Más allá del ayer. Ronald K. Noltze

Más allá del ayer - Ronald K. Noltze


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echó una mirada de sorpresa al documento, luego a mi cara, a mis ojos y otra vez posó su asombro sobre el pasaporte.

      –Míster Noltze? –me preguntó en inglés.

      –Sí, señor –respondí.

      –¿Nació aquí, en Liberia?

      –Sí, señor.

      –¡Bienvenido! –exclamó mientras estampaba en mi pasaporte el sello rojo que me permitía ingresar al país.

      ¡Listo! El primer obstáculo estaba superado.

      Un empleado uniformado me entregó mi maleta. Me percaté entonces de que me encontraba en una gigantesca sala de admisión, intensamente iluminada. Por donde miraba, había soldados uniformados, quienes se mantenían estáticos, pero atentos, ante cada movimiento de este único pasajero que llegaba al país.

      Recién ahora estaba en condiciones de concentrarme en la nueva fase de mi aventura: el posible encuentro con un completo desconocido, en quien, desde hacía días, tenía puesta la esperanza de que me buscara.

      Llevaba en mi mano derecha, a modo de identificación, una Review & Herald, la mundialmente conocida revista de la Iglesia Adventista en inglés. Mi pulso iba rápido. Lo sentía latir en el cuello. Estaba tenso. “¿Estaría alguien esperándome?”, me preguntaba. Concentrado, recorría con mis ojos cada rincón de la sala en busca de algo llamativo. Caminaba lentamente y solo.

      De pronto, me detuve... ¡Allí había algo extraño!... Noté que, en esas tempranas horas de la madrugada, había una única persona no militar. Se encontraba en el otro extremo del salón, esperando debajo de un cartel verde que indicaba la salida. Vi que era un hombre de raza blanca. Aparentemente despreocupado, estaba apoyado contra un pilar con sus brazos cruzados sobre el pecho.

      Lentamente encaminé mis pasos hacia esa persona. Y, mientras me acercaba, casi no podía creer lo que mis ojos veían: ¡En sus manos sostenía una revista! Al acercarme más, reconocí las letras. ¡Era una Review & Herald!

      A miles de kilómetros de distancia, ambos nos habíamos decidido por la misma señal de identificación. Antes de pronunciar una sola palabra, lo sabíamos: ¡Nos habíamos encontrado!

      –¿Es usted el director de Konola Academy? –pregunté.

      –¿Es usted el hijo del misionero Massa Noltze? –respondió él, con otra pregunta.

      Espontáneamente nos abrazamos, como si hubiésemos sido viejos conocidos de tiempos pasados, dos amigos que se habían encontrado de nuevo, después de un largo, muy largo viaje. No hizo falta explicar nada más en aquel momento. ¡Todo estaba aclarado! Lo anhelado se había hecho realidad... La Providencia había permitido lo humanamente imposible.

      Por vías muy inusuales, y luego de que pasara por diversas manos, Bruce A. Roberts había recibido, como director de la escuela de Konola, el extraño telegrama que yo había mandado. Entonces, lo evaluó. Una y otra vez –me contó– había leído el mensaje, había analizado el contenido y, finalmente, había logrado darle al texto su correcta interpretación. ¡Se había arriesgado a conducir de noche, cien kilómetros por rutas de selva, hasta el aeropuerto, para esperar allí a un absoluto desconocido!

      A través de las oscuras y desiertas calles de Monrovia, tomamos finalmente la ruta hacia el interior, el camino a Konola.

      Entrada principal de la Konola Academy.

      Gatai, la niñera

      Me desperté demasiado temprano. Una mirada al reloj me confirmó lo que mi cuerpo me decía: no había dormido muchas horas. Eran a penas las seis de la mañana.

      Me sentía incómodo y hacía demasiado calor. Noté que estaba bañado en sudor. Mi ropa, inusualmente húmeda, estaba pegada a mi cuerpo (y eso que eran las primeras horas del día). En el aire, denso, se percibía un constante aroma húmedo y mohoso, propio de la selva tropical.

      La señora Roberts me invitó a desayunar.

