Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
distrito hay un bosque denso de árboles de sal, de mohua y kusum. Ahí, junto a un manantial solíamos cultivar en un terreno de una bigha.6 Mi padre trabajó ese campo. Todos lo cuidábamos sin descanso y nos lo recompensaba. Nosotros entendemos la tierra, no los documentos. Solíamos creer que los papeles no producían cosecha. Me temo, nieto, que estábamos equivocados.
Aprendimos que el gobierno decidía quién era dueño de esa maravillosa tierra. Un día vimos a un peón del babu Chaitanya Mahakur Mahasay trabajar ahí. Al pedir una explicación, se nos informó que la tierra ahora le pertenecía al honorable terrateniente.
Tiempo atrás, Chaitanya se había hecho de las escrituras de nuestra tierra (podía solicitarlas «en nombre de sus trabajadores») a pesar de que no era suya, de que no tenía derecho a ella. Acumuló tanta propiedad de este modo que se había pasado del límite permitido por la ley, así que el gobierno se la quitó, pero le dio una buena compensación. Después, mediante un sistema llamado patta, se le devolvió la escritura de la tierra.
No sabía de la existencia de esa escritura. Por años, nosotros habíamos cultivado la tierra. No tengo idea de cuándo Chaitanya se había hecho «dueño» de ella, cuándo se la había quitado el gobierno y cuándo había logrado sacarle dinero por eso y después recuperar la escritura de todos modos.
—¡Esa tierra es de nuestros ancestros! —protesté.
El oficial de gobierno sonrió y dijo:
—No mienta. La escritura está a nombre del babu Chaitanya.
Todo se resumía en los documentos. El muy respetable Chaitanya Mahakur jamás había pisado nuestra tierra, pero había logrado sacarle dinero al gobierno por ella y mandar hacer la escritura a su nombre con facilidad.
—No entiendo los documentos. Esta tierra es nuestra.
Chaitanya agitó los papeles frente a mí. Y después llegaron los oficiales.
Resulta que un pedazo de papel vale más que una vida humana, a pesar de las mentiras y verdades a medias que dice. Ese día se derramó sangre en la tierra de nuestros ancestros, pues una bala hizo trizas mi mano derecha.
El gobierno salió victorioso. Chaitanya Mahakur era dueño de nuestra tierra. Durante la pelea, un oficial de policía mató a mi querido Hari Ramey Bagdi. ¡Trataba de defendernos nada más! El juez determinó que los oficiales eran inocentes, pues habían respetado la ley al mostrar los documentos relevantes. La defensa de nuestra tierra me había costado una mano; a mi amigo, su vida.
Y ahora esos documentos le otorgan la cosecha al babu Chaitanya.
En algún momento de la historia, todas las propiedades de este distrito habían sido propiedad mía y de mis parientes y amigos. Hay documentos más viejos que lo sustentan.
Pero los documentos han cambiado. Es asombroso. Parecen seres vivos, como camaleones. ¿Cómo esta criatura que solía habitar en las junglas verdes terminó frente a un árbol gris y triste? Se posó bajo su sombra y eso le cambió los colores.
Por eso mismo creo que un documento no puede cambiar por sí solo. Algunos han soñado con liberar al camaleón del tronco del árbol y soltarlo de nuevo en la jungla.
Uno de esos soñadores fue Debendranath. Un joven bengalí del pueblo sadar. Tenía ojos brillantes y desafiantes. Sintió compasión por nosotros. Me enseñó el alfabeto en la escuela nocturna. Él donaba la educación y yo era su donatario. Debemos mantener esos recuerdos vivos. Se hizo inmortal al revelar los misterios del mundo y la sociedad. Con él, aprendí sobre el origen de las cosas, sobre economía y sobre el clima y la topografía de otras tierras. Una vez dijo:
—Los hombres negros son los habitantes originales del mundo. No lo sabes, pero tú naciste directo de la tierra.
Nos llenaba de asombro.
—Justo como nuestro dios Shiva sale del vientre de la tierra, con el cuerpo hecho de piedra negra, tú también has emergido de ella. Desde que naces, te pertenece por derecho natural.
