Siete Planetas. Massimo Longo

Siete Planetas - Massimo Longo


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que pudieran volver la mirada hacia su amigo, un siseo les llamó la atención. Vieron a Xeri caer al suelo, Xam se apresuró a ayudarlo, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.

      —¡Todo el mundo a cubierto! —gritó.

      —¡A las armas! —gritó el guerrero líder.

      De nuevo, las bolas de billar se dispersaron, pero esta vez las troneras se encontraban en la maleza de la selva.

      Se desató una batalla. Los soldados de Mastigo habían llegado más rápido de lo previsto. Algunos de los niños de la aldea se habían quedado petrificados por el miedo en el centro del pueblo.

      —Tenemos que hacer algo —dijo Xam, pero aún no había terminado la frase cuando la oriana ya se había abalanzado sobre ellos para protegerlos con su coraza.

      Xam cubrió sus movimientos abriendo fuego, mientras que Ulica, después de trepar rápidamente a un árbol gracias a sus sedosas extensiones, se deslizó silenciosamente sobre los soldados de Mastigo ocultos entre la vegetación, como un halcón sobre su presa, y los abatió.

      Una vez que hubo cesado el ataque, las mujeres se apresuraron a recuperar a sus niños de entre los brazos de Zaira, quien yacía herida en el suelo. Xam y Ulica corrieron hacia ella.

      La plaza estaba vacía. Un fuerte viento se levantó, como un pequeño remolino dirigiéndose hacia el centro del pueblo sin destruir nada por el camino. Zaira, Xam y Ulica sintieron que sus movimientos se volvían más rígidos y, como si estuvieran inmovilizados por una especie magia, no consiguieron escapar de él. Dieron vueltas durante varios segundos antes de ser depositados sobre el borde de un saliente de la isla flotante.

      Por un momento, Ulica se sintió suspendida en el vacío. La cabeza aún le daba vueltas como cuando, de niña, jugaba con sus amigos a dar vueltas cogidos de las manos hasta no poder más, pero se recuperó y empezó a buscar a sus compañeros de viaje.

      Xam ya había encontrado a Zaira, que había perdido el conocimiento, y estaba junto a ella de rodillas. Sus ojos oscuros estaban llenos de tristeza. Xam siempre había sentido una debilidad por aquella oriana.

      Ulica se acercó a ellos y, tan eficiente como siempre, comenzó a revisar a Zaira intentando saber qué hacer. Le tomó el pulso y dijo:

      —Ritmo cardíaco lento pero normal, su cuerpo está tratando de minimizar el esfuerzo para recuperarse.

      La giró lentamente para ver dónde la habían herido y le bajó la cremallera del vestido, que llevaba atado a la nuca, dejando la espalda al descubierto para permitir que pudiera revolverse si fuera necesario, y le rodeaba las caderas hasta medio muslo.

      —Tiene una herida en el flanco derecho de la espalda. Afortunadamente es solo superficial; su armadura la ha protegido.

      No había perdido mucha sangre. El láser había cauterizado parte de la herida, que no era muy profunda.

      —No parece haber tocado ningún órgano vital, de lo contrario ya estaría muerta —continuó Ulica.

      Xam la miraba con asombro; aquel hombre indomable que afrontaba las batallas sin un ápice de miedo o piedad por sus enemigos, acostumbrado a moverse en campos de batalla donde el horror de la guerra y la sangre eran algo habitual, no era capaz de decir palabra.

      Asintió con la cabeza.

      —Tenemos que encontrar un lugar para tratar la herida —sugirió Ulica.

      Xam levantó en brazos a Zaira y se dirigió hacia lo que parecía un templo en la cima de una colina verde.

      Tenerla tan cerca, junto con su olor, le trajeron recuerdos de cuando, siendo niños, Zaira lo rescató del cañón de los Cristales de Oria durante una de las pocas veces que había salido de la academia, la única familia que había conocido.

