Vientos desnudos. Pérez Ruíz Maya Lorena

Vientos desnudos - Pérez Ruíz Maya Lorena


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ponerse de pie. Unos jalan a otros sin solidaridad, con la ambición de ser ellos quienes han de salvarse. Atropellan a quienes suplican auxilio. Los que logran levantarse, liberándose de aquellos que los sujetan por las piernas, corren a esconderse.

      Los que no pueden, con los pies rotos, las cabezas sangrantes, se rinden ante el terror, y por la mañana los delatarán sus cuerpos destrozados.

pleca

      Katia se viste con la ropa burda y holgada con que ha de volar. Mira de nuevo su imagen en el espejo. Un mechón rubio, rebelde, se asoma por su frente. Lo regresa a su sitio y con garbo sacude la cabeza.

      Una vez conforme con su atuendo sale a la noche y con pasos largos y confiados se monta en su frágil, leve, casi invisible artefacto.

      Lleva la cabeza cubierta por un gorro de piel. Una bufanda de seda blanca la protege del frío.

      El viento fustiga su cara mientras vuela.

      Ella lo ignora.

      Se concentra en la tenue iluminación de las estrellas que la guían.

      La curvatura del cielo se dibuja azul, casi negro, en ligero contraste con el horizonte blanquecino del paisaje nevado. En algunos sitios observa manchones umbrosos que delatan a los árboles del bosque.

      Faltan dos horas para el amanecer.

      Vislumbra la urbe.

      La descubre por una lucecilla frágil, un parpadeo sutil, perceptible sólo para la mirada diestra. Nunca falta una luz que traiciona a la ciudad precavida en su pretensión de confundirse con otros borrones densos desperdigados en la noche.

      Sonríe.

      Aspira el viento frío.

      Contempla el vaporcillo leve de su aliento cálido y confiado.

pleca

      Ya tiene abajo la ciudad.

      La observa.

      Se orienta.

      Astuta su mano busca en el piso de su biplano de madera y lona. Por allí está el rústico mecanismo que le permitirá soltar las bombas.

      Van sujetas con orlas de algodón. Un proyectil por debajo de cada ala.

      Se inclina levemente.

      Tantea con la mano derecha.

      Con la izquierda controla el equilibrio.

      Encuentra el sujetador.

      Con agilidad suelta los amarres.

      Satisfecha escucha los silbidos.

      Sin el lastre se aligera el vuelo.

      Siente subir ligeramente su biplano.

      Abajo, el resplandor del primer estallido.

      De inmediato prorrumpe el segundo.

      Ha dado en el blanco.

      Quiebra su vuelo para retornar.

      Voltea para confirmar el horror del infierno provocado.

      Sonríe otra vez.

      Katia está orgullosa de pertenecer al Regimiento 588º de bombardeo nocturno, el de las Brujas de la Noche que combate a los nazis en el sitio de Stalingrado.

      TERROR EN LOS VAGONES

      En la estación, decenas de familias con niños, canastos y pesados bultos forman una convulsa marea de túnicas, velos y turbantes de colores sobrios. Carmen y María violentan la monotonía del bullicio con su pelo rubio y su atuendo de turistas. Una ajusta el lente de su cámara sin atreverse a enfocar abiertamente los rostros huraños del entorno, que la atraen por su hermosa y solemne ajenidad; la otra revisa, aburrida, un cuaderno de notas. Todos aguardan el viejo tren que los trasladará a la ciudad próxima y cosmopolita, que de antaño entreteje el destino de cristianos, coptos, judíos y musulmanes. Los empleados del ferrocarril tratan inútilmente de poner orden al tráfico humano que, oloroso, incontenible, desborda sus posibilidades de control.

      El tiempo transcurre abotagado ante la inminencia de la guerra. Los militares atiborran los andenes que esperan el largo y oxidado vehículo que los llevará a su destino, a la debacle de su juventud.

