Betty. Tiffany McDaniel
de liberarla.
—Este sitio es una trampa —dijo, apoyando el peso en el hombro de él mientras miraba la casa.
Las tablas del edificio habían estado pintadas de amarillo en otro tiempo, pero la pintura se había desconchado y había dejado al descubierto la madera desnuda, erosionada como la piedra caliza.
—Menuda pocilga —comentó mamá tan pronto como papá le sacó el zapato.
—Solo en superficie ya vale su peso —se apresuró a decir papá—. Además, no hay nada que no se pueda arreglar.
—Como todo lo demás, ¿eh? —replicó mamá en tono monótono mirando la combadura del techo del porche.
Nos dirigimos a la puerta principal sorteando las altas hierbas espinosas que crecían por las rendijas del suelo. El gran ventanal no se había roto, pero estaba agrietado y lleno de tierra. En algunas zonas, el cristal había sido limpiado por los vecinos que no habían querido entrar en la casa por miedo a tropezarse con algún fantasma. Habían optado por pegar la cara a la ventana para ver qué acechaba entre habitación y habitación.
Papá empezó a toquetear la puerta mosquitera, que colgaba de una sola bisagra. La mosquitera estaba cortada, y la parte suelta se balanceaba. De repente, la puerta se desprendió de la última bisagra oxidada, y papá se vio impulsado hacia atrás. Recuperó el equilibrio antes de caer del todo y dejó rápidamente la puerta como si nunca hubiese tenido la intención de quitarla.
—¿Quieres hacer el favor de dejar de trastear con todo? —Mamá pasó por su lado dándole un empujón—. ¿No ves que esta casa no se tiene en pie porque está en deuda con el diablo?
Se detuvo ante la amplia puerta principal. Tres de sus cuatro entrepaños habían desaparecido junto con el pomo y la cerradura. Mamá meneó la cabeza antes de abrir el resto de la puerta de golpe.
Entrar en la casa era como cruzar el umbral de una tumba. Había hojas marrones secas amontonadas por el suelo de madera, que inicialmente había tenido una gran esfera de reloj pintada. Una amplia escalera circular se hallaba en el centro de la casa. En su día había sido majestuosa, mientras que ahora lo único que quedaba de ella por robar eran los escalones.
De la escalera partían dos salas de estar distintas. El exterior se introdujo en la casa por los boquetes de las paredes hasta que crecieron hojas de verdad al lado de las estampadas en el papel de pared con anticuados motivos florales y enredaderas. Todavía me acuerdo de esa pared. Verde claro, lila y color crema como una larga primavera. Me imaginaba que la mujer que eligió ese papel de pared lo hizo porque le encantaba su casa.
—¿La historia de los Peacock es verdad? —Fraya tocó el agujero de bala de la pared que separaba la sala de estar del comedor—. Creía que era inventada.
La familia Peacock construyó la casa en 1904. Eran ricos y no escatimaban en gastos. En 1947 decidieron modernizar su hogar. Poco después de la renovación, los ocho miembros de la familia desaparecieron en circunstancias misteriosas. Sin cadáveres. Sin sangre. Solo ocho agujeros de bala repartidos por las paredes de la casa.
Un amigo de la infancia de papá, John el del Bloque, compró la propiedad de los Peacock en una subasta. John era dueño de varias casas de alquiler, pero todo el mundo le dijo que, adquiriendo el pasado de los Peacock, había comprado una maldición. Cada año que pasaba, la propiedad se encontraba en un estado más ruinoso. Los saqueadores que venían de fuera del pueblo robaban lo que podían. Ellos no temían tanto la maldición como los habitantes del pueblo.
Cuando papá escribió a John el del Bloque para anunciarle que íbamos a Breathed, su amigo le contestó rápido:
Tengo una casa para ti, pero te aviso que está maldita, querido amigo. Los dueños desaparecieron y nunca volvieron a verlos. Lo único que puedo decirte con seguridad es que no he visto sábanas flotando, ni las puertas se cierran solas. Los agujeros de bala (hay ocho) nunca han sangrado delante de mí. Si está embrujada, no da mucho miedo. Creo que está maldita porque todo el mundo lo dice. Mis motivos para ofrecerte la casa son egoístas: espero que la encuentres lo bastante acogedora para que no soportes la idea de irte. He estado muy solo todos estos años, querido amigo.
Papá dijo que no pesaba ningún maleficio sobre la casa y que los rumores eran una forma de entretenimiento de los pueblos pequeños.
—Además, ¿qué es una maldición más para una familia llena de maldiciones? —había dicho mamá.
Flossie pasó dando vueltas grácilmente mientras señalaba dónde podíamos poner la tele.
—Para ver American Bandstand. Compremos una tele, por favor.
Tiró a papá de la camisa.
—Ya veremos —dijo él.
Lint pasó a mi lado y se acercó a un tigre esculpido situado contra la pared. El tigre era de tamaño real, pero le faltaba la pata izquierda trasera y le habían quitado los ojos de cristal.
Lint deslizó sus finos dedos por las rayas del tigre. El suave pelo castaño le cayó sobre los ojos marrón intenso al apoyar la cabeza en el costado del tigre, como si quisiese escuchar los latidos de su corazón. Trustin se dirigió sigilosamente al otro lado y se escondió junto a la boca del tigre, donde se puso a gruñir. Asustado por los sonidos, Lint cayó hacia atrás contra la pared, gimoteando y tratando de encogerse. Papá le oyó, entró en la habitación y cogió en brazos a Lint a la vez que regañaba a Trustin.
—Vale, solo era una broma.
Trustin se levantó.
Cuando me vio, se llevó la mano a la pistolera y sacó su pistola de juguete.
—Voy a pillar a una india.
Empezó a perseguirme.
—Déjame en paz.
Intenté dejarlo atrás.
—No puedo. —Disparó la pistola al aire—. Tengo órdenes de echar a todos los salvajes de esta tierra.
Me escondí detrás de Fraya.
—No dejes que me pille.
Le tiré de la falda.
Leland irrumpió en la estancia y arrebató la pistola a Trustin.
—No deberías perseguir a tu hermana —dijo Leland echando un vistazo a la pistola antes de alinearla con el agujero de bala de la pared.
—Bang.
Su sonoro grito sobresaltó a Fraya.
—¿En el Ejército te dan una pistola para disparar, Leland? —preguntó Trustin.
—Claro.
Leland devolvió la pistola a Trustin.
—Seguro que no es tan buena como la mía —dijo Trustin antes de disparar contra un escarabajo de color esmeralda que subía por la pared.
Fraya me cogió rápido la mano y entramos juntas en la cocina. En la encimera había cuencos rotos y no menos de una docena de rodillos de amasar de madera amontonados como si fuesen leña. En la parte de abajo del gran fregadero fijado a la pared, había un libro de cocina. Estaba abierto como si una mujer hubiese estado allí hacía poco hojeándolo.
—Betty. —Fraya señaló a Flossie, que recorría el pasillo—. ¿Vamos a ver adónde va? A lo mejor hay tesoros escondidos.
Seguimos juntas a Flossie hasta la escalera. En el séptimo escalón había un corazón toscamente grabado. La idea azarosa de una navaja.
—En nuestra casa han estado parejas —dijo Flossie pisando el corazón mientras subía la escalera.
Los cuatro dormitorios estaban en el segundo piso. Le di a Fraya la caja del pijama para poder echar una carrera a Flossie por las distintas estancias. El primer cuarto era tan largo que tenía vistas al jardín de