      Durante las vacaciones, casi todos los amigos del curso volvían con sus familias. No todos los chicos tenían tanta suerte: algunos eran huérfanos (como Xam), otros se quedaban porque sus familias estaban demasiado ocupadas con sus propias ambiciones laborales y otros pertenecían a familias en las que la carga de trabajo realmente no les permitía volver. Se organizaban campamentos de verano para todos ellos y, a menudo, el destino era Oria.

      Ese planeta poseía una atmósfera enrarecida debido a su pequeño tamaño, lo que comportaba, además, una baja fuerza gravitatoria. Todos los que no eran orianos tenían que llevar un pequeño compensador de aire para conseguir suficiente oxígeno, sin el cual se habrían sentido como si estuvieran en la cima de una montaña de más de ocho mil metros.

      La estancia en el campamento de verano de Oria solía estar repleta de actividades, pero, al final de la jornada, Xam solía merodear por el campus, en cuyas inmediaciones se encontraba la granja del padre de Zaira. Fue allí donde se conocieron.

      Fue durante aquel verano que su amistad se hizo más fuerte. Como a todos los adolescentes, les encantaba meterse en líos más o menos grandes. Ese verano, Zaira le contó sobre un lugar, que a ella le parecía estar encantado, sin revelarle toda la verdad. Mantuvo una parte en secreto para no arruinar la sorpresa y, sobre todo, le ocultó que era un lugar prohibido por los adultos debido a su peligrosidad.

      Fue así como consiguió arrastrar a su amigo a esa aventura en el desierto. Le pidió a Xam que se pusiera las botas más pesadas que tuviera y le pidió que no trajera ningún amigo; quería que aquel lugar continuara siendo secreto.

      Caminaron durante mucho tiempo. Xam no conseguía entender por qué, precisamente en ese día de calor tan abrasador, le había hecho ponerse esas malditas botas.

      Zaira nunca había sido muy habladora, así que caminaron un buen rato en silencio hasta que Xam, cansado, le preguntó:

      —¿Falta mucho?

      —No seas aguafiestas, ya casi hemos llegado —respondió Zaira.

      —Espero que valga la pena

      —Ya lo verás. Solo nos falta llegar a la cima de esa colina.

      —Entonces, ¡veamos quién llega primero! —gritó Xam echándose a correr.

      Zaira corrió tras él tratando de detenerlo, pero Xam, emocionado por la carrera, no la escuchó.

      Finalmente, consiguió placarlo en la cima del saliente.

      Xam, tumbado boca abajo en el suelo, asombrado, se volvió hacia ella:

      —¿Por qué te me has echado encima?

      —¿Es que no has visto nada? —dijo Zaira señalando con el dedo—. ¿Quieres caerte ahí dentro?

      —¡Vaya!, tenías razón, ¡es increíble!

      Ante los ojos de Xam se abría un paisaje fantástico; un enorme cañón se extendía frente a ellos.

      No era muy ancho, pero no se podía ver el fondo. Las paredes tenían unas difusas tonalidades horizontales brillantes y, cerca de la parte superior, el color era claro y dorado como la arena. Cuanto más se perdía la mirada hacia las profundidades, más se difuminaba el tono hacia al rojo granate. El cañón estaba dividido en dos zonas: una, más alejada de ellos, repleta de cúmulos de cristal de amatista que reflejaban el color de la roca y la otra, llena de grandes flores con forma de cáliz en las que podían acomodarse perfectamente dos personas. Los cálices se movían incesantemente, como si de un fuelle tratara, para permitir a la planta tomar el máximo oxígeno posible, resultando en una especie de baile coreografiado.

      Xam, que observaba aquel espectáculo con asombro, sintió como si su cuerpo fuera más ligero que de costumbre. Notó, además, como todas esas correrías le habían dado hambre.

      —Bueno, este parece un buen lugar para tomar un aperitivo. Espero que hayas traído alguna que otra delicia en tu mochila.

      —Siempre pensando en comer —sonrió Zaira mientras sacaba una cuerda de su mochila, se sentaba en el suelo, se quitaba las botas y las ataba a unos arbustos, tras lo cual se acercó al cañón.

      Xam


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