      El de pasajeros tiene cuatro horas de retraso. Un par de viejas e indolentes máquinas maniobran por las vías, con un crujir obsoleto de metales y silbidos que, como ansiedad, repercute en los vientres de los pasajeros.

      La noche se cuela entre los cristales de la alta estructura de hierro cuando se escucha, por un desafinado altavoz, inentendibles palabras que anuncian la partida. Las familias, con su vida a cuestas, pretenden con el peso de enseres y sus bultos subir al vagón correspondiente para ganar un sitio. Carmen y María, ajenas a la angustia de un futuro incierto, recogen sus mochilas, dispuestas a esperar a que el trayecto quede despejado. Etiquetada con sus nombres extranjeros, las espera una cabina en un carro-dormitorio.

      Un malencarado empleado del ferrocarril revisa sus billetes; otro, igualmente huraño, las conduce a través de un pasillo de alfombra deslavada hasta la última cabina del último furgón. Adentro, una estrecha litera soporta, inverosímil, el peso de una cama sobre otra. Reposa junto a la minúscula ventanilla de vidrio opaco, labrado por manos anónimas que alguna vez pretendieron plasmar sus nombres. Un conjuro para evadir el tiempo. Enfrente, la puertecilla de madera comunica con el cuarto de baño.

      Un brusco movimiento empuja a las amigas hacia atrás. Ellas se abandonan al torpe movimiento del tren, que aburrido y titubeante maniobra para cambiar de riel, hasta que entre risas se dejan caer sobre la cama baja, que cruje, también huraña, como si protestase por su invasión. El empleado ferroviario mueve ostentoso la cabeza para reprobar su mal comportamiento. Ellas, ignorantes del gesto, bromean sin preocuparse por el hombre de uniforme azul que permanece imperturbable frente a ellas. María supone que espera su propina; se levanta y pone en su mano un desgastado y humillante billete verde.

      Una vez que avanzan sin tumbos ni retrocesos, Carmen y María caminan hacia el carro-comedor que enlaza el suyo con los vagones de menor clase. El tránsito movedizo y bamboleante las hace reír de nuevo, ajenas a que su estridente presencia, con pantaloncillos cortos y sus piernas largas, causa malestar entre los hombres que visten túnicas y turbantes y ocupan casi todas las mesas del vagón-restaurante. Dejan sus bolsos en el portamaletas superior y se acomodan en torno a una de las mesas. La carta del menú dibuja su contenido en enigmáticos e ilegibles signos y con el dedo índice escogen al azar la cena: un platón de acero con costillas de cordero, otro con arroz amarillo y una jarra de té negro.

      Es casi media noche cuando las amigas regresan a su cabina-dormitorio. María decide lavarse los dientes y, adormilada, empuja la puerta que conduce al baño. Segundos después sale agitada para informar sobre su hallazgo: el minúsculo baño se conecta con otra cabina-dormitorio, ¡y los rústicos cerrojos no sirven! Lo que en otras palabras, explica ansiosa, significa que por allí hay paso libre entre las dos habitaciones. Incrédula, Carmen se empeña en darle vueltas a las manijas para comprobar que, en efecto, se encuentran averiadas. Un ruido de pasos en la cabina ajena las asusta y, entre risas contenidas, ambas se recluyen en la suya, tras cerrar como pueden la pequeña puerta del baño. Embriagadas por la pasión de la aventura se acuestan en la litera baja y, susurrantes, intercambian ideas sobre lo acontecido.

      Concluyen que es casi seguro que en la cabina aledaña viajen sólo hombres, tal vez uno o dos, dedicados al comercio o a cualquier otro negocio. Descartan que se trate de mujeres porque en esa región ellas siempre van acompañadas por varones. En cuanto a los campesinos, pobres y gregarios, suponen que viajarán con sus familias en los vagones de menor clase. Otra posibilidad es que se trate de un matrimonio de buena posición económica, lo que les daría mayor tranquilidad.

      No pueden saber cuál de las posibilidades es la verdadera,


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