Nuestro maravilloso Dios. Fernando Zabala
sido para él responderla. Por un lado, porque le recordaba el significado de su propio nombre (Miqueas significa “¿Quién se asemeja a Dios?”); por el otro, porque le recordaba al pueblo cuán ingrato habían sido al darle la espalda a un Dios compasivo “que se deleita en la misericordia”.
¿Puede haber mejor noticia para el pecador que saber que su caso será revisado no por un juez implacable, sino por un Dios misericordioso? Esta preciosa lección la encontramos en un antiguo relato que cuenta H. M. S. Richards (“The Promises of God”, Review and Herald, 2004, p. 207). Es la historia de un buen hombre que, en medio de una severa crisis espiritual, había acudido al pastor Alexander Whyte (1836-1921) en busca de ayuda.
–¿Tiene usted alguna palabra de ánimo para un viejo pecador? –preguntó el hombre.
El pedido sorprendió al Pr. Whyte, porque esta persona era muy activa en su iglesia, y había ayudado a mucha gente en necesidad. Entonces Whyte se le acercó y, poniendo la mano sobre su hombro, simplemente le dijo: “Dios se deleita en misericordia”.
Al día siguiente, el Pr. Whyte encontró una carta sobre su escritorio. Decía:
“Querido amigo, nunca dudaré de Cristo otra vez. Yo estaba al borde de la desesperación, pero esa palabra de Dios me consoló. Nunca más dudaré de él otra vez. [...]. Si el enemigo restriega mis pecados en mi rostro, le diré: ‘Todo eso es verdad, y ni siquiera son la mitad de todo lo que he hecho, pero yo he confiado mi vida a Uno que se deleita en misericordia’ ”.
Comencemos este nuevo día no recordando nuestros pecados –que son muchos–, sino las misericordias de Dios, ¡porque cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia!
“Debiéramos recordar siempre que todos somos mortales que cometemos errores, y que Cristo actúa con mucha misericordia hacia nuestras debilidades, y nos ama aunque erremos” (Testimonios para la iglesia, t. 1, p. 341).
Padre celestial, cuando pienso en lo mucho que te he fallado, y en lo mucho que me has perdonado, pregunto al igual que Miqueas: “¿Qué Dios como tú, que perdonas mis pecados y los sepultas en lo profundo del mar?”
27 de enero
Ver rostros
“Al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento” (Juan 9:1).
Una de mis historias favoritas de la Biblia es el relato de la curación del ciego de nacimiento, registrada en el capítulo 9 del Evangelio de Juan. Aunque parezca extraño, me gusta especialmente por la manera en que comienza el relato: “Al pasar Jesús vio a un ciego de nacimiento”.
¿Qué de especial tiene el hecho de que el Señor haya visto a este ciego? Lo especial es, precisamente, que Jesús lo haya visto; es decir, que se haya fijado en él. Es verdad que también la gente veía a este ciego cada día, ¿pero quién se fijaba en él?
Jesús vio en este hombre lo que los demás no veían: su rostro. Y en ese rostro pudo ver el dolor y el sufrimiento de un ser que era prácticamente invisible para la multitud. Este es uno de los atributos singulares de nuestro Señor: nadie es invisible para él. No importa cuán grande fuera la multitud, o cuán difíciles las circunstancias que lo rodearan, él siempre veía rostros; veía seres humanos; veía a hijos e hijas de Dios.
No hace mucho leí una experiencia que vivió el autor Mark Buchanan que ilustra bien este punto. Mark había sido invitado para que hablara a personas que estaban luchando con diferentes adicciones. Como pastor, él había planificado predicar un sermón apropiado para ese tipo de público y al final, como de costumbre, hacer una aplicación espiritual.
