Más allá del ayer. Ronald K. Noltze

Más allá del ayer - Ronald K. Noltze


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manejaba de manera formal y muy respetuosa con ellos: al fin y al cabo, se trataba de sus jefes.

      “Estos dos eran hombres con experiencia, tenían cargos de alta responsabilidad. Estaban llamados a representar los intereses de la iglesia en el extranjero”, reflexionaba Karl. Al mismo tiempo era consciente de que, como joven principiante, era observado por sus superiores, quienes analizarían sus convicciones, su fidelidad para con la iglesia y su capacidad de enfrentar problemas.

      Después de un paseo juntos por la cubierta siguió la prometida cena con el capitán y su primer oficial. Una que, más tarde, Karl calificaría como “todo un éxito”.

      Entre tanto, el barco ya había levado anclas y se encontraba navegando otra vez en altamar. Apenas se divisaba la costa a la luz de la luna.

      Tras la cena, los tres hombres hicieron un recorrido más por la cubierta. La fresca brisa de la noche les resultaba por demás agradable. Ising se esmeró en explicar a Karl cómo se imaginaba el resto del viaje hasta Palmberg.

      Misioneros: E. Flammer, R. Helbig, K.Noltze. Secretario de misiones: J. Read.

      Con semanas de anticipación, los secretarios de la Misión habían enviado por correo postal un mensaje al pastor Helbig, quien se encontraba en Palmberg, pidiendo que contratara, para la fecha de su arribo a Monrovia, una barcaza con un equipo de remeros que les permitiera seguir con el viaje a lo largo de la costa hasta Grand Bassa.

      –Esperamos que nuestros mensajes hayan llegado y todo pueda hacerse como está previsto –comentó Ising.

      –Helbig nos recogerá directamente del barco y entonces continuaremos el viaje de inmediato, sin tocar tierra. En un previamente acordado sector de la costa de Grand Bassa nos esperará una caravana de hombres de carga de la estación misionera Palmberg. Allí iremos a tierra. Los 40 kilómetros restantes al interior tendremos que hacerlos a pie –completó. Luego, ambos secretarios se despidieron con un apretón de manos y se marcharon hacia sus cabinas.

      Karl permaneció durante un buen tiempo más en la barandilla, mirando al mar y repasando en su mente todo lo que había vivido durante aquel largo día. Solo el rítmico golpe de las olas contra el casco del barco interrumpía el silencio de esa estrellada noche tropical.

      Monrovia

      El triple sonido ronco de la bocina lo hizo sobresaltar de su profundo sueño. Era la señal de llegada del SS-Wadai a Liberia. Lejos de la costa, en aguas profundas, habían lanzado las anclas. A unos 5 kilómetros de distancia, recostada sobre una bahía, se encontraba la ciudad Monrovia.

      No existían instalaciones portuarias. Como los grandes barcos de ultramar no se atrevían a entrar en las aguas rocosas y sembradas de bancos de arena de la bahía, se anclaba a gran distancia. El transporte de personas y mercancías se efectuaba con embarcaciones especialmente diseñadas.

      El triple aviso de la bocina del barco era la forma habitual con que los vapores informaban de su llegada. Todo el mundo distinguía aquella señal. Y eso solía desencadenar de inmediato una dinámica actividad en las habitualmente somnolientas calles de la ciudad. Aquella mañana no fue la excepción.

      Karl había solicitado al camarero que lo despertara, porque no quería perderse por nada el momento de la llegada. De todos modos, no hubiese sido necesario: el traqueteo de las cadenas del ancla al caer y la sirena de niebla lo habían sacudido lo suficiente. Se encontraba en la cubierta superior, solo y muy contento de que nadie más intentara compartir ese momento con él.

      Todavía era de noche, pero en el horizonte se notaban los primeros rayos del amanecer. El cielo sin nubes hacía suponer que sería un día más tropical y caluroso que los anteriores. Todavía a esta hora temprana se notaba una leve brisa que soplaba desde el mar. De cualquier manera, el aire era denso y húmedo, y el termómetro subiría paulatinamente hasta alcanzar los 35º e incluso los 40º centígrados. Karl liberó sus pensamientos mientras sus ojos distinguían, cada vez más de cerca, los contornos de la costa.

