El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren

El mediterráneo medieval y Valencia - Paulino Iradiel Murugarren


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para destacar un esencialismo de pertenencia unitaria indiferenciada, especialmente con respecto al norte europeo. Pero tampoco es cuestión de abrumar al lector con una sobredosis –muy al uso– de identidades mediterráneas o con permanentes crisis de la historia. Sobre todo porque los trabajos que aquí se recogen, circunstanciales e intencionales al momento que los inspiraron, tampoco ofrecen una solución definitiva a problemas tan complejos como la integración regional (económica, técnica, cultural) en una entidad euromediterránea superior. Frente a interpretaciones pasajeras es necesario rescatar otras perspectivas que susciten una actitud crítica y únicamente el trabajo histórico es capaz de prepararnos para ello: ni las economías, ni las sociedades, ni los modelos pueden situarse fuera del estudio de los hombres en sus precisas coordenadas de espacio y tiempo.

      La distribución de los capítulos de este libro no sigue una secuencia cronológica conforme a su redacción originaria. La primera parte agrupa una serie de reflexiones metodológicas y de historiografía que, sean todavía necesarias o parezcan ya lejanas y superadas, no dejan nunca de ser útiles. Esta parte se abre con dos capítulos, inéditos, que inician la recopilación. El primero, «Definir y medir el crecimiento económico» medieval viene a ser, en cierta manera, el resultado final de este primer apartado que entiende la historia como problema, más que como agregación de resultados parciales, y la actividad historiográfica como plataforma de discusión más que como narración que describe mucho pero explica poco. Al mismo tiempo, el capítulo retoma implícitamente viejas discusiones entre historiadores y economistas a propósito de la cuantificación a largo plazo de los factores productivos o de la aplicación de conceptos y modelos actuales a las sociedades preindustriales –tan diferentes a las nuestras en sus estructuras y en sus mecanismos– o del manejo de las fuentes antiguas y su cotejo con las realidades actuales por parte de los historiadores de la economía. Pero también expresa claramente el convencimiento de que, para medir el crecimiento o comparar las crisis del pasado con las actuales –tan de moda hoy en día sin que logremos comprender muy bien ni las actuales ni las pasadas–, es necesario que las ideas, los conceptos y las interpretaciones –los paradigmas se dice actualmente– sean actualizados tanto o más que las bibliografías al uso. El siguiente capítulo inédito –las identidades– sigue la misma línea crítica sobre un tema que en las dos últimas décadas abruma por su excesiva proliferación programática y variadas habilidades investigadoras. Bajo influencia de Marc Bloch, nos creíamos historiadores de los sistemas sociales y pensábamos que la historia social englobaba la totalidad orgánica de relaciones (económicas, políticas, institucionales, culturales) y que la disciplina funcionaba eficazmente como anillo de conjunción entre economía y política. Ahora se nos dice –con un extraño lenguaje de política actual– que esto es «la vieja historia social» y que la nueva, las identidades, se ofrece «como remedio a la crisis de las categorías sociales clásicas». Con la mirada puesta en esta típica manifestación de «historia líquida» –a mi juicio y parafraseando a Zygmunt Bauman–, este capítulo propone, en el fondo, una pausa en la sobredosis identitaria y un inicio de reflexión sobre una práctica historiográfica tan omnipresente como desconcertante por su evidente dispersión temática y metodológica.

