Más allá del ayer. Ronald K. Noltze
de misiones, Read –y quizás alguna otra persona con quien le tocara trabajar–, le hablaría exclusivamente en inglés.
Cuanto más se iban alejando de Europa, tanto más exóticos resultaban los puertos y su población. La pregunta que crecía cada vez más en su mente era: “¿En qué forma se podría trasmitir a estos nativos el evangelio de Cristo si tienen una cultura tan diferente?” Ni el seminario de Marienhöhe, ni el Instituto Tropical de Hamburgo le habían dado la más mínima orientación en este sentido.
El mundo de estos aborígenes, su enfoque de la vida, su pensamiento y comprensión se movían en un nivel totalmente diferente al de su mentalidad europea. Poco a poco tomó consciencia de que este sería un obstáculo de no poca envergadura.
Una mañana, el SS-Wadai llegó a la altura de Freetown. Aquí debían subir a bordo los secretarios de la Misión. El sol era abrazador y brillaba verticalmente desde el cenit; el aire era denso y sofocante. Al no existir instalaciones portuarias, el barco había echado anclas lejos de tierra firme. En la bruma se divisaba, a la distancia, la costa y se dibujaban los contornos de una ciudad. Un tanto ansioso, Karl se aproximó a la barandilla y trató de identificar la barcaza que debía traer a sus dos colegas. Con sabia precaución había anotado en Hamburgo los nombres de ambos. Los dos caballeros estaban completando un viaje administrativo, visitando varias instituciones de la Iglesia Adventista en África. No muy lejos de Freetown estaba la estación misionera “Waterloo”. La Misión Adventista operaba allí una escuela de comercio, que gozaba de envidiable popularidad. Un matrimonio de Dinamarca, ambos enfermeros del Sanatorio Skodsborg, de Copenhague, y el profesor Henricksen dirigían aquella organización educativa. Read debía visitar la estación misionera, entregar los saludos de la patria, motivar a los misioneros para sus tareas y consolidar las buenas relaciones con el Gobierno de Sierra Leona. Estas visitas de los secretarios de Misión solían ser una experiencia refrescante para los misioneros entre los retornos a sus bases europeas. Un aire a patria y de civilización propia recorría entonces sus cabañas rodeadas de selva y daba una inyección de motivación para seguir adelante en medio de los desafíos diarios.
El clima, las condiciones sanitarias y las enfermedades tropicales pedían mucho sacrificio a los misioneros. África cobraba su tributo de vidas humanas, ya sea entre los comerciantes, empleados de gobierno o los clérigos. Paludismo, fiebre amarilla, la fiebre de las “aguas negras”, el cólera, disentería amebiana y el constante calor acompañado por una alimentación desequilibrada debilitaban la salud de los extranjeros. Aquello explicaba las licencias regulares a sus países de origen en intervalos prefijados.
El mar estaba tranquilo, apenas se veía alguna ola. Abajo, al pie de la nave, un enjambre de canoas, botes a remo y algunas barcazas más grandes competían entre sí. Mientras los primeros trataban de ofrecer a los gritos sus mercancías, las barcazas traían provisiones y equipaje para los grandes barcos. También había barcazas que llevaban hacia SS-Wadai a pasajeros bien vestidos, quienes debían abordar la nave. Algunos de ellos exhibían ropas de múltiples colores: estos eran los africanos. Los otros, con vestidos y trajes blancos, eran los extranjeros.
Al comienzo mismo del viaje, el capitán había prevenido a sus pasajeros de los ladrones en los puertos. De hecho, muchachos de estos, ágiles, intentaban subir a las cubiertas superiores por sitios casi inaccesibles en el casco de la nave. Esto ameritaba mucho cuidado por parte de los tripulantes en medio del tumultuoso espectáculo que se desarrollaba alrededor del barco.
–¡Allí! –dijo Karl, quien había quedado absorto observando el caos, al punto que había olvidado seguir buscando a los secretarios de la Misión que debían sumarse al barco–. ¡Tienen que ser ellos! –exclamó al divisar a dos hombres vestidos de blanco y con cascos tropicales que estaban parados en la popa de una barcaza.