      Algo más tarde aparecieron los dos secretarios de la Misión, quienes se sumaron a Karl en la contemplación del espectáculo desde la barandilla. Tostados por el sol y vestidos de impecable blanco, los tres hombres daban un cuadro espléndido. Una imagen que se condecía con su buen humor.

      Los tres eran los únicos pasajeros que figuraban en la lista de desembarque del oficial de turno.

      Hacia la costa se veía una multitud de pequeños puntos negros. Eran las múltiples embarcaciones que venían en dirección a la nave. Algunos de los botes ya estaban llegando al barco. El cuadro se había animado poco a poco. Karl sentía latir su pulso hasta el cuello: estaba nervioso. Se esforzó para dar la impresión de calma y serenidad. No era un momento para preguntas innecesarias o comentarios inapropiados. Al contrario, la tensión flotaba en el aire.

      “Por favor, Señor, haz que esto vaya bien...”, musitó en silencio una oración. “Hasta aquí me has guiado, ¡pero ahora esto se pone serio!”, agregó para sí. Finalmente, se dijo con seguridad: “De alguna manera tendré que salir bien de esta”.

      Sus dos secretarios observaban concentrados a la pequeña armada de botes para detectar la embarcación que esperaban. Conscientes de que en África los relojes marchan un tanto diferentes, estaban ansiosos de saber si lo planeado con tanto detalle se iba a cumplir y si podrían seguir el viaje todavía esa mañana.

      “¿Habían llegado los correos? ¿Había podido arrendar Helbig la barcaza, tal como se le había indicado? ¿Habrá sido posible contratar una tripulación experimentada de remeros?” Las preguntas se sucedían en la mente de los líderes.

      Mientras seguían mirando tensos, Ising comentó a Karl, en alemán:

      –También hubiese sido posible tomar el camino por tierra, a través de la selva. No estamos en época de lluvia. Pero, por seguridad, hemos preferido hacer el trayecto por el mar.

      Inmediatamente, se explicó:

      –Sabemos que traes mucho equipaje con equipamiento necesario para la misión y es muy difícil encontrar en Monrovia hombres honestos para las cargas. En un trayecto largo, de varios días de caminata por la selva, desaparecería más de una carga junto con sus encargados de transportarlas. Será tanto más sencillo y relajado con los hombres que vendrán a buscarnos desde Palmberg.

      A la luz de aquel contexto, parecía una decisión sensata. Los marineros bajaron la ya conocida escalera de cuerdas por el casco de estribor. El mar seguía sorprendentemente tranquilo y la superficie del agua se mantenía casi lisa. Entre tanto, había salido el sol y estaba ya bastante alto en el horizonte. Los tres miraban concentrados el hormiguero humano que se había formado al nivel del agua.

      –¡Allí!

      Los tres misioneros reaccionaron casi al mismo tiempo. Habían divisado entre la maraña de embarcaciones una barcaza algo más grande. Del lado de la popa podía verse a un hombre de pie, delgado y que definidamente se diferenciaba por su vestimenta blanca y el casco tropical de los morenos remeros. Con gafas que lo protegían contra el sol brillante, recorría las cubiertas del barco en busca de los hombres que debía recoger. A su lado estaba el timonel de la embarcación, buscando un camino hacía el barco. Con voz alta de comando, que se escuchaba hasta la cubierta, ordenó replegar los remos y, aprovechando el empuje de la velocidad, hizo deslizar el bote a lo largo del casco directamente hasta la escalera. “Aquí sí que hay una mezcla de habilidad y práctica”, pensó Karl.

      El hombre blanco en la barcaza había reconocido ahora también a sus colegas misioneros en la barandilla y agitaba su casco tropical como saludo:

      –¡Hola! ¡Hola...!

      Recién entonces los tres misioneros que observaban desde la barandilla del SS-Wadai comenzaron a moverse: aquel movimiento con el casco era la señal pautada. Esa era su embarcación. Ese era su hombre. El encuentro había resultado. La tranquilidad


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