      Los capítulos 2, 4 y 5 son fundamentalmente discusiones críticas sobre algunos de los desarrollos recientes (en su época) del medievalismo peninsular, planteados con ocasión de balances en congresos y seminarios, sea a propósito de los debates sobre «La transición» (1986) o sobre la naturaleza feudal y señorial de la sociedad medieval (1993). Desentrañar las relaciones de la práctica histórica con la precedente tradición de estudios, destacar las líneas de tendencia y metodologías dominantes o descubrir las implicaciones y los condicionamientos ideológicos constituyen elementos tan necesarios para el conocimiento de los diversos temas afrontados como las aportaciones de las investigaciones documentales. Diez años más tarde, en el capítulo «Medievalismo histórico e historiográfico» (2003), los interlocutores cambian y el foco del problema se actualiza conforme a las reorientaciones de la investigación, pero permanece la reflexión y la crítica que mira a descifrar el planteamiento mental y los presupuestos teóricos más o menos implícitos que condicionan el concepto y la práctica de un medievalismo «feudal» y «feudalizador» de todo lo que encuentra. La distinción entre «histórico» e «historiográfico» nace de la exigencia de verificar la pertinencia conceptual de esta tendencia historiográfica, de confrontarla con la eficacia heurística de la práctica, y de la necesidad de reconducir cualquier investigación de tema o de ámbito geográfico y cronológico particular a una comprensión global del Medievo histórico. Para conseguir este objetivo, no hace falta señalar el uso prioritario que, personalmente y como grupo de investigación, hemos realizado de los protocolos notariales (capítulo 6). Además de constituir un método indispensable para la historia social, de las técnicas y de los factores de producción, las aportaciones prosopográficas que proporcionan los protocolos como fuente histórica han demostrado su eficacia como instrumento de análisis que hace posible construir racionalmente todo estudio particular. Por encima de los debates –y ha habido muchos y variados– sobre la naturaleza del método o su solidez teórica, lo que cuenta para el progreso de la ciencia histórica es la aplicación del instrumento al caso, no el instrumento en sí mismo.

      La segunda parte comprende estudios con un orden cronológico y temático más preciso: cuatro artículos escritos entre 2000 y 2004 donde la ciudad y la economía urbana ocupan un lugar central. La euforia conmemorativa –y la bonanza económica, financiadora, todo hay que decirlo– de los primeros años del siglo propiciaron una serie de celebraciones en las que el Mediterráneo alcanzó, tras los escarceos anteriores, auténtica carta de naturaleza y la valoración positiva de los mercaderes, de la empresa, de los hombres de negocios y del mercado –reflejo quizá del entusiasmo «desarrollista» del momento y de la necesidad de buscar actores/ejemplo del pasado para el momento presente– los convirtió en presencia historiográfica dominante. Que todo ello fuera, en parte, una reacción (o compensación) al asfixiante «agrarismo» historiográfico anterior, me parece evidente. Pero también era clara la intención de desdramatizar la pretendida particularidad rural de la historia peninsular y de contextualizar mejor su economía con sorprendentes paralelismos de escala europea. A ello responde el capítulo «La idea de Europa» y la práctica económica de las élites mercantiles, que se afianza como un verdadero proceso, no ideal o «simbólico» sino real, de construcción integradora supranacional por parte de una «república internacional del dinero» y que acaba constituyéndose en un auténtico topos identitario mediante la fides al mercado y la pertenencia, de mil maneras, al bien común de la civitas. Un modelo plural de integración vigente, al menos, hasta la uniformización cultural, política e identitaria de los estados-nación. Es probable que de ahí derive, en parte, la formación de un imaginario europeo de unidad y de coherencia de acción todavía inacabado en la actualidad y constantemente proclamado por el argumentario historiográfico y por una contundente propaganda política europeísta.

      En esta dirección de connotaciones económico-identitarias plurales se inscriben los restantes capítulos 9 y 10 (2004), que tratan de poner a prueba, en el contexto mediterráneo y de los territorios ibéricos e italianos de la Corona de Aragón, las interrelaciones entre la coyuntura y las políticas económicas activadas durante el siglo XV con atención particular al mercado interno, a la localización de las producciones manufactureras, al papel de los mercaderes internacionales y a la singular elaboración de una particular concepción de lo político al servicio de la economía. A finales del siglo pasado, la relación entre economía e instituciones había recibido ya una renovada atención, sobre todo en lo concerniente a los estados regionales italianos de la Corona de Aragón, por parte de los historiadores de la economía. En «Nápoles en el mercado mediterráneo de la Corona de Aragón» se indaga cómo esta ciudad consolidó su posición hegemónica gracias a la presencia masiva de mercaderes, oficiales y banqueros de corte y a costa de un drenaje de recursos fiscales y financieros provenientes de los otros territorios de la monarquía, mientras que en el conjunto de la economía de la Corona se agudizaba el persistente policentrismo económico y político y una tendencial división y especialización productiva entre las ciudades. El resultado sería la imposible bisectorialidad económica que propugnaba el programa político del Magnánimo


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