Más allá del ayer. Ronald K. Noltze
bajar, recordaron una lección que era recurrente en la vida: muchas cosas dependen de la perspectiva desde la cual se las mire. Es que lo que desde arriba aparentaba ser sencillo se convirtió en algo desagradable al comenzar a bajar: la escalera de cuerda se balanceaba de un lado al otro a lo largo del casco. Karl se dio cuenta de que era muy fácil que sus pies zafasen de alguno de esos débiles peldaños. Se sujetaba desesperadamente firme de la soga que hacía de barandilla, y registraba con preocupación cuántos peldaños faltaban todavía hasta llagar a la plataforma. Finalmente, los tres lograron llegar a la plataforma.
“El balanceo del barco es casi imperceptible hoy, no debiera ser tan difícil saltar a la barcaza”, pensó Karl. Esta vez, a diferencia de lo que había presenciado en Freetown, la maniobra fue rápida y, con la ayuda de los musculosos brazos de los marineros, pronto estuvo dentro de la barcaza.
–¡Lo hemos logrado! –se le escapó con evidente alivio.
Apenas después de que subieron al bote, comenzaron a llegar sus pertenencias. Sobre sus cabezas, con la grúa del barco, bajaba una gran red con parte de su equipaje. La misma descendió hasta ser delicadamente depositada junto a ellos, en el medio del bote. Luego, siguieron otras tandas. Maletas de acero, baúles, cajones y bolsas de lona; una carga tras otra bajaban sin contratiempo alguno. Esto también era un motivo para agradecer: no habría sido la primera vez que la carga completa de una red terminara en el agua. Sin embargo, un recuento rápido comprobó que la carga estaba completa. Acto seguido, los remeros guardaron y aseguraron cada una de las piezas en diferentes sectores del gran bote.
Ahora podían relejarse. Una nueva etapa había sido completada y los suspiros de alivio volvieron a escucharse.
Recién entonces comenzaron los saludos, los abrazos y las presentaciones. Karl no conocía a Rudi Helbig.
–Así que tú eres Karl. Te hemos estado esperando ansiosamente. Ernst me ha contado mucho sobre ti –dijo el misionero que los había esperado en Liberia.
–Es genial que todo haya funcionado tan bien y que hayas conseguido esta barcaza. Puedes imaginarte con cuánta curiosidad estoy esperando el encuentro con ustedes dos en Palmberg –respondió Karl.
–¿Has podido traer todas las cosas que habíamos pedido?
–Pienso que sí, ya ves que todo llegó bien.
Rudi y su esposa, Elisabeth, habían llegado apenas ocho meses antes a Liberia. Todavía, muchos aspectos del mundo en suelo africano le resultaban nuevos. Recién más adelante, durante la travesía a Grand Bassa, querría hablar sobre el curso dramático de sus primeros meses en África.
–Estamos listos –le dijo Rudi al timonel.
Los remeros tomaron sus posiciones, y el ritmo constante de los remos surcando el agua comenzó a oírse. La barcaza tomó velocidad y el gran barco donde Karl había pasado sus últimas tres semanas comenzaba a quedar lejano.
El joven dio una última mirada al SS-Wadai, sus pasajeros en las cubiertas y los pañuelos que se agitaban en despedida. Con más de uno de ellos Karl había logrado una sentida amistad. “¿Volveremos a vernos?”, se preguntó. Luego, realizó un nostálgico saludo con las manos y una silenciosa oración: “Eterno Dios, gracias por el largo viaje en barco sin ningún incidente negativo. Sigue acompañándonos ahora, por favor, en esta pequeña barcaza”.
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