100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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al fondo de la habitación.

      La voz volvió a suplicar que nos fuéramos.

      —¡Por favor, Tom! No aguanto más.

      Sus ojos asustados decían que todo su valor y todos sus propósitos, hubieran sido los que hubieran sido, habían desaparecido definitivamente.

      —Volved a casa los dos, Daisy —dijo Tom—. En el coche de mister Gatsby.

      Daisy miró a Tom, alarmada, pero él insistió con magnánimo desprecio:

      —Adelante. No te molestará. Creo que se ha dado cuenta de que su flirteo ridículo y presuntuoso se ha acabado.

      Se fueron, sin una palabra, excluidos, convertidos en algo insignificante, aislados, como fantasmas, al margen, incluso, de nuestra piedad.

      Unos minutos después Tom se levantó y empezó a envolver en la toalla la botella de whisky sin abrir.

      —¿Queréis un trago? ¿Jordan? ¿Nick?

      No contesté.

      —¿Nick? —me preguntó otra vez.

      —¿Qué?

      —¿Quieres?

      —No. Acabo de acordarme de que hoy es mi cumpleaños.

      Cumplía treinta. Ante mí se extendía el camino portentoso y amenazador de una nueva década.

      Eran las siete cuando nos subimos en el cupé con Tom y salimos hacia Long Island. Tom no paraba de hablar y reír, exultante, pero su voz nos parecía tan remota a Jordan y a mí como el clamar de los extraños en las aceras o el estrépito del tren elevado sobre nuestras cabezas. La compasión tiene sus límites, y nos alegrábamos de que las trágicas discusiones ajenas quedaran atrás y se desvanecieran como las luces de la ciudad. Treinta años: la promesa de una década de soledad, una lista menguante de solteros por conocer, una reserva menguante de entusiasmo, pelo menguante. Pero a mi lado estaba Jordan, que, a diferencia de Daisy, era demasiado lista para arrastrar de una época a otra sueños olvidados. Mientras atravesábamos el puente en penumbra su cara se apoyó pálida y perezosa en la hombrera de mi chaqueta y la presión tranquilizadora de su mano fue calmando el formidable golpe de los treinta años.

      Así seguimos el viaje hacia la muerte a través del atardecer, que empezaba a refrescar.

      Michaelis, el joven griego que regentaba el café que había junto a los montones de cenizas, fue el principal testigo de la investigación. Se había dormido por el calor hasta después de las cinco, luego había dado un paseo hasta el garaje y había encontrado a George Wilson, enfermo en su oficina, verdaderamente enfermo, pálido como su pelo descolorido, y tiritando, temblando. Michaelis le aconsejó que se acostara, pero Wilson no quiso, diciendo que si lo hacía perdería mucho dinero. Mientras su vecino intentaba convencerlo, arriba estalló un violento alboroto.

      —Tengo encerrada a mi mujer —explicó Wilson muy tranquilo—. Va a estar ahí hasta pasado mañana. Y ese día nos vamos.

      Michaelis se quedó asombrado; eran vecinos desde hacía cuatro años, y nunca había creído a Wilson capaz de decir algo como lo que acababa de decir. Habitualmente era uno de esos hombres derrotados: cuando no trabajaba se quedaba sentado en una silla, a la entrada, y miraba a la gente y a los coches que pasaban por la carretera. Si alguien le hablaba, se reía siempre de un modo agradable y cándido. Era de su mujer, no de sí mismo.

      Y, como es natural, Michaelis intentó averiguar qué había sucedido, pero Wilson no decía una palabra y lanzaba sobre su vecino extrañas miradas recelosas y le preguntaba qué había hecho a determinadas horas determinados días. Michaelis empezaba a sentirse molesto cuando pasaron unos trabajadores por la puerta camino del restaurante y aprovechó la oportunidad para irse, con la intención de volver más tarde. Pero no volvió. Cree que se le olvidó. Cuando volvió a salir, poco después de las siete, recordó la conversación porque oyó los gritos indignados de mistress Wilson en la planta baja del garaje.

