Los amos del cielo y de la tierra. María Dolores Peña Rodríguez
a la altura de la avenida Reyes Católicos, dobló la esquina y se dirigió al convento San Millán, ubicado en los aledaños de la plaza de La Magdalena.
La casa sede del convento San Millán, propiedad de los Dávila de Fabra, había sido cedida en usufructo a un grupo de religiosas Cistercienses consagradas a la vida contemplativa, en régimen de clausura. Llevaban a cabo, además, obras sociales en beneficio de los más desfavorecidos.
La casa conventual era una genuina construcción de estilo mudéjar. En ella se encontraba el panteón de la familia Dávila.
Camino de la casa palacio, en la que su familia confió a las monjas, Alberto recordaba especialmente el patio. Patio que le haría evocar su infancia. Los tiestos sembrados con palmeras enanas, helechos y aspidistras. El ruido del agua en la fuente y el calor de la mano de su padre que lo sujetaba con fuerza para evitar que, con sus carreras, rompiera la paz del lugar.
—Sor Inés. Cuide de este mozalbete. Yo vuelvo enseguida —pedía a una de las monjas. Mientras, él se perdía por las pandas del claustro buscando alivio espiritual.
Cuántas veces había corrido por ese patio rodeando las macetas, mientras sor Inés lo perseguía para evitar que cometiera alguna travesura.
«La casa fue cedida a las monjas con la condición de que nada se moviera ni saliera de ella» pensaba Dávila de camino a La Magdalena.
Con estos recuerdos bullendo en su cabeza, Alberto llegó al convento, a cuyo interior se accedía por una puerta de la que colgaba un aldabón de hierro en forma de garra. En un lateral, una cadena unida al badajo de una campana. El visitante accionó la cadena. Al cabo de unos minutos, un chasquido de cerrojo abrió el postigo. Apareció el rostro de una monja enmarcado en un cornete blanco.
—Venga con Dios. ¿Don Alberto Dávila?
—Ave María Purísima. Sí, hermana.
Mientras la monja abría la puerta que facilitaba el acceso al visitante, le iba poniendo al corriente.
—Pase, señor Dávila, la madre María Teresa le espera en el locutorio. Sígame, por favor.
—Gracias, hermana.
Después de cruzar el zaguán decorado con muebles barrocos, muy oscuros y pinturas dieciochescas en las paredes, se dirigieron al interior por una de las galerías que rodeaban el patio. Las seráficas voces de las monjas y el olor a tierra mojada de los tiestos impregnaban el lugar que, de nuevo, trajo a su memoria recuerdos de su niñez.
Ya en el claustro, la monja y el visitante tomaron el ala derecha en dirección al locutorio.
Caminaba detrás de la religiosa. Esta miraba hacia atrás, de vez en cuando, como si quisiera asegurarse de que el caballero no se extraviaba.
Alberto llevaba en las manos un sombrero panamá, que movía constantemente, un traje gris perla con botonadura cruzada, camisa y corbata.
Conforme cruzaba las pandas del claustro tenía la sensación de que se cerraban tras él.
Llegaron al locutorio. La hermana que le acompañaba se detuvo junto a la puerta de entrada y le hizo un gesto indicándole que pasara. Él la despidió inclinando la cabeza.
El hacendado entró en el recibidor donde lo esperaba la madre María Teresa.
En la estancia, una mesa en el centro flanqueada por sillas de madera y cuero. Paredes enteladas con Damasco color mostaza y pinturas que representaban, en su mayoría, vidas de santos y pasajes bíblicos. Presidiendo la sala, un retrato que desentonaba con el resto de las obras expuestas. Un óleo de Alberto Dávila de Fabra, padre, con el que el visitante guardaba un gran parecido.
Al fondo, presidiendo la mesa cuadrangular, una religiosa con gesto grave le observaba mientras se acercaba. Le indicó una de las sillas.
—Pase, don Alberto, le estaba esperando. Venga con Dios. Tome asiento, por favor.
