Más allá del ayer. Ronald K. Noltze

Más allá del ayer - Ronald K. Noltze


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imposible que así fuera. Fue ella quien rompió la tensión del momento y logró articular las primeras palabras:

      –¿Es usted Míster Bubele? –la escuché decir con el acento típico del inglés de Liberia.

      Ahora sí, mi sorpresa llegó al extremo. ¡Su frase logró desconcertarme del todo! Solo con dificultad pude mantener la compostura... ¿Cómo era posible que, a miles de kilómetros de Alemania, en lo más recóndito de África, rodeado por selva virgen y animales salvajes, escuchara de la boca de una mujer no blanca y totalmente desconocida mi apodo de niño en alemán: “Bubele”?

      Solamente mi padre y mi madre solían llamarme cariñosamente Bubele en mi niñez. Esto sí que eran aires de antaño, de tiempos muy lejanos.

      Muchos años habían transcurrido, y las costumbres habían cambiado. Para cuando nos encontramos con Gatai, ya no se usaba de ninguna manera este diminutivo para referirse a un adulto. Solamente el dialecto suabo, del sur de Alemania, transforma un Bübchen (“muchachito”) en un Bubele.

      Gatai y Ronald, Konola (1978).

      Sentí que se me escapaban las palabras:

      –Sí... efectivamente... ¡Yo soy el Bubele!

      –Dígame, por favor, ¿es usted Gatai? –pregunté, aunque la respuesta estuviera implícita.

      –Sí, señor, soy yo... yo soy Gatai.

      Tan pronto como las palabras salieron de su boca, sin poder –o sin querer– evitarlo, abracé emotivamente a esta pequeña y, en realidad, totalmente desconocida mujer. Gatai respondió sin ninguna timidez: estaba eufórica.

      Pero lo que a continuación me esperaba era aun de mayor calibre. En forma totalmente inesperada, Gatai me tomó con ambas manos por la cintura y, sujetándose firmemente, comenzó a pisar el suelo, levantando alternativamente sus pies con un ritmo rápido. Al mismo tiempo, emitía un sonido alto y muy agudo, interrumpido por los labios o la lengua. Sonaba como: “¡Bi... bi... bi... bi... bi... bi...!”

      ¡Qué extraña situación! ¿Qué podría significar esto? ¿Cómo debía reaccionar? ¿Se trataba acaso de un ritual de alegría? ¿O, tal vez, tenía un significado vergonzoso para mí? ¿Era acaso un homenaje a mi persona?

      Por encima del hombro, eché una mirada a Bruce. Pero solo le vi una sonrisa radiante y relajada. Aún más divertida parecía estar su esposa. De modo que de allí no podía esperar gran ayuda para detenerme y entender qué era lo que pasaba.

      Mientras tanto, Gatai no cesaba con su baile. Todo este asunto, de alguna manera, se extendía demasiado para mi gusto. Para colmo de males, mientras ella bailaba, venían corriendo desde distintos lugares estudiantes de la escuela. Muy pronto estábamos rodeados por docenas de muchachos y chicas que gesticulaban alegremente y se esforzaban por emitir el mismo chirrido estridente y tan singular: “¡Bi... bi... bi... bi...!” ¡El mundo parecía fuera de control!

      Danza: expresión de alegría y bienvenida.

      Finalmente, las fuerzas de Gatai se agotaron. Sus manos soltaron lentamente mis caderas y ella se desplomó exhausta en el pasto.

      Más tarde supe de qué se trataba aquello. El pataleo rítmico, acompañado por la imitación del grito de un conocido pájaro de la selva, era el más alto homenaje y cordial saludo que su tribu conocía. Era el mensaje de bienvenida bailado de la mujer de la selva; la expresión máxima de su afecto.

