Los amos del cielo y de la tierra. María Dolores Peña Rodríguez
María de los Ángeles, a través del espejo, sintió ganas de vomitar. El camino se le había atragantado. La conducta de su patrón lo estaba poniendo enfermo.
Ya en la puerta del convento, la joven bajó del automóvil. Antes de que abandonara el vehículo, él intentó darle un beso de despedida. Ella no se apartó, pero no le correspondió.
Federico sacó una maleta de la parte trasera y acompañó a la muchacha a la entrada de la casa conventual. Tiró de la cadena y sonó la campana. Se abrió un postigo, y apareció una monja que hizo entrar a la joven a la vez que cogía su equipaje. María de los Ángeles no se volvió a mirar al que hasta ahora y por siempre sería el gran amor de su vida. La puerta se cerró tras ella y supo que el mundo también lo hacía.
El vehículo emprendió, de nuevo, su marcha.
—Federico, vamos al Arenal a tomar café.
—Yo le espero en el coche, señorito. Si no le importa. Tengo el estómago revuelto.
—Como quieras. Ah, otra cosa, Federico. Confío en tu discreción, como siempre. Son cosas que pasan.
—Pierda cuidado, don Alberto. Soy una tumba. No diré esta boca es mía. Pero, aunque me la juegue, le voy a decir a usted una cosa. Le he visto cometer muchas locuras. Pero esto, esto no es una locura. Esto es una canallada con todas las letras. Y ahora haga usted conmigo lo que tenga que hacer.
—Voy a hacer como que no te he oído. Tendría que despedirte. Pero dónde encontraría a otro como tú. —Le puso la mano en el hombro y dijo—: Anda, tira para el Arenal.
El Ford Victoria se perdió en la noche, como una bestia, en busca de su presa.
Al día siguiente de recibir la nota de sor María Teresa, solicitando sus servicios, Félix Vázquez acudió al convento San Millán a hablar con la religiosa. Esta le recibió en su despacho.
—Pase, don Félix.
La madre superiora le esperaba detrás de su escritorio, desde donde dirigía los destinos de la Santa Casa. Una sala amplia rodeada de estanterías repletas de libros y carpetas.
—Con permiso, hermana.
El flamante notario entró en el despacho y se dirigió a la religiosa. Esta, con afable actitud, le señaló una silla ubicada delante de la mesa. Félix tomó asiento. La monja le ofreció unos documentos para que los mirase mientras le iba poniendo en antecedentes de lo que esperaba de él.
—Señor Vázquez, ahí tiene las escrituras de esta finca. Tiene además un documento de compraventa. Un precio simbólico naturalmente, para que esta casa pase a propiedad de la Orden bajo la administración y usufructo de las hermanas que aquí vivimos. Le hemos llamado para que formalice usted las escrituras. Ni que decir tiene que nuestro benefactor está a su entera disposición.
—Bien. Parece que está todo en regla. Falta iniciar los trámites para la transmisión del patrimonio y si el dueño actual está de acuerdo, no habrá ningún problema. Tendré que llevarme esta documentación, hermana.
—Desde luego. Todo lo que necesite. —La religiosa miró a Félix entornando los ojos—. La persona que nos ha recomendado su bufete lo ha hecho encarecidamente, asegurándonos una eficacia demostrada y una trayectoria profesional impecable. También nos dijo que... tendría en cuenta de que, al tratarse de personas, como nosotras, con pocos recursos económicos, su minuta no sería un disparate —la monja sonrió—, aunque, naturalmente, sus honorarios los dispone usted y no son discutibles.
—Tranquila, hermana, tendré en cuenta su observación —se vio obligado a decir el abogado.
—Me va a permitir que le dé un detalle para su esposa. Por su alianza veo que está casado. —Abrió un cajón y sacó de él una cajita—. Es un rosario. Está bendecido.
—Sí, estoy casado. Mi esposa sabrá apreciar su regalo. Muchas gracias, hermana.
Félix se levantó entendiendo que aquella reunión había concluido.
—Tendrá noticias mías.
—De acuerdo, don Félix. Espero que me tenga al día de cómo va todo. Permítame acompañarle.
Echaron a andar bajo las pandas del claustro.
—¿Tienen ustedes hijos, don Félix?
—Pues todavía no, hermana, pero esperamos que vengan pronto. Tanto mi mujer como yo estamos impacientes. Pero usted sabe que... vendrán cuando Dios quiera.
—Dios así lo quiera. Un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores. Desgraciadamente, las cosas no siempre suceden como es debido. Los designios del Señor son incuestionables. Hay muchos matrimonios que, después de mucho esperar, tienen que recurrir a la adopción. Cosa que, por otra parte, supone un acto de caridad cristiana. Hoy día hay instituciones que, por una pequeña cantidad, para gastos de burocracia, hacen realidad el sueño de ser padres.
—Tiene usted razón. Es importante en una pareja de esposos, poder materializar su compromiso en los hijos.
—Bueno, don Félix, no le entretengo más. Gracias por todo. Vaya con Dios.
Una religiosa, casi anciana, acompañó al letrado hasta la salida. Ya en la calle, este se percató de la habilidad que había derrochado la monja para ponerle en el compromiso de que le cobrara barato por el trabajo. Eso era propio de las monjitas, se dijo. Lo que a Félix no le pareció oportuno fue el segundo tema que abordó, el de los hijos. Después de todo, no tenía confianza para inmiscuirse en sus asuntos personales.
Félix llegó a casa a la hora de comer. Era un día caluroso, de esos de primavera en Sevilla. Nada más abrir la puerta empezó a deshacerse de corbata y chaqueta. Su esposa salió a recibirle.
—¿Qué tal tu día? Mucho calor hoy. El verano se acerca y se nota.
—Vengo del convento San Millán. Adivina qué querían las monjas. Ah, por cierto, la madre superiora me ha dado un regalito para ti —le dijo, mientras le entregaba la cajita con el rosario.
—Muy bonito. Es un detalle precioso. Por cierto, ¿para qué te han llamado? —preguntó la esposa.
—Un señor muy rico le ha regalado la casa palacio donde está ubicado el convento San Millán. Hasta ahora la tenían cedida. Me han llamado para que le haga los trámites de transmisión patrimonial.
—Bueno, bueno. ¡Qué generosidad! No sería el primer caso, desde luego. En mi familia ha habido quien ha hecho muy buenos regalos a monjitas de su devoción —dijo la mujer entre extrañada y divertida.
La pareja, ya en el comedor, se sentó a la mesa y se dispuso a degustar la comida que la asistenta comenzó a servirles. Después de un silencio...
—Me ha estado hablando del matrimonio y de los hijos, tan necesarios para la constitución de una verdadera familia. Me ha insinuado que, si los hijos no vienen, es un deber cristiano tomarlos en adopción.
—¿Te preguntó si teníamos hijos?
—Primero dedujo que estaba casado, por mi alianza. Y luego me recordó lo de la caridad cristiana. Ya sabes cómo son las monjas.
—Pues no le falta razón.
—Por lo que pude entender, ella sabe de instituciones que podrían proporcionar los medios para que las familias que no pueden tener hijos de forma natural puedan satisfacer sus deseos adoptando una criatura. Eso sí, por una módica aportación para gastos administrativos. No me lo dijo abiertamente, pero me dejó ver entre líneas que ella podría estar en condiciones de facilitar ciertos trámites para la adopción.
—Esa monja parece tener influencias, según me cuentas. Con la Iglesia hemos topado, como dice el refranero.
María Luisa Mora no quiso darle importancia al comentario de su marido; pero en sus ojos brilló una luz de emoción contenida. Después de varios años