—Gracias, hermana.
—Dígame, ¿qué se le ofrece? —se interesó la monja después de una breve pausa.
Alberto se sentó al borde de la silla, a la izquierda de su anfitriona sin soltar el sombrero que mantenía, jugando con él, entre las manos.
—Veo, hermana, que la casa está en perfecto estado. Es justo decir que habéis conseguido mantenerla admirablemente.
—Todo está tal como ha estado siempre. Ese fue el deseo de su padre y así se ha cumplido, como puede comprobar. Solo se han hecho unos arreglos mínimos en la parte de arriba para adaptar las celdas de las hermanas. Todo lo demás continúa en su sitio. Hasta el último jarrón —respondió la monja en tono cáustico.
—¿Y sor Inés? Mi padre me dejaba a su cuidado cuando, de niño, me traía con él. Al resto de las hermanas no las recuerdo bien.
Sor María Teresa ajustó su toca y se puso de pie.
—Sor Inés se trasladó a Toledo hace ya muchos años. A la Casa Provincial.
—Me satisface ver que todo está en su sitio. Pero… vengo a tratar con usted un asunto. Bueno, dos asuntos.
La religiosa hizo un ademán para tomar la palabra. Él le indicó, con un gesto, que le escuchara.
—Vengo a comunicarle que esta casa, propiedad de los Dávila de Fabra y de la que ustedes disponen por deseo de mis antecesores, ahora es de mi propiedad. Me correspondió en herencia tras la muerte de mi padre. Es mi deseo, hermana, cederla de forma definitiva a la orden. Con todos los derechos. En propiedad. Siempre que se siga gestionando según lo dispuesto por mi familia.
El rostro de sor María Teresa se iluminó como si contemplase una visión celestial. Llevó las manos a su pecho y levantó la mirada al cielo dando gracias por el bien recibido. Luego se dirigió, emocionada, a su interlocutor:
—Gracias, don Alberto. No sé cómo agradecerle, en nombre de la orden y en el de mis hermanas, este gesto de generosidad y altruismo. Le aseguro que no se arrepentirá.
Alberto Dávila continuó:
—Además de esta casa recibiréis, en propiedad, la hacienda olivar que también forma parte de mi herencia. Es una finca pequeña pero muy productiva y rendirá lo suficiente para mantener la casa y vuestras obras de caridad. Esa finca me fue legada con ciertas condiciones. Es por lo que, de momento, no puede hacerse la transferencia patrimonial. Pero dispondré lo necesario para que así sea en cuanto pueda ser, claro está.
La monja quedó sorprendida, aquello era mucho más de lo que esperaba. Al fin terminarían sus desvelos basados en la incertidumbre de no saber si algún día se presentaría un Dávila para decirles que tenían que cambiar de residencia.
—Pero eso es demasiado, señor Dávila. No sé qué decir. Mas, tenga la absoluta certeza de que todo se empleará para las obras de beneficencia que se están llevando a cabo de manera incansable por parte de las hermanas. Con ellas se ayuda a muchas personas de esta y otras comunidades.
El heredero y benefactor se levantó y se dirigió al óleo que había en la pared del fondo de la sala, al retrato de su padre. Lo contempló durante unos momentos. Se tomó su tiempo para organizar mentalmente las ideas y tramar cómo le diría a la superiora lo que realmente había venido a decirle, lo que había venido a hacer. Comprar, con parte de su herencia, el silencio y la complicidad acerca de un asunto personal muy particular.
Sor María Teresa permanecía de pie junto a la mesa, lo miraba llena de gratitud. Él se volvió dando la espalda al óleo familiar.
La religiosa, una mujer de ojos claros, aparentaba unos cincuenta y pocos años. Se le adivinaba esbelta a través de su hábito. Alberto pensó, ¿qué hace esta mujer aquí? No está mal, es guapa. Luego se dirigió a ella con parsimonia.
—Hermana... hay otro asunto del que quiero hablarle.
—Dígame.
—Tengo