Vientos desnudos. Pérez Ruíz Maya Lorena

Vientos desnudos - Pérez Ruíz Maya Lorena


Скачать книгу
luz pudiera llegar para salvarlas. Aflojan levemente sus cuerpos. Se miran intrigadas.

      Se preguntan si ya todo acabó.

      Desean suponer que el agresor ha desistido de su intento.

      De pronto, un súbito y violento empujón abre la puerta. Ellas, ofuscadas por la sorpresa, paralizadas de terror, pierden el equilibrio, se tambalean y caen de bruces sobre el soporte de la cama baja.

      Los crujidos de la urdimbre de metal oxidado ahogan sus gritos.

      Un silencio fúnebre sigue a su derrumbe.

      Carmen y María yacen inmóviles.

      Incapaces de abrir los ojos.

      Ninguna se atreve a voltear para ver el rostro de su atacante. Viejos consejos resuenan en la memoria: nunca le veas la cara a tu agresor. Eso te costará la vida. Se niegan a pensar qué sigue, aunque la certeza revolotea como una verdad incuestionable pues ha sido forjada durante miles de años por mujeres cuyos cuerpos han servido de botín para la guerra, para escribir con ellos cualquier victoria.

      Permanecen humilladas, quietas, minimizadas por tantos siglos de servidumbre.

      Lastimadas, además, por los alambres de la litera baja que se les incrustan en el cuerpo.

      María reacciona e impulsa a Carmen a levantarse. De un codazo en el costado la empuja a revelarse ante el suplicio, a volverse en contra de aquel que pretende castigarlas, que quiere que paguen por su atrevimiento de viajar sin la protección de un hombre, por ser mujeres independientes.

      Jadean ante el esfuerzo.

      Templan sus cuerpos.

      Se aprestan para la batalla.

      Apenas se yerguen, una voz masculina, ruda y agreste, las obliga a mirar hacia el verdugo.

      —¡Bah! Turistas —exclama, en un inglés rudimentario el empleado del ferrocarril, quien las mira con desprecio.

      Junto a él, azorada, permanece la muchacha rubia de la cabina contigua, quien también viaja sola.

      EXORCIZAR EL ENCIERRO

      Diana y Efraín trabajaban en la misma empresa de diseño, uno en el área de Creatividad y la otra en la de Mercados. Se encontraban todos los días laborales en las mañanas, afuera de los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento subterráneo del edificio de siete pisos con paredes de cristal. El saludo entre ellos era breve, con la rígida frialdad de quienes participan en una empresa con más de cien empleados y no tienen la obligación de ser cordiales con todos, y se resisten a tratar con los inoportunos que les quitarán valiosos minutos de su agenda y que pueden ser, además, sus competidores por el mejor sitio para estacionarse.

      A Diana ese hombre le resultaba desagradable por su prototipo del hípster, con su estilo distraído perfectamente cuidado, su barba ligeramente crecida y su bigote de puntas elevadas en los extremos, como si pretendiese con ello sustituir la sonrisa escasamente regalada al grueso de los empleados. Para Efraín ella representaba el estereotipo pasado de moda de la ejecutiva de tacón alto, cuyo desaliño se descubría en el desgaste sutil de las orillas de su portafolios de piel, casi nunca en armonía con el conjunto que vestía: falda estrecha con saco sastre y algún accesorio visible en el cuello de su blusa, discretamente abierta.

      La situación cambió con la presencia del Covid-19, que arrasó con parte de la población mundial y de paso con las usuales formas de convivencia, incluyendo las del trabajo. Catástrofe que, entre cosas, derivó en la intensificación del home office y en el despido del cincuenta por ciento de los trabajadores de su empresa. Esto, en su caso, los obligó a permanecer encerrados en sus casas, a interactuar laboralmente por videoconferencias una vez por semana, y a estar disponibles a cualquier hora del día a través de mensajes por teléfono celular.

