Los amos del cielo y de la tierra. María Dolores Peña Rodríguez
—¿De qué se trata?
El hombre comenzó a hablar del verdadero asunto que le había llevado hasta allí aquel día de primavera.
—Tengo gran interés en que admita, durante una temporada en esta casa, a una muchacha para que se quede aquí, recogida.
—¿Como novicia? Usted sabe que aquí no hay noviciado. Este se lleva a cabo en Toledo, en la Casa Provincial.
—No, hermana, como novicia no. Como beneficiaria de una de esas campañas de caridad que organizáis para jóvenes de familias con problemas. Usted me entiende.
La monja, sabedora de que ahí no acabaría el asunto, fingió cierta calma y respondió con fingida inocencia:
—No hay ningún inconveniente para que esta muchacha asista todos los días a nuestros talleres de costura, o de lo que tengamos en marcha, siempre hay algo. Puede venir siempre que quiera, faltaría más. ¿Eso es todo?
Alberto se sentó lentamente, luego miró a sor María Teresa con impaciencia.
—No, hermana, eso no es todo, siéntese, por favor.
La religiosa cambió su expresión. Se tornó grave en cuestión de segundos. El hacendado continuó:
—Esta mujer, de la que le hablo, tiene que quedarse recogida. Vivir aquí una temporada. Tiene veintidós años. Es hija del capataz de la hacienda y... está embarazada. Lo que le pido es que la admita aquí durante el embarazo y que busque una buena familia, de lo mejor, claro, para entregar la criatura en adopción nada más nacer.
Alberto sintió como si hubiera vomitado todas las copas después de una noche de juerga. No fue capaz de volver a mirar el retrato de su padre. Había cometido muchos desmanes en su vida. Aquello se pasaba de la raya. Pero son cosas que pasan. Se decía a sí mismo.
El señorito guardó silencio. La hermana María Teresa quedó sin poder articular palabra. Tenía tantas preguntas agolpándose en su mente que no era capaz de organizarlas. Después de unos minutos reaccionó:
—Señor Dávila, esto que me pide es muy delicado, tengo que saber...
—Cuanto menos sepa, mejor. Es una muchacha sencilla y buena. Muy trabajadora. No les dará problemas. Además, ella está de acuerdo con el plan. Es consciente de que no puede quedarse con la criatura. Comprende que esto es lo mejor que podemos hacer, que es lo mejor para ella y para su hijo.
Alberto se puso a la defensiva. Notó la reticencia de la monja.
—Hermana, usted limítese a ejercer la caridad y no quiera saber detalles que podrían acarrearle problemas en un futuro. ¿No es suficiente todo el patrimonio que van a recibir gracias a mí? Creo que merezco ser atendido en algo que le pido como favor personal. Al fin y al cabo, os dedicáis a prestar ayuda a mujeres en situaciones difíciles.
La religiosa le miró con un gesto de desprecio impropio de su condición y sin temblarle la voz le dijo algo que no habría de olvidar jamás:
—Está bien, señor Dávila, sea como quiere. Pero déjeme decirle que tanto usted como yo llevaremos esto sobre nuestra conciencia durante el resto de nuestras vidas.
Alberto Dávila dio media vuelta tras hacer una inclinación de cabeza a modo de despedida y se dirigió a la salida. En el umbral de la puerta, se detuvo.
—Estaremos en contacto, hermana. Gracias.
Sor María Teresa le dirigió una última mirada mezcla de desconcierto e impotencia; pero no dijo una palabra. El señorito salió a la calle, se colocó el panamá y respiró como quien se quita un peso de encima. Miró su reloj y entró en la iglesia de la Magdalena a oír misa. El oficio religioso acababa de empezar.
Félix Vázquez Tena, abogado opositor a notaría, llegó a casa con el periódico bajo el brazo. Traía el ejemplar abierto y doblado por la página donde se acababa de publicar la lista de los nuevos notarios. Su mujer, María Luisa Mora, hija y hermana de juristas, salió al pasillo cuando oyó la cerradura de la puerta. Como siempre, le recibió con un beso; pero esta vez, Félix la levantó en brazos y seguidamente le extendió el periódico.
—Mira el número tres de esa lista, ¿le conoces?
Ella cogió el ejemplar hecha un manojo de nervios pues, imaginó de qué se trataba. Comprobó que la lista correspondía a los nuevos notarios. En el número tres figuraba el nombre de su marido. Lloró emocionada. Le abrazó durante un rato.
—Estaba segura de que lo conseguirías. Has trabajado mucho. ¡Habla con tu familia!
—Seguro que ya han visto la prensa. Llamaré a mi padre. Estará todavía en el despacho. Ah, esta tarde ponte guapa, más guapa si puedes. Te recogeré cuando salga del despacho. Lo vamos a celebrar con una cena y una botella de buen vino. Tú y yo. Solos.
—Será un placer, señor notario —asintió la esposa colgada, aún, del cuello de su marido—. Por cierto, antes de que se me olvide. Encima de tu mesa hay una nota que han enviado del convento San Millán —le dijo, mientras liberaba a su marido de sus brazos.
Félix fue a coger el mensaje para ver de qué se trataba. Sacó del sobre una cuartilla con el membrete de la Orden Cisterciense, la desdobló y leyó.
«Señor Vázquez, le ruego se pase por estas dependencias a la mayor brevedad. Necesito consultarle un asunto que esta casa ha de resolver. Me ha recomendado su bufete una persona allegada que trabaja con su tío, don Luis Vázquez. Espero su respuesta. Gracias.
Un saludo:
Sor María Teresa M.S».
CAPÍTULO II
SEVILLA 1930
El Ford Victoria de la casa de los Dávila de Fabra volvía a recorrer la avenida de La Palmera en dirección a La Magdalena. El reloj pasaba de la una de la madrugada. Había transcurrido una semana desde la visita de Alberto a la casa conventual de San Millán.
En esta ocasión, en el asiento de la parte trasera del coche había dos personas: Alberto Dávila y María de los Ángeles.
Federico miraba, de vez en cuando, a través del espejo retrovisor y no daba crédito a lo que veía y oía. Estaba siendo testigo de un engaño que, para calificarlo, no encontraba palabras.
—¿Vas bien? —preguntó el hacendado a la joven.
—Sí. No te preocupes. Es que no estoy acostumbrada a viajar en coche y me siento algo mareada; pero se me pasará enseguida. Bajaré la ventanilla.
—Quiero que sepas que hago esto por tu bien. Compréndelo. Además, yo no puedo hacerme cargo, de momento. Mi madre se llevaría un gran disgusto. Ya sabes, desde la muerte de mi padre está muy delicada de salud.
—Lo entiendo —dijo la muchacha que lloraba en silencio.
—Las monjas te tratarán como es debido. Ya he hablado con sor María Teresa, la superiora. Es una buena mujer.
—Por supuesto. No tengo miedo por eso. Pero yo podría irme al pueblo con el niño. Tú no tendrías problemas.
—Y ¿qué harías tú sola en el pueblo? Madre soltera, además. Ya sabes cómo es la gente. No te perdonarían. Yo no podría hacer nada. Hay mucha diferencia entre nosotros y no resultaría. Es la edad, la familia...
—Sí, hay mucha diferencia. Tanta, que aún me cuesta hablarte de tú. Después de todo.
—Mujer, entre nosotros, cuando estamos solos, la cosa es diferente.
—Mis padres, al ser un convento de clausura, no podrán verme. Las normas son muy duras. Eso tengo entendido.
—¡Qué