Vientos desnudos. Pérez Ruíz Maya Lorena

Vientos desnudos - Pérez Ruíz Maya Lorena


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encierro continuaba y en ellos fue aumentando el ansia por escuchar la alerta del celular que anunciaba el inicio de su conversación, y con la misma fogosidad aumentó el lazo clandestino de la seducción que emergía con sus mensajes, como si no importara lo dicho fielmente, sino la sensualidad de los trazos redondos de la “a”, la exquisita largura vertical de la “l” y el rotundo y carismático punto de la “i”; además del voluptuoso trazo de la “w” y el no menos misterioso enlace corporal de la “x” y la “y”. Letras sagaces capaces de saltar sobre los significados convencionales para comunicar la creciente atracción del uno por la otra y de la otra por el uno, a través de un medio tecnológico en que no era visible el ridículo bigote de Efraín ni el desaliño del portafolios de Diana.

      Luego de despedirse, bajo la cordialidad de dos compañeros de trabajo que no hacían algo distinto que trabajar mediante mensajes por WhatsApp, cada uno en la penumbra de su habitación, en el estado liminal anterior al dormir, le colocaba a los mensajes de texto, tremendamente erotizados, un emisor con el rostro síntesis de sus deseos, normalmente opacados por su obsesión por el trabajo, haciendo de la escritura un sendero oculto para transitar por intensas emociones, según la forma de las letras, las pausas entre un mensaje y otro, la brevedad o la extensión de cada texto y la figurita seleccionada para cerrar la noche. Y todo ello dentro de un recóndito lenguaje vigoroso aderezado por sus secretas fantasías; un poderoso estallido de pasiones lúdicas, frágil y ciego a la luz del día, al ser incapaz de sobrevivir a los rostros cansados y expuestos en sus videoconferencias semanales.

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      Un fin de semana en que Diana no contestó los mensajes, Efraín se dio cuenta de cuánto la extrañaba y admiraba por su manera inteligente de enfrentar los peores retos; así que, rabioso, se emborrachó para olvidarla, convencido de que el lunes por la mañana, cuando la viera, todas esas inoportunas sensaciones iban a desaparecer. Ella, por su parte, fustigada por el dolor provocado por una torpe caída que lastimó su muñeca derecha, en su incapacidad para escribir en el celular, descubrió las arañas misteriosas que le bullían al leer repetidamente los mensajes. Ya no era sólo una sonrisa, sino un placer sexualizado el que emergía efervescente y la fijaba al celular, vibrando al unísono con él.

      El lunes, incapacitada, no asistió a la videoconferencia, y el martes, cuando al fin pudo escribir, fue ella la que por la noche envió el primer mensaje con un elocuente y secreto “Hola”, acompañado de una carita sonriente con un minúsculo corazón rojo en un costado. Y con ese peculiar mensaje Efraín al fin descubrió que no era ni por el trabajo ni por su vaso de whisky con lo que se ayudaba a dormir; que se conmocionaba cada vez que se mensajeaba con ella.

      Al “Hola” y la carita sonriente con un brevísimo corazón a un costado, él respondió con el enunciado del trabajo que esa noche debían abordar, y lo que siguió fue su acostumbrado intercambio estrictamente laboral. Aunque al concluirlo cada quien se recluyó en su discreta intimidad para saborear el placer, obstinadamente sin rostro, que la presencia del otro provocaba, y disfrutarlo antes de su desvanecimiento con la luminosa racionalidad del día; como si la magia de la seducción letrada necesitara del misterio de la noche para suceder.

      El intercambio de mensajes continuó y continuó creciendo en intensidad y lujuria clandestinas, que comprendía el irse a dormir con esa voluptuosa presencia del otro en el cuerpo, para juntos habitar templos y laberintos ancestrales repletos de lumínicos misterios y evocativos placeres que, desde la acumulación sensitiva del pasado, venían al presente a través de la tecnología; como si ellos, con sus cuerpos enlazados, fuesen seres mitológicos infractores del tiempo.

      En ese refugio de ensueño acumulado, cada uno construyó para sí la imagen del otro, de la otra, que había añorado como la mejor utopía para su vida; y esos sueños, y sus imágenes transfiguradas, podían leerlos y disfrutarlos en las pequeñas letras tecleadas en el teléfono celular como portadoras de los mejores sentimientos del amor y la alegría. Diana se abandonó al enamoramiento clandestino, como si fuese el regalo por la perseverancia juiciosa de su encierro; mientras que Efraín, igualmente apasionado, se engolosinó con el amor virtual como premio por los tantos años que tenía de haberlo aderezado. Y todo eso nunca dicho, sino a través del lacónico lenguaje empresarial.

      El encierro estricto por la pandemia duró doce meses, tiempo que ellos vivieron con pasión letrada su peculiar amorío.

      Todo aquello desapareció al final del confinamiento, cuando el home office se acabó y ellos nuevamente se encontraron, en las mañanas, en los elevadores, y, por las tardes, en el estacionamiento del edificio de siete pisos con paredes de cristal; y a ella le pareció ridículo el bigote de Efraín, mientras que a él le molestó el desaliño del portafolios de Diana.

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