Betty. Tiffany McDaniel

Betty - Tiffany McDaniel


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las lanzaba al montón de ropa.

      —Con esto bastará —concluyó, juntando los bordes de la colcha y echándosela al hombro como un saco.

      Al salir cogió sus pendientes de camafeo de la cómoda.

      —¿Cómo iba a olvidarme de ti? —le dijo a la chica grabada en cada pendiente justo antes de ponérselos.

      Sintiendo que era más que una sola persona gracias a los pendientes, salió al jardín con menos miedo. Pasó junto a la abuela Lark, que seguía gritando. Para entonces, papá había agarrado al abuelo Lark del pelo y le estaba apretando la cara contra el suelo. Cuando lo levantó para que respirase, mamá vio que su padre tenía tres dientes menos que al empezar el día.

      —Solo queda una cosa por hacer —le dijo papá a mamá sacando su navaja.

      Agarró al abuelo Lark del cuello mientras este se retorcía y le puso la hoja contra la nariz.

      —No.

      Mamá levantó la mano.

      Papá la miró y acto seguido miró la navaja.

      —Lo siento, Alka —dijo él—. Pero te dije que iba a quitarle el alma, y eso es lo que voy a hacer.

      Papá no vaciló en apretar el filo contra la piel del abuelo Lark. De repente, un chorro de sangre brotó a lo largo del metal. El abuelo Lark gritó de dolor cuando papá clavó más la hoja. Salió más sangre a borbotones que corrió por la mejilla del abuelo Lark. La abuela Lark desapareció en el porche, donde se escondió gimoteando detrás de un poste.

      —Ya es suficiente —intentó decirle mamá a papá.

      —Todavía no le he sacado el alma —repuso papá, cortando contra el hueso hasta que una tira de piel del abuelo Lark se desprendió de su nariz.

      Papá sacó el cuchillo para poder ver el corte.

      —Maldito seas —le dijo papá al abuelo Lark—, no tienes alma. No tienes ni una pizca de Dios en tu persona. Ya estás vacío y condenado, viejo.

      Sin fuerzas para luchar, el abuelo Lark apoyó la mejilla en la tierra mientras papá se levantaba. Papá cogió la colcha del hombro de mamá y le dijo:

      —Vámonos antes de que empieces a sentir lástima por este viejo cabrón.

      —Descuida.

      Ella sacó media tableta de chocolate del bolsillo de su vestido y se acercó a su padre. Él se dio la vuelta, se puso boca arriba y la miró. Ella le dejó el chocolate sobre el pecho.

      Esperó a oír el chirrido de la puerta de la camioneta de papá abriéndose detrás de ella para escupir a su padre y marcharse.

      Mamá pensaba que viajarían en silencio, pero papá le preguntó si le molestaba el olor a gasolina. En aquella época vivía en un pequeño cuarto alquilado en la parte trasera de una gasolinera. El cuarto tenía una ventana, donde mamá colgó las cortinas. Pusieron la colcha en la cama tapando la que él tenía debajo.

      —Intentaré ser un buen marido —le dijo—. Un buen hombre.

      —Eso estaría bien —asintió ella frotándose la barriga—. Eso estaría muy bien.

      Cuando pienso ahora en mi familia, pienso en un gran campo de sorgo como en el que creció mi padre. Tierra marrón seca, hojas verdes húmedas. Un dulzor increíble en las cañas duras. Esa es mi familia. Miel y leche y todas esas tonterías de antaño.

      2

      Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos.

      Mateo 7, 18

      Cuando llegaban las primeras nieves del invierno, mi madre se aposentaba en el salón. Allí estaban los muebles que nuestro padre había fabricado, pero cuando me acuerdo de ella en esa habitación, veo el espacio casi vacío. Solo están las tablas del suelo de madera rayadas de arrastrar muebles o correr demasiado o jugar con cuchillos. Veo las cortinas de algodón de cada ventana y la antigua mecedora de madera color melaza. Mi madre se sienta en ella después de abrir todas las ventanas. Lleva su vestido de casa más bonito. Uno rosa claro con ramos de florecillas color crema y azul intenso. Estoy segura de que las flores suman un número impar. Está descalza. Flexiona los dedos de los pies mientras apoya el pie derecho encima del izquierdo.

