Color hollín. Gabriela Lezaeta

Color hollín - Gabriela Lezaeta


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otra mudez, derivada del trauma, en donde se alude a la posible causa de aquella imposibilidad física de hablar de la niña, quien deviene entonces en testigo mudo. Pero, sin embargo, además se constituye como una presencia que observa, transformándose en una que registra, escribe y reflexiona sobre su condición, su entorno y su futuro.

      ¿Será, entonces, una decisión consciente la de no emitir sonido ni palabra, o una total imposibilidad?, nos preguntamos como lectores. Es desde este silencio que se escribe, se ilumina e incluso se “denuncia la barbarie” (recordando la idea de testigo señalada por Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz: el archivo y el testigo). De la mudez a la escritura encontramos no solo gestos y palabras aprendidas, sino también huellas del gesto que deja el cuerpo, en este caso, en la página del cuaderno de María, quien irá desentrañando y aprendiendo a leer junto con escribir, desde su perspectiva y su memoria, a petición del doctor. La escritura acontece como un encuentro con el lenguaje, marcado por la entrada a la escritura, que coincide con el paso de la infancia a la adultez, como parte del proceso de sanación de un trauma: el del ultraje de su cuerpo, al haber sido atacada por un hombre mayor, “el Laucha”, quien se aprovecha de su condición de muda. Este hecho violento desencadenará la huida de María de la población y su entrada a la ciudad, la que será asimismo la puerta de acceso a la escritura y a su sanación.

      En este punto, podríamos proponer que María, al dejar lo conocido —que es también el espacio de su silencio (para los otros)—, deja de ser un ente enfermo, fuera de lugar. Abandona así una vida de ser tratada como anormal por el resto e ingresa al mundo, al acceder a la lengua, mediante el lenguaje del relato, de la conciencia y de la búsqueda de su identidad sicológica, que va descubriendo en la medida en que transcurre la escritura y el tiempo de la narración. Un cuadro que, como lectores, vamos completando como el dibujo a carboncillo, con trazos que poco a poco van componiéndose en un paisaje pictórico que se revelará casi como una fotografía documental:

      “El impacto de la fealdad o de una conmovedora pobreza, un muro derruido, símbolo decadente de vejez, de pretérito, o la carcoma verdosa de un fierro oxidado, eran para él fuente de inspiración y no ese rubicundo y estúpido sol burgués” (Lezaeta 8-9), dice en unos de los pasajes el comienzo de la novela, en referencia a Pablo, el pintor que escoge este lugar como fondo para sus pinturas, tal como se observa en la siguiente descripción de un cuadro ya terminado:

      El cuadro que terminó se afirma contra el muro derruido y se ve también insólito en este lugar. Sorprende que no haya pintado la cordillera, ni el sol, ni el río. ¿Qué es esto? ¿Las casuchas? No están y están. Rayas negras, palos quemados, clavos. Hasta puedo imaginar la lienza con la ropa mecida por el viento. Somos y no somos. Las tablas carcomidas, los alambres sin oficio. Me pone triste. Falta la gente y los colores en esta muerte. Solo este esqueleto mísero (47).

      Recomposición del puzle.

      De la hipnosis a la escritura

      “Quisiera entender esos pequeños signos negros

      que hablan para algunas personas.

      ¿Irán a ser siempre mudos para mí?”.

      (Color hollín 91)

      Al preguntarse por la implicancia de la práctica de la escritura en el contexto de la sanación de María —narradora muda, quien luego de ser sometida a la hipnosis como parte de su tratamiento médico, accede a este modo de expresión del lenguaje— surge inevitablemente la pregunta por el rol que la escritura tuvo en aquellos tratamientos populares en los inicios de la siquiatría, incluso para Freud. La hipnosis, ya desde el siglo XIX, comenzó a tener relevancia por sus efectos en los pacientes de la naciente siquiatría. Esta práctica llega tempranamente a Chile, expandiéndose primero en el reducido mundo de la Universidad de Chile, hacia el año 1870. Para esta época,

      los médicos chilenos ya habrían conocido la hipnosis y la habrían aplicado para tratar enfermedades mentales y nerviosas, circunscribiéndose en un principio a los estudiantes de Medicina; así lo consignan María José Correa y Mauro Vallejo en su estudio Cuando la hipnosis cruzó los Andes. Lo que enseñaban los libros de hipnosis y de la energía magnética fue también acerca de sus propiedades curativas. La hipnosis o la “sugestión”, como se denomina a la palabra del hipnotizador, a quien el paciente obedecería pasivamente. En Color hollín, sin embargo, vemos que en María este mandato no se reducirá solamente al obedecer, sino que operará también como un catalizador en la búsqueda de su subjetividad, a través de su voluntad de escribir y de enunciar una voz, junto al paso de dejar la infancia y encaminarse hacia la adultez.

