Betty. Tiffany McDaniel
se quedó bajo el castaño de Indias del jardín con las manos abiertas hacia el cielo. Tenía una castaña alojada en la garganta. Tal vez creyó que, como tenía el exterior marrón brillante, la castaña era un pedazo de caramelo.
Después de taparlo con tierra sembrada de semillas de milenrama, mamá y papá se llevaron a Leland y Fraya de allí. No solo se fueron de Breathed, sino de Ohio y todas sus casas peladas y su esplendor ensangrentado, como decía papá. No soportaban vivir en un estado cuyo símbolo era el castaño de Indias.
Cuando se marcharon, se mudaron de sitio en sitio. Parecía que mamá se quedaba embarazada en un estado para luego tener el niño en otro. En 1948 estuvo a punto de morir dando a luz a Waconda en la orilla del río Solomon de Kansas. Papá calculó que la niña pesaba seis kilos cuando nació. La placenta salió antes que Waconda. Papá intentó volver a meterla, o al menos eso dice la historia.
Pusieron al bebé el nombre del manantial de Waconda, que antiguamente existió cerca del río y era visitado por los indios de las Grandes Llanuras, que creían que tenía poderes sagrados. Agua espiritual. Así es como se traducía su nombre.
Nuestra Agua Espiritual vivió diez días y lloró cada uno de ellos. Papá decía que se debía a que la sombra de un halcón que volaba en lo alto se había posado sobre Waconda y le había dado el grito del halcón. Papá trató de sacarle el grito frotando a Waconda en la garganta con una lombriz. Por las noches, mamá la acunaba con la esperanza de que se durmiese. Parecía que nada la ayudaba.
El trágico día Waconda estaba llorando en la cuna. Papá se encontraba en la cocina poniéndose té negro en las ronchas de la urticaria con bolitas de algodón para que se le secasen.
—Tranquilízate, Waconda, por favor —dijo—. Se te va a aguar el alma de tanto llorar.
Mamá estaba en el dormitorio aplicándose avellano de bruja en la cara con una bolita de algodón.
—¿Es que no se va a callar nunca esa niña? —preguntó mamá a su reflejo en el espejo.
Leland, de nueve años, y Fraya, de cuatro, estaban en el suelo de la sala de estar haciendo ovejas con más bolitas de algodón.
—Waconda —gritaban los dos tapándose los oídos.
De repente todo se quedó tranquilo. En el silencio, encontraron a Waconda con una bolita de algodón metida en la boca.
Tres años más tarde, en 1951, otra hija llegó a la familia. Se llamó Flossie y nació en una escalera de California, los bordes de cuyos escalones se clavaban en la espalda de mamá mientras se agarraba a un balaústre con una mano y empujaba con la otra contra la pared. Cuando no hacía más de un minuto que Flossie había nacido, papá cogió una judía seca y se la frotó en los labios para protegerla de los pájaros que volaban en el cielo y de sus sombras. También le apretó una piña de pino contra la frente para desearle una vida larga, al menos más larga que la de Waconda o Yarrow.
El de Flossie fue el parto más llevadero de mamá.
—La niña salió enseguida.
Flossie siempre estaba deseando hacer una entrada triunfal.
—Está claro que nací para ser especial —diría Flossie más adelante—. La mayoría de los bebés nacen en una cama o en la parte trasera de un coche. Pero yo nací en una escalera. Como la que baja Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses —añadía Flossie imitando a Swanson.
A pesar de no ser cierto, Flossie aseguraba que había nacido el mismo día que Carole Lombard. Otras veces eran Lillian Gish, Irene Dunne u Olivia de Havilland. Para Flossie, ella siempre estaba a un paso del estrellato. Para mí, era una niña que nació en una escalera y se convirtió en una mujer que se debatía entre salir a la luz o internarse en la oscuridad.
—Puedes venir conmigo —decía— si quieres, Betty.