      Dependiendo de la dirección en que sopla el viento, la nieve entra en casa. Al principio las ráfagas se derriten antes de posarse. Luego se amontonan suavemente como el polvo y traen su frío. Veo el aliento de mi madre y cómo se le pone la piel de gallina. Eso es el invierno para mí. Mi madre sentada con un vestido de primavera en medio del salón mientras la nieve entra. Papá que llega corriendo, cierra las ventanas y la envuelve con una manta. La nieve derretida en charquitos en el suelo de madera de la casa de Shady Lane en Breathed, Ohio. Eso es el invierno para mí. Eso es el matrimonio.

      Al principio las casas las construyen el padre y la madre. Algunas tienen tejados en los que nunca se forman goteras. Otras están hechas de ladrillo, piedra o madera. Algunas tienen chimeneas, porches, un sótano y un desván, todo construido por los padres con sus manos. Manos de carne, hueso y sangre. Pero también de otras cosas. Las manos de mi padre eran de tierra. Las de mi madre, de lluvia. No me extraña que no pudiesen abrazarse sin hacer demasiado barro para dos. Y, sin embargo, con ese barro nos construyeron una casa que se convirtió en un hogar.

      El mayor de nosotros nació en 1939 un día teñido de un tono marrón intenso como una fotografía color sepia. Ese hijo de ojos azules se llamó Leland. Desde el momento en que nació, supieron lo poco que se parecía a su padre y lo mucho que se parecía a su madre.

      —Tiene el pelo rubio de ella.

      —Y su piel pálida.

      —Y su labio con forma de arco de Cupido.

      Cuando nació su nuevo hijo, mamá y papá decidieron instalarse en Breathed, Ohio. Era el pueblo en el que papá se había criado después de que su familia se mudase de Kentucky. Le pareció un buen sitio para criar a su familia. Siempre cerca de un río, papá llevó al bebé a la corriente y lo hundió enérgicamente en el agua como haría con cada uno de nosotros cuando nacimos.

      —Así mis hijos podrán ser fuertes como el río —decía.

      Cinco años después de Leland llegó Fraya, en 1944. Leland quería a su hermana pequeña, pero su amor era como una bolsa de basura envasada al vacío.

      —Dios nos dio a Leland para que fuese nuestro hermano mayor —dijo Fraya una vez—. No puedo imaginar que Dios se equivocara.

      Cuando me acuerdo de Fraya, evoco la imagen borrosa de mil luces que se balancean. Partículas que brillan y centellean antes de desaparecer en la oscuridad y un zumbido que sé que es un sonido de abejas.

      —Dulce como la miel —decía Fraya.

      Conforme ella crecía, papá le levantaba los brazos cada año que pasaba.

      —Tú eres mi medida —le decía—. Tú medirás la distancia que separe todo lo que crezca en el huerto y la que separe los postes de la valla.

      —¿Por qué soy tu medida? —preguntaba siempre Fraya, aunque sabía lo que él iba a contestar.

      —Porque eres importante. —Él le estiraba las manos a cada lado—. Tú eres mi centímetro, mi pulgada y mi pie. La distancia entre tus manos es la distancia que mide todo entre el sol y la luna. Solo una mujer puede medir esas cosas.

      —¿Por qué? —inquiría Fraya para recordárselo a sí misma.

      —Porque eres poderosa.

      En 1945, Fraya se convirtió en hermana mayor cuando nació Yarrow. Después de sumergir a Yarrow en el río, papá cogió un cangrejo. A continuación, rascó suavemente la palma de la mano de Yarrow con la pinza del cangrejo.

      —Para que siempre agarres fuerte —le dijo.


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