Siete Planetas. Massimo Longo
al borde del precipicio para averiguar qué había sido de ella.
Se asomó al saliente y vio a Zaira riendo y revoloteando.
En ese instante le hubiera gustado matarla por el miedo que le había causado, pero, al mismo, tiempo se sentía aliviado y feliz de verla.
Zaira se acercó rápidamente al borde del acantilado y aterrizó cerca de Xam.
—¡Menudo susto me has dado! Pensé que te habías espachurrado contra las rocas. ¡Podrías haberme avisado! —dijo ligeramente enfadado.
—Si te lo hubiera dicho, me hubiera perdido tu cara. ¡Deberías haberte visto! —rio divertida.
—¡Qué valiente! —respondió Xam irónicamente, sintiendo que le acababan de tomar el pelo.
—Lo siento, no quería asustarte —añadió Zaira, entendiendo que, tal vez, había ido demasiado lejos.
—No importa, ¿qué haces con esos botes de aire comprimido en la mano? —preguntó Xam sonriendo, pensando en que, en realidad, no era capaz de enfadarse con ella.
Eran botes de aire comunes, muy utilizados en Oria para limpiar la arena que se acumulaba en los radiadores de los vehículos.
—Sirven para conseguir el impulso final necesario para volver a entrar. El aire comprimido me ayuda a acelerar y a superar el pequeño aumento de la atracción gravitatoria cerca de la cornisa.
—¿Cómo consigues volar?
—¡Magia!
—¡Venga! No digas tonterías.
—La verdad es que, en este punto del cañón, la suma de una atracción gravitatoria tan baja y las corrientes ascendentes creadas por las flores gigantes es lo que permite volar. Vamos, quítate las botas y sígueme.
—¡Estás loca! —exclamó, aunque sabía que no podría resistirse a volar con ella.
—Es importante mantenerse alejado de la zona de los cristales. No tendrás miedo, ¿verdad? —se burló tratando de herir el orgullo de su amigo.
Xam se sentó en el suelo, se quitó las botas y las ató junto a las de Zaira. En ese momento, se dio cuenta de que estaban flotando. Sin ellas se sentía aún más ligero y apenas podía mantener los pies en el suelo.
—Métete esto en los bolsillos —dijo la oriana entregándole dos botes que había sacado de la mochila—. Será la primera vez que volemos juntos.
Se acercaron al límite del acantilado cogidos de la mano y, sin dudarlo, como solo unos niños son capaces de hacer, se lanzaron.
Volaron juntos durante un tiempo, hasta que Xam se familiarizó con la técnica de vuelo. Fue en ese momento cuando Zaira le mostró otra sorpresa.
Arrastró a Xam junto a una de las flores, que acabó por aspirarlos. Cayeron sobre una suave alfombra de estambres perfumados. Las flores, de color azul intenso en el exterior, eran amarillas o rosa claro en el interior con enormes estambres anaranjados. Xam ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse cuando ambos volvieron a ser delicadamente expulsados de la flor. Los dos amigos comenzaron a reírse a carcajadas.
Zaira intentó explicar, entre risas, que del interior de la flor emanaba una esencia euforizante.
Xam se sintía ya preparado para volar solo y soltó la mano de Zaira que había mantenido fuertemente sujeta hasta ese momento.
Estaba divirtiéndose como nunca antes y no paraba de entrar y salir de las flores.
Zaira trató de acercarse a él, se había olvidado de decirle que no debía excederse, pues el fluido euforizante podía hacerle perder el contacto con la realidad.
No tardó mucho en ocurrir, Xam había perdido el control y se acercaba peligrosamente a la zona prohibida.
Zaira decidió que debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde; las aristas de los cristales de la pared podrían matarlo. Sin embargo, Xam se movía a la misma velocidad que ella, por lo que le resultaba imposible alcanzarlo, así pues, sacó los botes de los bolsillos y los utilizó para acelerar. Finalmente, alcanzó a su amigo, que reía sin ser consciente del peligro, pocos instantes antes de que se estrellara contra la pared y lo apartó.
Lo llevó de vuelta a la zona de las flores y no volvió a soltarlo hasta el final del vuelo. En cuanto estuvieron en la corriente ascendente adecuada, le tomó sus frascos de aire comprimido y, sosteniéndolo entre sus brazos, lo llevó de vuelta a la seguridad del borde del cañón.
Se dieron cuenta de que habían puesto en rriesgo sus vidas, pero no podían dejar de reír. Se tumbaron en el suelo, el uno junto al otro, y esperaron, henchidos de felicidad, a que se les pasara el efecto de aquel fluido estimulante antes de volver a casa.
Capítulo tercero
Los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser
Ahora era Zaira quien estaba en peligro y la distancia que los separaba de la cima de la colina de Xam parecía eterna. Allí se erigía una cúpula blanca, parecida a una colmena, con unos espejos hexagonales que rodeaban todo el edificio y reflejaban la luz del sol de manera cegadora.
Cuanto más se acercaban al monasterio, más sensación de serenidad se instalaba en sus corazones.
Xam, agotado por el peso de su compañera, siguió caminando. Una vez alcanzado el templo, descubrieron un arco abierto que conducía al interior.
En cuanto estuvieron dentro, el cuerpo de Zaira se levantó, flotando, de entre los brazos de Xam, quien no se resistió, pues sentía que no había ningún peligro en lo que estaba sucediendo.
Fue transportada hacia un largo corredor para desaparecer lentamente de su vista.
Cientos de esbeltas columnas laterales sostenían una inmensa bóveda transparente que miraba al universo, como si el monasterio se encontrara flotando en el espacio, Ulica y Xam vieron al final de aquel pasillo a un extraño ser de inusuales formas y decidieron acercarse.
El cuerpo, de color púrpura grisáceo y más o menos cilíndrico, estaba formado por la cabeza y por cuatro secciones con dos piernas cada una, en la cara predominaba lo que parecía una nariz en forma de trompeta que algo o alguien hubiera empujado con fuerza hacia dentro, los pliegues resultantes eran los ojos y la boca de aquel ser. Su cuerpo no era más grande que un saco de harina.
—Siento en vosotros una energía positiva. Perdonad que os haya arrastrado hasta aquí, pero el gesto de vuestra compañera me ha conmovido.
—El gesto de nuestra compañera no nos ha sorprendido, pues conocemos su generosidad. No debimos arrastrar a esas criaturas indefensas a una pelea, perdimos demasiado tiempo vagando por la selva, lo que permitió a Mastigo adivinar hacia dónde nos dirigíamos y traer a sus guardias a ese lugar apacible y sereno. Fue un error imperdonable —explicó Ulica.
—Habría sido imposible que los tetramir llegaran tan lejos sin involucrar a esas pobres criaturas en una pelea.
—¿Cómo sabes quiénes somos?
Intentó preguntarle Ulica, pero Xam la interrumpió bruscamente mientras la agarraba instintivamente del antebrazo:
—¿A dónde has llevado a Zaira? —preguntó al monje, aunque estaba convencido de que nada malo podría sucederle a su amiga en aquel lugar.
—No te preocupes, está a salvo. Se está recuperando. Estará con nosotros en breve.
La respuesta le pareció vaga, pero seguía inundado por esa sensación de bienestar y serenidad.
—¿Cómo sabes quiénes somos? —repitió Ulica tratando de entender a quién tenía delante.
—Soy Rimei —dijo el ser sin prestar atención a la pregunta—. Y estoy aquí para meditar. Vuestras almas y vuestras acciones, incluso la belleza de la euménide, cuyo nombre se me escapa —pareció reírse con satisfacción de su propia ocurrencia—,