      Este cambio agravó la incomodidad que sentían el uno por la otra y la otra por el uno, ya que además del rechazo ya existente éste cobró nuevas dimensiones al verse deformados por las cámaras de sus computadoras. Deformidad que se agudizaba conforme pasaban las horas de trabajo, se acercaban demasiado a la cámara, abotagando sus rostros, y relajaban la compostura rígida y formal a que los obligaba la empresa, con sus medidas sonrisas y su estudiada manera de afrontar las disidencias: él después de las primeras dos horas comenzaba a torcerse las puntas del bigote, hasta que su cara se asemejaba a un diablo rojo y bigotón, mientras que a ella podía vérsele rayando de manera insistente una hoja de papel en la que trazaba las líneas de su desesperación y los filos de los desacuerdos. Ambos terminaban la sesión semanal con un malestar acumulado difícil de manejar en la siguiente sesión con falsa cordialidad.

      Otra situación muy distinta sucedió con su comunicación por WhatsApp, con la que daban seguimiento a los acuerdos tomados en su videoconferencia semanal. Las iniciaron por las mañanas hasta que, por inercia, las fueron acumulando hacia la noche; posiblemente por el ritmo del día en que el trabajo no tenía límites ni tiempos de descanso.

      Sin que fueran conscientes de cómo transcurrían sus conversaciones por los teléfonos celulares, mediante breves pero frecuentes mensajes, poco a poco fueron agregando en ellos estampas de frases saludadoras, caritas sonrientes, manitas blancas, amarillas o morenas con explosivos aplausos, así como signos de “¡Está perfecto!” y “¡Bravo!”, hasta que llegaron a insertar ositos y gatos bailarines. Stickers que, mediante una conveniente colocación, fueron limando la rispidez y les permitieron expresar sus emociones de contento, admiración o aliento.

      Tumbados cada cual en su cama, rodeados de su sagrada intimidad, enfundados en su holgada ropa de dormir, por horas se dedicaban a mandar y contestar mensajes cada vez más fluidos y amigables. Así pasaron los seis primeros meses de encierro, con ríspidas reuniones semanales y mucho mejores sesiones de trabajo por las noches. Entre el octavo y noveno mes la cordialidad cambió de tono sin que se dieran cuenta y sin que dejasen de escribir sobre estrictos temas de la agenda de su empresa.

      Pronto, sin embargo, fue inevitable que cada uno sintiera que en esas largas y fragmentarias conversaciones nocturnas había algo pecaminoso; como si al emprenderlas de noche, a media luz y en pijama, ellos fuesen cómplices de algo profundamente íntimo y transgresor, ya que si bien siempre trataban asuntos de diseño y mercadeo y no existía nada que prohibiera trabajar de noche, tampoco parecían ser lógicas de acuerdo con el rígido protocolo laboral. Ese gusto por comunicarse desde el plácido sosiego de su refugio invariablemente desaparecía en sus reuniones por videoconferencia.

pleca

      Diana comenzó a inquietarse cuando pasaban de las nueve y media de la noche y no llegaba el mensaje con el consabido “Hola. Aquí de nuevo”, e iniciaba el veloz intercambio de mensajes, siempre estrictamente laborales en forma y contenido, y tremendamente perturbadores en cuanto a la tensión que los iba entrelazando conforme avanzaba el intercambio de mensajes y textos. Ningún recuento de lo que se escribían podría demostrar que hubiese algún indicio de coqueteo o de insinuaciones amorosas y, sin embargo, de poderse medir la atracción con la luz del arcoíris hubiera podido constatarse cómo se pasaba del azul frío a un tono más violeta, y de éste a los colores cálidos amarillos y naranjas para estacionarse, titilante, en los rojos, emblema de la pasión, la abundancia y el peligro.

      Ella, incluso con cierta picardía, comenzó a dejar pasar varios minutos antes de contestar y, con cierto placer picante, se imaginaba a su colega inquieto, viendo insistente su celular para corroborar las dos palomitas azules que indicaban que ella ya había visto su mensaje y que por fin le contestaría. Efraín, más concentrado en sí mismo y menos apto para descubrir sus emociones, tardó tiempo en darse cuenta de que algo especial había en esas llamadas nocturnas, que le generaban un frenesí peculiar para el cual siempre encontraba explicaciones perfectamente racionales: su emoción derivaba de la intensidad con que fluía su inteligencia, la sorpresa por la sagacidad que descubría en su compañera, o por la pasión con la que ambos realizaban su trabajo.

      La incógnita radicaba en


Скачать книгу