Betty. Tiffany McDaniel

Betty - Tiffany McDaniel


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a respirar.

      Inspiró hasta llenar el pecho. Cuando soltó el aire, me agitó los pelillos de la coronilla.

      —No sé qué pone. —Deslicé mis deditos por las palabras desvaídas—. Está escrito con letras raras. ¿Qué pone?

      —Pone «No olvides quién eres».

      —¿Tu madre se olvidó de quién era? —pregunté—. ¿Por eso necesitaba que se lo recordaran?

      —Hubo una época en la que la gente como nosotros no podía decir que era cheroqui —respondió él—. Teníamos que decir que éramos holandeses negros.

      —¿Qué es eso?

      —Un europeo de piel oscura.

      —¿Por qué no podíamos decir que éramos cheraquís? O sea, che-ro-quis.

      —Porque había que esconderlo.

      —Pero ¿por qué?

      —A los cheroquis los sacaban de sus tierras y los metían en reservas. Si nuestra gente decía que eran holandeses negros, los dejaban quedarse porque alguien con raíces europeas podía poseer tierras. Pero no puedes mentirte a ti mismo mucho tiempo porque acabas cansándote. Mi papá y mi mamá tenían que decir que eran holandeses negros tantas veces que mamá se quedaba sin aliento. Tenía que recordarse quién era de verdad.

      Lo miré.

      —¿Quién soy yo? —quise saber.

      —Tú eres tú, Betty —dijo él.

      —¿Cómo puedo estar segura?

      —Por tus antepasados. Desciendes de grandes guerreros. —Me puso la mano contra el pecho—. Desciendes de grandes jefes que llevaron a países enteros a la guerra y a la paz.

      Luego decía Tsa-la-gi mientras me cogía las manos y escribía la palabra en el aire con las suyas.

      A veces yo soñaba con esos antepasados. Soñaba que me tomaban las manos en las suyas y nos frotábamos las palmas hasta que se nos desprendía la piel como la corteza de un árbol y yo podía hablar como ellos a la antigua usanza. Cuando me despertaba, me llevaba la palma de la mano al oído y trataba de oír sus voces. Esperaba que esas voces me alentasen con su ritmo.

      Dos años después de nacer, me convertí en hermana mayor. Mi hermano pequeño Trustin nació en Florida en 1956. Cuando papá estaba mojándolo en el río, una lubina pasó nadando y le dio a Trustin en el trasero. Papá dijo que, gracias a ese incidente, su hijo nadaría muy bien. Cuando Trustin creció, empezó a tirarse al agua. Le gustaba el ruido del agua y la forma en que salpicaba las piedras de la orilla.

      —Es como un cuadro —decía él, que siempre buscaba imágenes en las marcas de salpicaduras—. Un cuadro que desaparece cuando se seca. Nos recuerda que nada dura para siempre.

      Un año más tarde, en 1957, mamá dio a luz a otro hijo al que decidieron llamar Lint. Dijeron que era el bebé de la crisis de los cuarenta de mi madre.

      —Por eso solo tiene piedras en la cabeza —diría Flossie más adelante—. La crisis de mamá se le contagió.

      Tratar de entender a Lint era como tratar de salir de un bosque a oscuras. Lo único que sabíamos es que se alteraba fácilmente. Si comía demasiado o hablaba demasiado alto, temía que fuésemos a echarlo de casa. Cada vez le preocupaba más que mamá y papá no siguiesen juntos. Cuando tenía ocho años, no se separaba de la tabla de planchar hasta que su ropa quedaba tan impecable que se convencía de que no había arrugas ni diferencias entre mamá y papá.

      Después de que Lint viniese al mundo, mamá se contó las cicatrices de la barriga y dijo que no habría más niños.

      A continuación, papá cogió la placenta del parto de Lint y la enterró a casi dos metros bajo tierra. La tapó con piedras para asegurarse de que Lint sería el último.

