En vivo y en directo. Fernando Vivas Sabroso

En vivo y en directo - Fernando Vivas Sabroso


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que el medio sobrellevó sin mayores penas y en el caso del 13 fue enardecido cuando sus dueños intentaron que los libretos y los casts de sus novelas de exportación fuesen una pequeña OEA televisiva que combatiera cualquier estigma localista.

       Ahí viene la nueva ola

      La juventud había batallado por hacerse de un perfil propio en la década de 1950. A inicios de los sesenta, sin llegar a la mayoría de edad, ya tenía costumbres, motos, casacas de cuero y espacios de afirmación. Los jóvenes de 15 a 20, aquí como en todas partes, no se reconocían hijos culturales de ninguna generación y peleaban por definir sus propios gustos. Sus padres no los tomaban muy en serio, pero el mercado sí los proveyó de productos a su medida. Pronto, la juventud acostumbrada a la letra en español, fue asumiendo el espíritu de la música en inglés. El cine norteamericano, las series enlatadas, las masivas importaciones de un país que multiplicaba sus puntos de contacto con el Perú, marcaron a la adolescencia con ansias de modas y marcas de la misma procedencia. La rebeldía juvenil también fue importada y asimilada a través de varias mediaciones, entre ellas la televisión.

      Entre el rock’n’ roll y la nueva ola hay un complejo proceso de adaptación del que tenemos que agradecer, o culpar, a los canales. Nuestra televisión difundió el rock antes que la nueva ola. En el verano de 1960, las Sesiones de rock’n’ roll, luego de una entusiasta temporada en Radio Victoria con media docena de “singles” rayados de tanto repetirlos, el locutor y disc-jockey Sergio Vergara fue tentado por el canal 9 para conducir un programa que halagara a la juventud en vacaciones. A falta de audaces que cantasen los éxitos en inglés, Vergara echó mano de discos y simples arreglos de orquesta para acompañar a jóvenes invitados de modo expreso a bailar en el set.40 He aquí un espacio tempranamente abierto a un culto con fanáticos locales, pero sin estrellas. Claro que no faltaron los improvisados que bailando un día en un tono de barrio decidieron formar un grupo de una sola sesión: “Los Cometas de Barranco”, “Los Tramposos de Magdalena”, “Los Chacales de Lince”. Es poco probable que los auténticos rebeldes sin causa, recelosos ante esta domesticación de los gustos, acudieran a las sesiones; de seguro, preferían picárselas con sus motos lejos de la televisión.

      A falta de una traducción inmediata del rock’n’ roll, a inicios de los sesenta se estableció que la “nueva ola”, una fuga del bolero y la balada romántica hacia los últimos aires norteamericanos, era el equivalente de la revuelta musical del norte. En un inicio la informalidad en el vestir era opcional, luego se exaltó aunque nunca fue subversiva o seductora; la cabellera un poco larga en razón de los rulos y las ondas engominadas, nunca para facilitar el desmelenamiento y el strip-tease del rock radical. La nueva ola era más bien la montaña que el “Mono” Altamirano se levantaba trabajosamente entre la frente y la coronilla, o el vaivén del twist a punta de frotar el piso con el dedo gordo del pie. Chubby Checker, celebrando su cumpleaños en el canal 2 en 1963, sancionó al twist como una variante naif del rock’n’ roll (poco antes el 4 estrenó Twist Beach). Bill Haley y sus Cometas habían estado tres años antes en el 13; lástima que era muy temprano para comparar y sacarle provecho. Lo que Hollywood hizo con los beach boys, aligerándolos de ropa y de formalidades y distrayéndolos con diversiones asexuadas en los veranos playeros, lo hizo México con estrellas como Enrique Guzmán y César Costa. A falta de cine, aquí fueron los canales musicales los que impusieron a cantantes nuevaoleros cuya fama nació en pantalla. Pocos espacios de afirmación fuera de los sets y las radios —con excepción de las célebres matinales en el cine Tauro y unas pocas ediciones del Festival de Ancón— tuvo este sano, suave y nada pretensioso movimiento musical cuyos intérpretes de renombre (Pepe Miranda, Coco Montana, César Altamirano, Pepe Cipolla, Fernando de Soria, Rulli Rendo, Jimmy Santi y Los Doltons, entre muchos otros) surgieron de los shows y concursos nuevaoleros que conducía Vergara en el 2, de los que organizaba el 13 y también el 4, donde la ola era redonda, pues la asociación de América con la disquera Sono Radio capitalizaba presentaciones y lanzamientos de acetato.