      –Hace ya varios años que estamos en África y nos sentimos bastante cómodos aquí –me dijo la joven estadounidense–. Los muchos alumnos y alumnas, junto con el personal docente, son tarea suficiente para llenar nuestros días. Es gente maravillosa. Los amamos sinceramente –agregó.

      Luego, Bruce me explicó:

      –Konola Academy es una de las cuatro mejores escuelas del país. Pertenece a la Misión de Liberia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, cuya sede central se encuentra en Monrovia. En el país, quienes se consideran personas de elevado rango social o de un nombre importante, envían a sus hijos a nuestro internado. Realmente tiene una muy buena reputación.

      Justo en ese momento, cuando mis anfitriones se aprestaban a escucharme para saber algo más de mí, fuimos sorprendidos por unos extraños golpes en la puerta. Venían de la entrada principal de la casa, y, a juzgar por la reacción de los Roberts, no eran habituales. En realidad, habían sido golpes muy vacilantes, tan tímidos, que personalmente no los había escuchado. Roberts se levantó de un salto, empujó su silla hacia atrás y se fue hacia la puerta.

      –¿Quién está ahí? –preguntó.

      Pero no hubo respuesta. Un rayo de sol resplandeciente entró cuando abrió la puerta. Protegiendo sus ojos con la mano, comenzó un fluido intercambio de palabras. No alcanzaba a ver a la persona con la que hablaba, pero, por su voz, me di cuenta de que era una mujer. De todas maneras, no podía entender ninguna palabra del dialecto nativo en el que hablaban. Siempre con su mano en el picaporte de la puerta, Bruce giró lentamente la cabeza y clavó sobre mí una mirada larga, inquisitiva. Mientras lo hacía, se mantenía en silencio. Aquello era vergonzoso. Y, aunque no había entendido lo que hablaban, era evidente que el asunto tenía que ver conmigo.

      Para complicar la situación aún más, la señora Roberts también se levantó y se sumó a la agitada conversación. Esto continuó por unos instantes. De pronto, el dueño de casa regresó a la mesa visiblemente consternado y, aferrando con ambas manos el respaldo de su silla, me dijo:

      –Mi estimado amigo, allí afuera hay una mujer. Yo la he visto muchas veces por aquí, porque es una de las cocineras del internado. O esta mujer está desorientada y confusa, hablando disparates, o en lo que dice hay algo de verdad. A toda costa quiere hablar con usted. Asevera que lo conoce desde hace mucho tiempo. Asegura haber sido la niñera que trabajaba para la Sra. Noltze, su madre. Insiste en haberlo cuidado cuando era pequeño... Su nombre es Gatai.

      G - A - T - A - I.

      Esta palabra desencadenó una cascada de recuerdos en mi mente. En una fracción de segundo aparecieron ante mi retina imágenes que por un largo tiempo habían estado almacenadas en la profundidad de mi subconsciente. De repente, estas imágenes tomaron forma. Estaba sensiblemente conmovido, y a la vez turbado. Gatai: esa era una imagen amorfa en mi mente a la cual debía dar nuevamente estructura y vida.

      –Sí, ¡este nombre tiene significado para mí! –respondí.

      Un tanto cohibido por todo ese contexto me levanté y murmuré a mis anfitriones:

      –Gatai... Gatai... sí, sí... este nombre me resulta familiar. Mis padres muchas veces han hablado de una muchacha llamada Gatai, ese nombre me suena. He visto más de una foto de Gatai. De alguna manera ella ha estado muy ligada a la vida de nuestra familia y la de la estación misionera. Creo que lo que esta mujer dice puede ser real. Me gustaría hablar personalmente con ella.

      Afuera, a pocos metros de la casa, me encontré con una mujer morena, de baja estatura y festivamente vestida. Un elevado turbante amarillo y rojo adornaba su cabeza: aquello era una demostración de que ese encuentro era algo muy especial para ella. Un paño de tela multicolor envolvía su cuerpo desde el cuello, pasando por la cintura y llegando hasta cubrir los tobillos. No había joyas en


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