Betty. Tiffany McDaniel
Si nos para la policía, será peor.
Después de reducir la velocidad al límite permitido, ella lo miró y le preguntó qué demonios había pasado.
—Prefiero que vayamos a casa y no hablemos del asunto —contestó papá.
Vio carbonilla en la puerta del coche. Se dio cuenta de lo sucio que estaba. Se inclinó hacia delante como si quisiese salvar el asiento.
—Quiero saber qué narices ha pasado —insistió ella.
—Nada nuevo, Alka. La misma mierda de siempre.
Él le explicó que desde el día que había entrado a trabajar en la mina, los demás hombres no habían querido llamarlo Landon. Le habían puesto apodos como Tonto y Loro Sentado.
—Y también otras cosas —dijo, alzando la vista hacia su frente.
Acto seguido le contó que los hombres se negaban a montar en el ascensor con él.
—Como entres con el bueno de Landon Carpenter, saldrás sin la cabellera.
Dijo que daban alaridos y se tapaban la boca imitando un grito de guerra indio que lo más probable es que hubiesen visto en una película del Oeste llena de tipis de atrezo y tópicos de Hollywood.
—Cualquiera diría que en las minas —dijo—, donde todos los hombres acaban negros del carbón, no habría separación entre nosotros. Que trabajaríamos unidos.
—Tú nunca serás uno de ellos. —Mamá no apartaba la mirada de la carretera—. Ellos solo necesitan jabón y agua para ser mejor que tú.
—¿Eso es lo que piensas? —preguntó él.
—Es lo que piensa el mundo, Landon. ¿No lo entiendes? No puedes quitártelo por mucho que te laves.
—No quiero quitármelo —aclaró él—. Solo quiero poder trabajar en paz y sin miedo.
Papá mantuvo la cara girada hacia la ventanilla.
—Me sujetaron hasta que no pude moverme. Uno de ellos, el que más se reía, me escupió en la mejilla. Me escupió en la mejilla como si no valiera nada. Luego usó su saliva para escribirme en la frente. Escribió el que según todos ellos es mi verdadero nombre.
Papá se tocó con cuidado la palabra escrita en su frente como si fuese algo grabado en la piel. Mi corazón susurró a mi alma, y mi alma susurró a su vez: Ayúdale. Pero no podía moverme. Me aterrorizaba la historia que él estaba contando. Y la forma en que bajó la voz mientras seguía hablando de las risas de los hombres y de cómo le habían agarrado más fuerte los brazos.
—¿Te han inmovilizado alguna vez, Alka? —inquirió—. Ya sabes, cuando no puedes evitar lo que alguien te está haciendo. ¿Te ha pasado alguna vez?
Ella apretó la mandíbula y siguió conduciendo en silencio antes de parar a un lado de la carretera. Papá puso la mano en la manilla de la puerta. Debió de pensar que tenía que bajar del coche.
—No te muevas —le dijo mamá al tiempo que abría el bolso.
Sacó un pañuelo blanco limpio. Escupió en un extremo antes de usarlo para frotarle la mejilla. Él se apartó de una sacudida.
—Vas a estropear las cosas tan bonitas que tienes —dijo.
Ella volvió a atraerle la cara y le frotó más fuerte la mejilla hasta que le quitó el carbón y la sangre del rostro. Miró la palabra de su frente. Bajó la ventanilla y sacudió el pañuelo contra el exterior del coche. Gran parte del carbón se hallaba incrustado, pero la capa superior de polvo se fue. A continuación, le limpió la frente hasta que la palabra desapareció. Después, extendió el pañuelo frente a ella. Frunció el ceño como si viese las letras de la palabra en la tela.
—De todas formas, nunca me gustó mucho este trapo ridículo.
Lo lanzó por la ventanilla antes de meter una marcha y volver a la carretera.