He escuchado acerca de la furia de Shiva, dios de los hindúes, de su naturaleza destructiva. Debendranath nos comparaba con esa gran deidad poderosa.
—Tienes un derecho inalienable a esa tierra —repitió—. ¿Alguna vez fue tuya?
Asentí.
—¿Cómo fue transferida? —preguntó.
Ya sabes esa historia, nieto mío. Sin embargo, Debendranath señaló algunos huecos. Me iluminó con la educación. Todos nacen sin hogar y sin tierra. Incluso nuestros ancestros. Aun así, les ponemos nombres a esas tierras en honor a personas o tribus que tuvieron vidas insoportables y que poco a poco se frustraron y desilusionaron.
Sabes que el mejor y más productivo pedazo de tierra de unas diez bighas se conoce como la tierra de Nimey Santhal. ¿Quién era este hombre? Nadie lo sabe. Tal vez fue uno de nuestros ancestros. Esa tierra ahora es de los brahmanes utkal. Las treinta bighas que rodean esa área, divididas en terrenillos, se manejan por contratos de aparcería y se les conoce como tierras santhal, aunque no les pertenecen a los brahmanes. ¡Lo mismo es el caso de Bagdir Math, Domer Math, Mahalishol, Dharopayjora y muchas otras!
—Los nombres de estos terrenos contienen pistas sobre sus verdaderos dueños. Es como el nombre de la India, que no se convirtió en «Inglaterra» en doscientos años. Todos siguen intactos.
Nos quedamos atónitos al escucharlo. Se podía ver el asombro en los ojos de los bagdis, los bawris, los doms y los santhal. El decrépito Hori Dom gritó:
—¡Es cierto! Domer Math solía ser nuestra. Mi padre me lo dijo.
Debendranath nos lo había contado durante el anochecer. Todo estaba quieto. Esas palabras parecían hacer eco en el bosque a nuestro alrededor. Podía escuchar que hablaba, que nos decía: «Es cierto, toda esta tierra es de ellos. Somos un bosque antiguo y podemos comprobar este hecho».
Me deprimí. Nadie más podría escuchar este bosque, pues los árboles no hablan. No pueden ir a testificar por nosotros en las cortes.
De cualquier modo, las cortes son lugares muy peligrosos. Cuando intenté proteger mi vida al decir la verdad respecto al caso que habían inventado otros, los abogados interrogaron a otros testigos y los hicieron corroborar testimonios falsos. Uno de ellos, un pobre hombre que fue sentenciado y aterrado en la corte, había vuelto a su aldea devastado. Dijo una y otra vez que ese lugar hace que la lengua se sienta pesada, que te duela la cabeza frente al abogado y que se te suba la presión por el terror.
Por eso, incluso si alguien sabe la verdad, no sirve de mucho. Esos hombres habían sido como los árboles, incapaces de hablar.
A pesar de todo, Debendranath se fue a investigar al pueblo. Un día volvió a Sonari Mara lleno de júbilo. ¡La cantidad de documentos que traía! Había recolectado mucha información y estaba feliz. Le pregunté dónde había estado.
—En el mehfezkhana del pueblo sadar —respondió. Allí se archivan los documentos oficiales.
—¿Es posible acceder a la historia de todas las tierras del distrito? —preguntó Hori Dom.
—Tal vez lo sea.
Debendranath nos platicó sobre el archivo y cómo bajo capas y capas de polvo se escondía la verdad de nuestra tierra. Tenía todos los documentos, notificaciones y más.
—¿No está lleno de ratas? —preguntó Lakhon Murmu. Siempre las busca. No tiene hogar ni tierra. Se alimenta de ellas y eso le causa problemas en la piel—. Conozco el sabor de las ratas que se alimentan de las cosechas, pero me intriga experimentar el sabor de las ratas que se comen la historia.
Debendranath nos contó cómo se había empolvado en el mehfezkhana y que había leído la Ley Agraria de Bengala de 1885 y muchas otras leyes. También había transcrito el Acuerdo Distrital, los convenios permanentes y otros manuscritos.
—¿Qué había detrás de estas transferencias de tierra? —nos preguntó.
—Tal