      La cresta de la ola duró varios años, los que quiso la televisión. Mientras hubiera un auditorio juvenil al que halagar, todo programa musical la tuvo por obligación aunque los espacios no parecían conquistados por los jóvenes que laboraban en los canales. Cuando se barajaban nombres para conducir los shows nuevaoleros, eran infaltables los de Pablo de Madalengoitia y Kiko Ledgard. Así verían los mayores la nueva ola, “cosas de Pablo y Kiko para entretener a los muchachos en vacaciones”. El primero, además de lanzar a Joe Danova, el primer cantautor romántico del lote, en Pablo y sus amigos (véase, en este capítulo, el acápite “Tarea cumplida”), condujo a partir de mayo de 1963 Cancionísima, con profusión de cantores juveniles y en su talk-show La hora de Pablo tuvo la ocurrencia de invitar a cuatro nuevaoleros para personificar a Los Beatles (ellos fueron: Altamirano, Danova, Miranda y Santi); y Kiko, jalado del 4 al 13, inauguró en el verano de 1964 las transmisiones desde el Campo de Marte con Villa Twist. Poco después, el 4 buscó un conduct or remozado; jaló del 2 a Luis Ángel “Rulito” Pinasco para conducir El clan del 4. En América o Panamericana esta era la rutina nuevaolera según Rulli Rendo, uno del clan:

      Los programas no se ensayaban, las chicas y muchachos del colegio Roosevelt venían a bailar, Rulito tenía un guión con el que animaba, nosotros cantábamos, los muchachos se divertían; no había nada especial, todo giraba en torno a la capacidad del animador, de la orquesta o del play-back.41

      Rendo, ex campeón escolar de Quien estudia triunfa en 1959 y bailarín de flamenco en El club de los niños de Sedó, es un vástago del medio; su afición nuevaolera fue primero nutrida y luego explotada por la televisión. Hasta fines de los setenta, Rulli Rendo seguía frecuentando la televisión para promocionar sus Toques musicales, jaranas tropicales para pasar en casa los toques de queda dictatoriales.

      Queda clausurada para siempre la edad en que los jóvenes de clase media debían llevar por fuerza clases de piano, de ballet o de bailes flamencos honrando las referencias culturales de sus padres; el twist y el rock’n’ roll, aun en su domesticada sversión nuevaolera, eran mucho más divertidos.

       El progreso inevitable

      Quienes habían comprado un aparato por tener un símbolo de estatus económico y de apertura hacia la modernidad, se habían preparado para realizar ciertos ajustes en las horas de ocio familiar, en el uso del living-comedor y, si fueron previsores, para recibir a los “televecinos”. Pero estas familias, y con más razón las que lo adquirieron por simple curiosidad, se habrán sentido incómodos al notar los cambios radicales que la televisión provocaba en su entorno, la cantidad de revelaciones, no siempre gratas, que esta hacía a los padres que no tenían una idea exacta de los gustos de sus hijos, a los que descubrían un placer que no siempre tenía límites precisos de censura, a quienes se sentían por primera vez en un país poblado por dejos y nociones extranjeras, a los que recién conocían el rostro y el discurso de la política. Aún es prematuro hablar de una nación, siquiera de una capital, integrada por la televisión; pero sí nos encontramos ante una sociedad que se va resignando a su progreso inevitable, que va comprendiendo que la televisión, una vez provista de video y unidad móvil, puede registrar y editar testimonios de un país heterogéneo y remoto, que puede difundir ideas y conductas con una celeridad y eficacia hasta entonces desconocidas, que puede levantar grandes expectativas y no siempre cumplirlas.

      Un redactor de la revista pionera TVGuía42 recopiló en el verano de 1961 varias de las invectivas que la clase media lanzaba a la invasión de los aparatos. Detrás de la burla y del reproche, se puede leer el rango de inquietudes y de afectos que despertaba el fenómeno:

      – No se sabe dónde ponerlo, es tan antiestético.

      – Ni regalado, no pienso arruinarme la vista tan pronto.

      – La veo solo cuando tengo sueño.

      – Odio hacer visitas a casas con televisor; te sientan frente al aparato a la fuerza.

      –


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