Betty. Tiffany McDaniel

Betty - Tiffany McDaniel


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junto a mí—. Con un descubrimiento como tú, me haré rico y famoso. Saldré en primera plana de todos los periódicos del mundo con un titular que diga: LANDON CARPENTER ENCUENTRA UNA MISTERIOSA CRIATURA EN EL BOSQUE. Pero antes tengo que hacerte una pregunta. —Puso su cara frente a la mía—. ¿Eres una criatura de Dios o del demonio?

      —No tiene gracia, papá, y no saldrás en la portada de ningún periódico —dije.

      —¿Ah, no? —preguntó él.

      —No. —Fruncí el ceño lo máximo que me permitieron mis pequeñas cejas—. Me he perdido, y ahora seguro que tú también te has perdido. No puedes salir en la portada de ningún periódico si te has perdido a menos que sea en un artículo que diga que te has perdido. Pero nadie escribiría ese artículo porque a nadie le interesaría leerlo.

      Me acordé de la paliza que los hombres habían propinado a mi padre en las minas.

      —No eres importante —le espeté, como debían de haberle dicho ellos—. Eres Landon Carpenter.

      Él echó la espalda hacia atrás en un gesto repentino de ira.

      —Tienes la boca muy pequeña para ser tan malhablada —dijo antes de beber un trago de licor y pasar por encima de mí para sentarse en el tronco de un árbol caído medio cubierto de maleza y abundante musgo.

      Cogí una hoja y la utilicé para limpiarme los puntitos de sangre de las rodillas mientras me levantaba. Después de estudiar el bosque a mi alrededor, decidí que no tenía valor para adentrarme en la oscuridad sola, de modo que me senté al lado de mi padre. Me quedé mirando el tarro que tenía en la mano. Había pintado unas estrellitas negras en el exterior del cristal.

      —¿Por qué siempre pintas estrellas en los botes? —le pregunté.

      —Porque destilo el licor por la noche, bajo las estrellas —contestó él antes de dejar el frasco en el suelo a sus pies.

      Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la petaca con hojas de tabaco secas. Observé cómo ponía una pizca en un papel de liar.

      —¿Por qué no te importa que nos hayamos perdido, papá? —quise saber.

      —Tú eres la que se ha perdido, muchacha. Yo sé perfectamente dónde estoy.

      Me dejó lamer el borde del papel de liar para poder envolver el tabaco. Acto seguido rascó una cerilla contra la cinta de papel de lija de su sombrero. Mientras encendía el cigarrillo, le miré la cicatriz de la palma de la mano izquierda. La piel se arrugaba como si prácticamente se le hubiese derretido la palma. Él también miró la cicatriz, estudiándola desde todos los ángulos. Cuando empezó a fruncir el entrecejo, apartó la vista y se quitó el sombrero. Me lo puso y dio una chupada al cigarrillo.

      —¿No te da miedo que siempre nos perdamos? —le pregunté—. A mí sí. Tengo miedo.

      Él espiró soplando hacia las estrellas.

      —¿Sabías que el humo es la niebla de las almas? —dijo—. Por eso es sagrado y puede llevarse tu miedo a las nubes, que es el hogar de los comemiedos.

      —¿Los comemiedos?

      —Unas criaturitas buenas que devoran todo lo que te da miedo para que puedas vivir tranquila.

      Me dio el cigarrillo y me dijo que aguantase el humo en la boca antes de soltarlo rápido. Solo fui capaz de expulsarlo tosiendo. Iba a volver a inspirar, pero papá me dijo que cuidase mis pulmones.

      —Los necesitarás para correr por los campos —dijo, cogiendo el cigarrillo.

      Observamos cómo el humo se alejaba y desaparecía.

      —Sigo sintiéndome perdida —confesé.

      Papá me miró antes de volver a desviar la vista a la oscuridad del bosque.

      —Una vez encontré un bosque maldito, ¿sabes? —dijo—. Había ido a buscar plantas, pero me dormí. Cuando me desperté, había perdido la brújula.

      —¿Una brujilla? —pregunté—. ¿Y la llevas encima? Tiene que ser muy chiquitita. ¿Es buena? Déjame verla.

      Me puse a hurgar en sus bolsillos, pero solo encontré sus bolitas de ginseng. Él rio y me detuvo con el brazo.

      —Tranquila, Betty —dijo, riendo aún—. Brújula, no brujilla. Me refiero al sentido de la orientación. Aplané la hierba detrás de mí, pero seguía perdido. Cuando atardeció, pensaba que me quedaría en ese bosque toda la eternidad.

      —¿Qué hiciste, papá?

      —Cogí unas piedrecitas y escribí mi nombre en la tierra para que la gente supiese que tenía uno. Luego me tumbé y miré las estrellas en el cielo. Entonces me di cuenta de que sabía dónde estaba.

      —¿Dónde estabas?

      —Al sur del cielo.

      —¿Dónde está eso?

      —Mira arriba, Betty.

      Me orientó suavemente la cabeza hacia el cielo empujándome por debajo de la barbilla con el dorso de la mano.

      —Allí arriba, en alguna parte, está el cielo —dijo—. Y nosotros estamos un poco al sur. Ahí se encuentra el sur del cielo. Está aquí mismo. —Pisó fuerte el suelo debajo de nosotros—. No importa dónde estés ni adónde vayas, porque siempre estarás al sur del cielo.

      —Estaré al sur del cielo.

      Miré al cielo con gran asombro.

      —No se puede estar en otro sitio —aseguró él.

      Apagó el cigarrillo pellizcándolo con los dedos y se lo metió en la bota. Simuló que me echaba una colilla en el zapato, pero como yo estaba descalza, me hizo cosquillas en el talón hasta que rompí a reír.

      —No ha crecido —dijo de mi pie, midiéndolo con la mano—. Pero nunca volverá a ser tan pequeño.

      —No dejaré que crezca, papá.

      —Seguro que no. —Rio por lo bajo dejando mi pie en el suelo—. Más vale que descansemos. Mañana nos espera un viaje largo. Con suerte, por la tarde veremos Ohio.

      —¿Puedo dormir contigo en el capó?

      —¿No te enfriarás? —preguntó.

      —Tengo una bufanda. —Me envolví el cuello con mi largo cabello moreno—. ¿La ves?

      —¿Seguro que no quieres dormir en la Rambler?

      —Preferiría dormir en Marte, que por cierto es el tema de un cuento nuevo que he escrito. Lo escribí en una servilleta en la cafetería en la que paramos cuando pasamos por Luisiana, pero se me olvidó.

      —¿Se te olvidó el cuento? —preguntó él.

      —No. —Negué con la cabeza—. Se me olvidó la servilleta. Pero me acuerdo del cuento. Es el mejor cuento marciano que he escrito.

      —Siempre escribes sobre Marte. Debes de tener sangre marciana.

      —Hala, el cuento trata precisamente de la sangre marciana.

      —Eso tengo que oírlo.

      Estiró las piernas y las cruzó a la altura de los tobillos.

      —El caso es que los marcianos quieren invadir la tierra —empecé a relatar.

      —Parece que los marcianos siempre quieren invadir lo que es nuestro —observó él.

      —Supongo que no lo pueden evitar. Para invadirnos, mandan pájaros —dije, tratando de formar una figura de pájaro con las manos—. Son de una especie que solo se encuentra en Marte. Los pájaros tienen unas alas igualitas a los menús a cuadros de la cafetería. Sus cuerpos son como los frascos de kétchup de la cafetería, y sus cabezas, tazas al revés.

      —¿Como las tazas en las que


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