Cuenta Mark que, cuando llegó al salón, solo vio a un grupo de adictos al sexo, al alcohol, a las drogas... Entonces ocurrió algo que cambió radicalmente su percepción. El director del grupo pidió a cada persona que dijera su nombre y la razón por la cual estaba ahí. Cada uno dio su nombre y brevemente habló de sus luchas, de sus fracasos, de sus aspiraciones. Al instante, el cuadro cambió; en lugar de un grupo de adictos, Mark vio rostros, vio seres humanos con profundas necesidades. Entonces también cambió por completo el enfoque de su sermón. En lugar de hablar a un grupo de adictos, habló a personas, a hijos e hijas de Dios que desesperadamente estaban tratando de encontrar un punto de apoyo para su vida (Your God Is Too Safe, p. 156).
¿Qué vemos en nuestros familiares, en nuestros vecinos, en nuestros compañeros de trabajo? ¿Qué vemos en la gente que nos está haciendo la vida imposible? Que Dios nos ayude para ver en cada ser humano a un hijo, una hija, de Dios.
Padre amado, por medio de tu Santo Espíritu, capacítame para ver en cada ser humano un ser valioso por el cual Cristo sufrió y murió.
28 de enero
Lo que es adorar a Dios
“Dad a Jehová la gloria debida a su nombre; adorad a Jehová en la hermosura de la santidad” (Salmo 29:2).
¿En qué consiste adorar a Dios? Una de las mejores respuestas a esta pregunta la leí en un libro de Rosalie Zinke. Dice ella: “La adoración no es, sencillamente, un acto físico, como arrodillarse para orar. Más bien, es un corazón que ama y reverencia a Dios; un corazón que ha sido humillado ante un Creador grande y poderoso. Es un corazón que ha sido quebrantado en el Calvario, consagrado a la muerte al yo y comprometido con el señorío de Jesucristo” (Adoración: de lo terrenal a lo sublime, p. 57).
Dicho de otra manera, adorar a Dios significa que reconozco su soberanía, por ser mi Creador; y su derecho de propiedad sobre mí, por ser mi Redentor. Significa que confío en que ese Dios amante siempre desea lo mejor para mí, y que lo obedezco de todo corazón.
¿Falta algo en esta definición de lo que es la verdadera adoración? Aparentemente, nada. Sin embargo, intencionalmente omití la última parte de la cita de Zinke. Ahí ella dice que ese corazón que ha sido quebrantado en el Calvario, que ha muerto al yo y se ha comprometido con el Señor Jesucristo, “no está buscando la realización de sus propios deseos, sino la gloria de su Creador”.
¿Cómo puedo adorar a Dios de un modo que glorifique su nombre? La misma autora nos ayuda a responder, cuando señala que adorar a Dios es darle lo mejor de lo que tenemos: lo mejor de nuestros talentos, de nuestros recursos, de nuestro tiempo. Lo que esto significa es que adoramos a Dios no solamente cuando de rodillas reconocemos su grandeza y majestad, sino también cuando usamos para la gloria de su nombre los talentos que él mismo nos ha dado.
¿Qué talentos te ha dado Dios? ¿El de la elocuencia? Entonces predica para la gloria de Dios. ¿El del canto? Entonces canta para la gloria de Dios. ¿El de la administración? Entonces administra para la gloria de Dios. ¿El del liderazgo? Entonces dirige teniendo como tu modelo el estilo de liderazgo de nuestro Señor. Dale a Dios siempre lo mejor. Solamente así podrá ser aceptable ante el Trono de nuestro Padre celestial.
¿Puede haber una mejor manera de adorar a Aquel que es digno de recibir honra, gloria y majestad ahora y por la eternidad?
Padre celestial, a partir de hoy resuelvo darte lo mejor de mis talentos, mis recursos y mi tiempo. ¡Mereces eso y mucho más!
29 de enero
La grandeza de Moisés
“El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla cualquiera con su compañero” (Éxodo 33:11).
¿Qué había en la vida de Moisés que permitió a este hombre de Dios ganarse un lugar especial entre los grandes líderes en la historia de la humanidad? ¿Y cómo pudo soportar a un pueblo tan terco y rebelde durante cuarenta años en el desierto?
La respuesta nos la da el escritor de Hebreos, cuando dice que “por la fe [Moisés] dejó Egipto, no temiendo la ira del rey, porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Heb. 11:27). Dicho de otra