      ¡Liberia me había dado la bienvenida! El director quería mostrarme el campus y las instalaciones de la escuela. Invitó a Gatai a que nos acompañara. La entrada principal del edificio llevaba con letras blancas en relieve la inscripción: “Konola Academy – Seventh-day Adventist Church”. Altas palmeras de la época de los pioneros marcaban todo el trayecto de las calles y, desde el campanario, la vieja campana donada por iglesias alemanas en los años treinta seguía llamando para todos los servicios religiosos.

      No muy lejos de allí, se encontraba sobre un pedestal el tambor de 2 metros de altura, un regalo de los nativos de Liiwa –una de las estaciones misioneras fundadas por europeos– a los pioneros. Los recuerdos seguían aflorando en mi mente.

      Una gran capilla de arenisca blanca atestiguaba el crecimiento de la iglesia. Los hogares estudiantiles y las aulas constituían el centro neurálgico de la escuela, y la bandera de Liberia ondeaba en un mástil central.

      En todas partes nos encontramos con jóvenes bien vestidos con uniforme de estudiante: una camisa de color gris claro con falda o pantalón azul. La disciplina y el orden entre los más de trescientos estudiantes era evidente. En la cocina estaba, como en los viejos tiempos, la olla de hierro negro sobre el fuego abierto, con el almuerzo para los alumnos.

      Alumnas con el uniforme de la Konola Academy.

      Además de la recorrida por la escuela de Konola, Gatai reservó una visita muy especial para mí: a la casa en la que habíamos vivido junto con mi familia, un lugar en el cual había quedado parte de mi historia y también de la suya. Los recuerdos que me apuntó Gatai resucitaron en mi mente una infinidad de anécdotas que hicieron revivir el pasado y más de una experiencia olvidada volvió a tomar forma. No solo era “mi día”, también era el “día de Gatai”.

      Estación misionera Konola: la casa de los misioneros, edificada por pioneros en 1936.

      Viaje a Liiwa

      –Mañana tenemos que visitar sin falta Liiwa, tu lugar de nacimiento –dijo Roberts.

      Liiwa había sido la segunda estación misionera fundada en el país.

      –Para cubrir esta distancia antes los misioneros necesitaban unas dos semanas –nos dijo Gatai, en relación con el trayecto que íbamos a emprender–. Solía ser una caravana de hasta treinta hombres de carga. La señora, tu madre, generalmente viajaba en una hamaca. Yo siempre los acompañaba, ya que conozco esa región –explicó.

      Ahora, con auto, podían cubrirse en solo dos horas los 110 kilómetros hasta la ciudad de Gbarnga, la capital de la provincia. Allí tuvimos que dejar el vehículo, porque solo por senderos de densa selva se podía llegar hasta la antigua estación misionera: Liiwa. Gatai era de esta zona. Para mi gran sorpresa y consternación, se quitó súbitamente toda la ropa y se quedó solo con un taparrabos –llamado lappa entre los nativos–, la vestimenta natural de su tribu.

      –No me entenderían de otra manera –fue su comentario, ingenuo y seco, al notar mi sorpresa.

      Estación misionera Liiwa (1935).

      La agotadora caminata, cuesta arriba y en el calor del mediodía, me exigía al máximo. Gatai, por su parte, caminaba ágil y liviana a mi lado, entreteniéndome con recuerdos, a la vez que se empeñaba con solicitud en ayudarme, cuando mi calzado quería resbalarse en los húmedos puentes, llenos de moho, construidos con troncos de un árbol.

      Inesperadamente, el bosque se abrió y salimos a un claro, una plataforma que permitía la vista sobre un vasto valle. Sobre una colina cercana se veía una alargada choza de barro, con techo de paja.

      –Esa es nuestra escuela, la escuela de la Misión –dijo Gatai con orgullo.

      Tres docenas de alumnos formaban una fila ordenada junto a su maestro y sobre ellos flameaba la bandera de Liberia. Era evidente que nos habían estado esperando. Cada uno vestía camisa y pantaloncito,


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