Betty. Servidora. Nací en 1954 en una bañera vacía con patas en Arkansas. Cuando mamá se puso de parto en el cuarto de baño, el sitio más cercano para tumbarse era la bañera. A pesar de la envidia de Flossie, me llamaron así por Bette Davis.
Papá decía que había conocido a la actriz en un baile cuando los dos eran tan jóvenes que no tenían pareja.
—Me puse tan nervioso —decía— que se me llenó la barriga de mariposas. Las notaba revoloteando de un lado al otro. Parecía que hubiera aspirado una corriente de aire que no se calmaba nunca. Para tranquilizarme, me bebí un vaso de leche que Bette me dio. No sé si ella lo sabía o no, pero la leche estaba en mal estado.
»La mayoría de las mariposas consiguieron esquivar la leche, pero a una la salpicó. Tener una mariposa con náuseas en el estómago no es buena idea. —Papá se frotó la barriga al acordarse—. Para deshacerme de las mariposas, dejé a Bette Davis con la luna y me fui a dar un paseo por el bosque. Sin la señorita Davis, los nervios desaparecieron, así que todas las mariposas se fueron volando menos la que se había puesto enferma por culpa de la leche. La mariposa tenía tanta fiebre que me sentía como si tuviera una vela en el estómago.
»Sabía que tenía que hacer algo, de modo que cogí una arañita negra y me la tragué entera. La araña hizo lo que yo quería que hiciera, que era tejer una tela entre mis costillas. La mariposa quedó atrapada en la telaraña, y mi barriga se puso muy contenta. Todavía tengo la araña dentro de mí. Mi panza es ahora su hogar. Algunos días me siento como si tuviera más telarañas que otra cosa en el interior, pero os aseguro una cosa: desde entonces no ha vuelto a dolerme la barriga, porque la araña atrapa todo lo malo que como. ¿Por qué no nos pondría Dios a todos arañas en el estómago?
En lugar de una e final como Bette Davis, mi nombre tenía una y porque a papá la y le recordaba una honda y una serpiente con la boca abierta.
Fue la y de mi nombre —junto con la coronilla de ondas morenas con la que vine al mundo— la que según papá atrajo a la serpiente de cascabel a mi cuna.
Silba, silba, habla, niña, habla.
Una serpiente que se mete en una cuna no busca nada bueno, al menos eso decía papá. Cuando él la sacó de debajo de mi manta, la serpiente de cascabel le picó. Después de succionar el veneno de sus venas, papá cortó la cabeza a la serpiente. La enterró en un agujero hondo como su brazo. Pronunció una oración por el descanso de su cuerpo para apaciguar al fantasma de la serpiente antes de cortarle la cola y hacerme un juguete con ella.
Sacúdete, sacúdete, cascabelea, cascabelea, habla, habla.
Mi padre tenía el pelo negro. Su piel era morena como los hermosos ríos con el lecho de barro en los que él se bañaba. En los ángulos de sus pómulos habitaban sombras. Sus ojos eran del color del polvo que él molía con cáscaras de nuez. Yo heredé esas facciones. La tierra se grabó en mi alma. En mi piel. En mi pelo. En mis ojos. Yo heredé esas cosas.
—Porque eres cheroqui —me explicó papá cuando tenía cuatro años y edad suficiente para preguntar por qué la gente me llamaba morena—. Te llamarán cosas peores —añadió.
—Pero ¿qué quiere decir cheraquí? —pregunté.
—Cheroqui. Repite conmigo. Che-ro-qui.
Me dio la risa tonta cuando abrió los labios para pronunciar la o de una forma muy graciosa.
—Cheraquí —dije otra vez, repitiéndolo hasta que lo pronuncié bien—. Pero ¿qué es?
—Cheroqui eres tú —contestó él, poniéndome en su regazo.
Sacó un trocito de piel de ciervo del bolsillo.
—Parece el lomo de un perro.
Acaricié la parte que tenía pelo.
—¿Verdad que sí? —dijo él antes de dar la vuelta al pellejo para señalar las extrañas letras escritas en el lado liso.
La tinta era azul y se estaba desdibujando, como si el agua estuviese borrando