      Medicina, escritura, cuidado, un cuarto propio, entrar a la verdad, pero vigilada, por este otro, por la autoridad, adquirir la conciencia del propio cuerpo, de ser joven y de ya no ser más una niña, todos estos rasgos van unidos al mandato de recordar, por medio de la ley científica, y se constituye como el punto de partida de esta escritura que, como dice Freud, es el lenguaje del ausente. Aquí lo es doblemente, al ser el de alguien que no tiene voz. Es un estar en el lenguaje, pero no del todo, la escritura de la muda es un habitar entre el cuerpo y el espíritu, el silencio, la pasividad, el ser testigo, hacerse presencia vía escribir y recordar; así, en cierto modo, la narradora logra traspasar estos binarismos e ir más allá de lo históricamente concebido como el silencio, lugar que le correspondería a la mujer.

      Enfermedad y ausencia del lenguaje también pueden ser leídos como resistencias a la norma, o bien, pueden llevar a pensar el lugar de la femineidad, la que será desafiada gracias a la escritura. Esta resistencia se constituye también en torno a aquello que, podría ser el acto de victimización de una subjetividad inferior. Por el contrario, será ella quien contará con su propia voz, su narración y entregará su perspectiva. La figura de María permite acercarnos y comprender su diversidad funcional, referirnos a la interseccionalidad, ya que ella se muestra desafiando estos estereotipos de subalternidad, exhibiendo sus percepciones, miedos y opiniones sobre su entorno y su vida, mucho más allá de su condición de muda o de su inferioridad social, erigiendo en un punto una voz que se valida ante los sujetos de poder que van apareciendo: el sacerdote, la monja, el doctor, quienes le enseñan, sí, pero también intentan sanarla o “normalizarla”, al mismo tiempo que se comprometen a ayudarla. De este modo, ella se va configurando como un sujeto válido que subvierte aquella condición de inferioridad, a partir de su escritura. Este rastro corporal que irá dejando el escribir va ligado a la práctica de su memoria, al poner en movimiento la emoción, así como también, situará a todo su ser en un antes y un después, revelando la condición de afectar y de ser afectado, movilizando su recuerdo y su memoria.

      María traspasa los estereotipos de ser una niña pobre, ignorante y muda, su mundo interior aparece en sus evocaciones y de este modo vamos construyendo su historia, observando con su mirada, por ejemplo, el modo en que percibe el oficio del pintor (su padre, aunque ella no lo sabe con certeza):

      Va hoy a la ciudad. Atraviesa el camino con un cuadro bajo el brazo. Volverá sonriente como otras veces, con un nuevo rollo de tela y panes de dulce. Mi madre mira inquieta los cuadros. ¿Podrá encontrar nuevos temas en esa desolación? Faltan en ellos la luna, faltan las estrellas, el agua que corre como yo, silenciosa… y la secreta esperanza. Indeciso, escondido por allá en el fondo de mí, lo que más deseo, un retrato mío. Ver mi cara grande con hermosos colores. Rayas de ventolera en mi boca, como si fuera a “decir” algo (61).

      Ella da cuenta de la conciencia de su silencio, de su cuerpo y de su anomalía, de la escritura que le da voz a su modo de habitar, pero también de resistir. Por ejemplo, en este pasaje, donde vemos la relación del silencio con la secreta esperanza de verse retratada por el otro, trazada por la mano del padre (que legalmente no la ha reconocido), evocada en esas líneas que podrían decir algo al dibujar su boca muda en el retrato. Sin embargo, ella también pinta y dibuja con las palabras sus imágenes y sensaciones, creando un poema donde extrae pequeños retazos de alguna belleza natural, que contrasta con el entorno que la rodea: “La naturaleza en cambio púsose de fiesta; a la luz solar sin tibieza, brillaban los espejos de las charcas y las piedras recién lavadas. El ancho río era ahora un joyero cristalino y mostraba en su fondo claro los tesoros de sus rocas. Coral, alabastro, ónix…” (100).

      La


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