Metí la mano en el bolsillo. Apreté el lápiz rojo, lo saqué y escribí con él en la chapa metálica del portón trasero. Escribí que mi padre mataba al monstruo de la cueva con mil puntas de flecha que le salían de la frente. Escribí hasta que el lápiz de color menguó tanto que tuve que sujetarlo pellizcándolo entre dos dedos hasta que pude escribir el final feliz que quería darle. Entonces cerré los ojos sabiendo que mi lugar de nacimiento era un capítulo amargo en la historia de mi padre.
Durante los siguientes dos años recorrimos Estados Unidos. Aprendimos historia de boca de ancianos e idiomas extranjeros de boca de borrachos. En Colorado recogimos a una autoestopista que nos dio lecciones de ciencia sobre Newton y su manzana. Conocimos a un expresidiario en una cafetería de carretera de Arizona que nos enseñó las leyes del mundo y las leyes de la cárcel. Pero por encima de todo, aprendimos los nombres de los estados mirando coches.
—Mirad, Alaska —dijo Fraya.
—Idaho. —Flossie vio un Ford rojo—. Seguro que tiene el maletero lleno de patatas.
Lint miró para verlo por sí mismo.
—Es de Texas.
Trustin saludó con la mano al coche. Sus ocupantes no le devolvieron el saludo.
—Ese es de casa. —Mamá señaló la matrícula de Ohio de un Ford Thunderbird que pasó a toda velocidad—. Quiero volver a casa, Landon.
4
Si encontraba tus palabras, las devoraba.
Jeremías 15, 16
Corría 1961 y yo tenía siete años cuando mamá dijo que quería volver a casa. Su casa era Ohio porque allí era donde tenía sus raíces.
—Las raíces son la parte más importante de una planta —decía papá—. Una planta se alimenta por las raíces, y son las raíces las que sostienen una planta cuando todo lo demás acaba arrasado. Sin raíces, estás a merced del viento.
Había pasado tiempo suficiente para que nuestros padres perdonasen al estado del castaño de Indias.
Íbamos todos apretujados en nuestra Rambler color helecho que tiraba de un pequeño remolque de plataforma. La cola de mapache ondeaba hacia atrás, y mamá y papá se turnaban para conducir. Por la noche, mamá se ponía al volante. Yo contaba sus bostezos hasta que papá le indicaba que saliese de la carretera y parase en el bosque, señalando un par de árboles del caucho.
Una vez que mamá apagaba el motor, papá se bajaba acompañado de un tarro de licor casero. Iba a buscar más plantas en el bosque, aunque ya teníamos ramos de distintas hierbas secándose en varios puntos del coche, como detrás de los asientos y en los marcos de las ventanillas.
Después del aprovisionamiento nocturno, sabía que papá se haría la cama en el capó del coche. Mamá siempre se quedaba en el asiento corrido delantero. Trustin abría el portón trasero y dejaba las piernas colgando entre el remolque y el coche mientras Fraya y Flossie se tumbaban en el asiento trasero, con las cabezas juntas, los cuerpos apuntando en direcciones opuestas y los pies asomando por cada ventanilla trasera. Lint se tumbaba encima de Fraya como un gatito faldero mientras ella le acariciaba la coronilla. A mí me dejaban dormir en el suelo del asiento de atrás o a veces en el portón trasero cuando Trustin decidía estirarse en el suelo.
Esa noche la Rambler parecía especialmente abarrotada, de modo que salí a buscar a papá.
Cada vez que pasaba por delante de un árbol, me detenía a escribir en su tronco con el dedo. Pensaba que si les escribía a los árboles algo bonito, me servirían de mapa para guiarme por el bosque.
Querido gran roble, tu corteza es como el canto de mi padre. Ayúdame a orientarme. Querida haya, no se lo digas al roble, pero tus hojas son los mejores marcapáginas que hay. Ayúdame a orientarme. Querido arce, hueles al mejor de los poemas. Ayúdame a orientarme.