      Mi padre solía decir que cuando nace un niño, el viento se lleva su primer aliento para que se convierta en una planta o un insecto, un animal de plumas, pelo o escamas. Decía que ese humano y esa vida están unidos como un reflejo mutuo.

      —Hay gente que siempre intenta alcanzar el cielo, demasiado grande para nuestro mundo, como secuoyas gigantes —dijo un día, estirando los brazos por encima de la cabeza mientras nosotros permanecíamos sentados a sus pies asombrados—. Algunas personas son bonitas y delicadas como peonías, y otras, duras como una montaña. También os encontraréis con algunas tan inolvidables que os dejarán un sarpullido en la memoria como la urticaria en la piel.

      Nos rascó alegremente los brazos hasta que reímos.

      —Como las arañas —continuó—, hay gente que no puede parar de tejer redes en la vida, ya sea por obra de sus lenguas o de sus manos. —Flexionó los dedos como patas de araña antes de emitir un zumbido chasqueando la lengua—. Bzzzzzz. Pero muchas son tan pesadas como los moscardones. Bzzzzzz.

      Hizo ver que su dedo volaba por el aire.

      —Bzzzzzz.

      Nosotros movimos nuestros dedos con el suyo.

      —Tendréis que andaros con cuidado con los que esparcen rumores con la facilidad con la que los dientes de león esparcen sus semillas —dijo—. Pero sobre todo tendréis que vigilar a los que viven de la putrefacción, como el hongo que crece en los árboles dañados o débiles.

      —¿Cómo somos nosotros? —pregunté.

      —Bueno, los Carpenter somos como las bayas. Las bayas ricas y jugosas que crecen en lo profundo del bosque. Las bayas que…

      —Dan disgustos a todo el que pasa —terció la voz de mamá adelantándose a la de papá— y tiene curiosidad por descubrir a qué saben.

      3

      Despierta, cierzo; acércate, ábrego; soplad en mi jardín.

      Cantar de los Cantares 4, 16

      Ozark, Arkansas. Un lugar de naturaleza verdinegra al pie de montañas. Es allí donde nací y adonde volvimos después de que Lint viniese al mundo. Vivíamos en una casita que papá había construido a medias sobre cimientos de hormigón. Las paredes todavía no estaban terminadas, de modo que se veía el material aislante y la lona impermeable colgaba del techo inacabado. Además de construir la casa, papá vendía licor casero y trabajaba bajo tierra como un topo con los demás mineros del carbón.

      El único de los hijos que no vivía en casa era Leland. Entonces él tenía veinte años y ya hacía dos que se había alistado en el Ejército. En esa época estaba destinado en Corea. Escribía cartas a mamá y papá. Leland nunca escribía sobre el Ejército ni sobre los motivos por los que se encontraba estacionado en un lugar concreto. Escribía sobre cosas que hacían que pareciese que estaba de viaje.

      El otro día fui a pescar, escribía. Usé una caña de pescar coreana. Se llama gyeonji. Pesqué un pez que parece una lubina de las nuestras.

      En sus cartas, papá informaba a Leland de dónde nos encontrábamos.

      Ahora estamos en Arkansas, explicaba papá con su cursiva ladeada. Mucha salvia azul y equináceas, aunque yo no veo muchas. Bajo tierra, solo hay piedra y corteza. Gajes del oficio de minero.

      Las minas estaban lejos de casa, de modo que papá viajaba en tren y se quedaba en una tienda enfrente del pozo para ahorrar gastos. Pasaban días hasta que volvíamos a tener noticias de él.

      La tarde que llamó yo estaba tumbada boca abajo en el suelo de madera contrachapada. A mi alrededor se hallaban desperdigados los lápices de colores que papá había hecho con cera de abeja y que había teñido con materiales como café o moras. Cuando empezó a sonar el teléfono, cogí el lápiz rojo y seguí escribiendo.

      —Jesús bendito. Coge el puñetero teléfono, Betty.

      La voz de mamá venía


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