      —¡Pégame! —la oyó gritar—. ¡Tírame al suelo y pégame, cobarde asqueroso, miserable!

      Un momento después se lanzó a la oscuridad de la calle, agitando los brazos y chillando, y antes de que Michaelis pudiera moverse de su puerta todo había terminado.

      El «coche de la muerte», como lo llamaron los periódicos, no paró; salió de la noche cada vez más cerrada, titubeó trágicamente un instante y desapareció en la curva más próxima. Michaelis no estaba seguro del color: al primer policía le dijo que era verde claro. Otro coche, que iba en dirección a Nueva York, se detuvo casi cien metros más allá y su conductor se apresuró a volver donde Myrtle Wilson, después de perder la vida violentamente, había quedado de rodillas en la carretera y mezclaba su sangre espesa y oscura con el polvo.

      Ese hombre y Michaelis llegaron los primeros, pero cuando le rompieron y abrieron la blusa, todavía húmeda de sudor, vieron que el pecho izquierdo, suelto, se movía como un colgajo, y no era necesario intentar oír los latidos del corazón. La boca se le había abierto de par en par, con las comisuras ligeramente desgarradas, como si le hubiera resultado traumático liberar la tremenda vitalidad que había acumulado durante tanto tiempo.

      Vimos a los tres o cuatro automóviles y al grupo de gente cuando todavía estábamos a cierta distancia.

      —¡Un accidente! —dijo Tom—. Eso es bueno. Por fin Wilson tendrá algo de trabajo.

      Disminuyó la velocidad, aunque aún no tenía intención de detenerse, hasta que, más cerca, las caras enmudecidas y reconcentradas de la gente en la puerta del garaje lo obligaron a frenar automáticamente.

      —Vamos a echar un vistazo —dijo, inseguro—, sólo un vistazo.

      Tomé conciencia en ese momento de un sonido sordo y quejumbroso que brotaba sin cesar del garaje, un sonido que, cuando nos bajamos del cupé y nos acercábamos a la puerta, se convirtió en las palabras «Dios mío, Dios mío», susurradas una y otra vez en una especie de estertor.

      —Aquí ha pasado algo grave —dijo Tom, preocupado.

      Se puso de puntillas para mirar por encima de un círculo de cabezas el interior del garaje, iluminado por una solitaria luz amarilla que, protegida por una rejilla metálica, pendía del techo. Su garganta emitió entonces un sonido ronco y, a empujones, se abrió paso con la potencia de sus brazos.

      El círculo volvió a cerrarse entre un enérgico murmullo de protesta y por un momento no pude ver nada. Luego llegó más gente, se rompió la fila y, de pronto, a Jordan y a mí nos empujaron al interior.

      El cuerpo de Myrtle Wilson, cubierto por una manta sobre la que habían echado otra manta, como si hubiera sentido frío aquella noche de calor, yacía sobre una mesa de trabajo, junto a la pared, y Tom, dándonos la espalda, se inclinaba sobre él, inmóvil. A su lado un policía de tráfico, sudando y corrigiendo mucho, apuntaba nombres en un cuaderno. Al principio no podía localizar la fuente de las palabras y los gemidos agudos que resonaban clamorosamente en el garaje sin muebles, y luego vi a Wilson, en el umbral de su oficina, de pie en el único escalón, bamboleándose, agarrado a las jambas de la puerta con las dos manos. Un hombre le hablaba en voz baja y, de vez en cuando, intentaba ponerle una mano en el hombro, pero Wilson ni oía ni veía. Bajaba muy despacio los ojos, de la luz que pendía del techo a la mesa y su carga junto a la pared, para volver con un espasmo a la luz, sin dejar de emitir nunca su grito agudo y terrible:

      —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

      De pronto, como sobresaltado, Tom levantó la cabeza y, después de recorrer el garaje con una mirada vidriosa, le masculló algo incoherente al policía.

      —Eme, a, uve… —decía el policía en ese momento—, o…

      —No, erre… —corrigió el hombre—. Eme, a, uve, erre, o…

      —¡Présteme atención! —murmuró Tom, feroz.

      —erre… —dijo el policía—, o…

      —ge…


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