco de carne y, así, se sirvió unas mollejas que le supieron muy ricas. Sin embargo, tan pronto los primeros pedazos alcanzaron su fondo le provocaron grandes retortijones al pobre hombre.

      Hubo que tumbarle en el suelo, limpiarle el sudor y tranquilizarle. ¡Qué dolor de tripa! Estaba pálido y su vientre se movía como si tuviese enanitos saltándole.

      El médico solo pudo darle un calmante y, cuando se diluyó su efecto, la extraña sensación apareció de nuevo.

      Así hasta la siguiente luna nueva.

      Jamás se supo el origen de su desgracia y, por tanto, el remedio para su curación. Sin embargo, cada noche de luna llena en la que reaparecía ese malestar, una fuerza misteriosa y reveladora le conducía hasta la playa, cerca de la orilla. Allí se tendía boca arriba para contemplar la hermosura de la luna y, aunque los saltos en el interior de su estómago se hacían más patentes, lo cierto es que no le molestaban, incluso le hacían reír; pero sobre todo encontraba el alivio que ni médicos ni sanadores eran capaces de proporcionarle.

      Nadie se atrevía a acercarse en semejante trance, pero dicen que en esas noches, cuando regresaba a casa, brotaban abundantes lágrimas de sus ojos y en su rostro había una sonrisa de paz y alegría…».

      Durante la narración me he permitido acariciar su cabello, deslizando mis dedos por entre sus espesos rizos. Me gustaría tener hijos a quienes acariciar mientras duermen soñando con un cuento mágico que inventaré para ellos.

      Sara está dormida profundamente. He oído llegar a alguien más. Ya no está sola y es tardísimo. Regreso conduciendo con la mente centrada en un plano de mi vida. He de analizar qué me ocurre, por qué no soy capaz de disfrutar plenamente de una vida repleta de actividad. Me preocupa no encontrar la fórmula de llenar mi casa y sé que esto es lo que me produce esa desazón corrosiva. Tengo la impresión de haber usurpado un tiempo fundamental a mi vida de pareja y lo peor es que no sé si ello ha ocurrido por simple decaimiento de la ilusión inicial o es producto de un inconsciente, injusto y progresivo abandono a favor de otras atenciones que nada tienen que ver con nosotros.

      No sé si hay demasiadas reglas convencionales también en nuestro matrimonio, demasiadas obligaciones superfluas que solo empañan la verdadera esencia de ese cuerpo común que es la pareja. Quizá el problema soy yo mismo y la dispersión con la que guío mi vida.

      A menudo me asaltan estas sombras sobre el origen y el fin de mi actitud ante la vida. No olvido un pensamiento, atribuido a Isócrates, que viene a decir que lo mejor sería que los hombres tuviéramos, por naturaleza, alguna señal externa por la que poder conocer de antemano sus tendencias; de esa forma evitaríamos las malas acciones antes de cometerlas, pero ya que no es posible distinguirlas hasta que no hacen el daño (y eso en el caso de que sean descubiertas), conviene que estemos prevenidos contra los que son así y los consideremos enemigos públicos.

      Espero que si algún ser de excepcional sensibilidad apreciara mi señal externa, vea en ella una tendencia puramente de interés bondadoso por el ser humano.

      Aparco. Entro en casa sin hacer ruido. No hay reproche, solo un silencio en el que percibo más hastío que comprensión. Duermo algo contrariado por el engaño del que me he servido.

      IX

      Hace tres días que no tengo noticias de Sara. He pensado bien el plan que voy a ofrecerle y espero que me deje realizarlo. La otra noche no estaba en condiciones de poder escuchar nada.

      Tendré que pedir fuerzas a Dios cada día para que me ayude a soportar la inmolación a la que me someteré.

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