Remeros musculosos empujaban aquel bote. El hombre del timón dirigió hábilmente su embarcación para que esta bordeara la pared del barco y llegara hasta una larga escalera que colgaba por la borda y cuyos peldaños bajaban hasta tocar el agua. El último escalón era algo más ancho. En esta plataforma se habían ubicado dos marineros fornidos con el propósito de ayudar a los que iban a saltar desde la barcaza.
A pesar del mar aparentemente tranquilo, el suave oleaje hacía bajar y subir el bote unos dos metros. Era imprescindible aguardar el momento oportuno para dar el salto desde el borde de la barcaza a la plataforma de la escalera. O esta maniobra resultaba con éxito o el pasajero terminaba en el agua. Titubeos no eran bienvenidos.
Los dos hombres vestidos de blanco se ubicaron en el borde de su bote, donde uno de los remeros los sostenía de las caderas. En la plataforma de la escalera del barco esperaban atentos los dos marineros. Para el caso de que la maniobra fallase y el nuevo tripulante cayese al agua, se le dio a cada uno de ellos una soga que, en su otro extremo, estaba atada a la escalera.
“Este traslado tiene un sistema aceitado, y necesitan ser muy metódicos”, pensó Karl mientras notaba cómo una sensación incómoda se instalaba en la boca del estómago. Claro, la idea de su desembarco próximo en Monrovia había comenzado a rondar por su mente.
Una, dos, tres veces... La barcaza subía paulatinamente, para hundirse inmediatamente, otra vez, dos metros debajo de la plataforma. Varias veces se escucharon órdenes de los marineros, pero los hombres no saltaban. Hasta que llegó el momento oportuno y, con un rápido movimiento, el primero de ellos logró subirse a la escalera.
“¡Qué alivio!”, pensó Karl, quien luego contempló cómo la maniobra se repetía con el segundo de los nuevos tripulantes. Aquella práctica, acaso tan rutinaria en los viajes del barco, le pareció toda una hazaña y una práctica riesgosa. Una que, no obstante, funcionó.
Karl había presenciado toda esta maniobra junto a la escalera, desde donde esperaba con la vista hacia abajo. Estaba vestido de blanco al igual que sus dos superiores: casco tropical blanco, camisa blanca, pantalón blanco, zapatos blancos. Aquella claridad solo contrastaba con el bronceado que el sol de varios días en altamar había dejado en su piel.
El primero de sus superiores llegó escalera arriba. Karl estimó que tendría unos cincuenta años. Lucía robusto, pulcramente afeitado y con una cautivante sonrisa en el rostro.
–¡Bienvenido, Mr. Read! –saludó, enérgico, Karl.
¡Aquí estamos! –se escuchó la alegre respuesta del experimentado pastor. Detrás de él subía su colega alemán: delgado y alto, alrededor de 45 años, con barba rubia y ojos azules.
–Bienvenido, señor Ising! –dijo Karl a su compatriota.
–¿Eres el misionero Karl Noltze? –preguntó quien acababa de subirse al barco.
–Sí señor, lo soy. Estoy contento de que hayan llegado y me alegro de que todo haya ido bien.
Aquella experiencia, aunque simple, resultó grandiosa para un Karl que comenzaba a experimentar, aún sin haber llegado a Liberia, los primeros niveles de desarraigo. Aquel saludo, el cual comenzó con un apretón de manos propio de europeos, pero que siguió con un espontáneo y caluroso abrazo, le dio a Karl una sensación de protección. De repente, ya no estaba solo. ¡Qué momento tranquilizador, incluso tan lejos de casa!
Karl lo había sospechado. La conversación fue totalmente en inglés. Eso sí que significó para él esforzarse al máximo. Qué sabio le parecía ahora haber utilizado cada minuto libre durante el viaje para mejorar su nivel en la lengua anglosajona.
Una y otra vez, el misionero había practicado en su cabina en voz alta y había buscado el contacto con pasajeros de habla inglesa. Pero ahora enfrentaba una prueba de fuego en la materia. Read no entendía ni una sola palabra en alemán y le pareció totalmente natural conversar en inglés. Tampoco daba la impresión de que estuviera haciendo esfuerzo alguno para hablar algo más lento.
Pero, aun así, Karl estuvo a la altura. “¡Funciona! Me entienden y yo los entiendo a ellos”, dijo para sí mismo. Y aquello, también, lo llenó de alivio: la barrera lingüística estaba siendo vencida. Y la sensación le resultó sublime: “¡Hablo inglés!”, gritó en su interior