100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
que la mujer quería decirnos algo, que nos confundía con algún conocido. Bueno, Daisy giró primero hacia el otro coche para esquivar a la mujer, pero entonces perdió los nervios y volvió a girar. En el momento en que mi mano alcanzaba el volante, sentí el impacto. Debió de matarla en el acto.
—La destrozó.
—No me lo cuentes, compañero —hizo un gesto de dolor—. Bueno, Daisy aceleró. Traté de hacer que parara, pero ella no podía, así que tiré del freno de mano. Entonces se echó entre mis brazos y ya seguí conduciendo yo. Mañana estará bien —añadió enseguida—. Voy a esperar aquí por si trata de molestarla por lo que ha pasado esta tarde, tan desagradable. Se ha encerrado con llave en su habitación y, si él intenta alguna brutalidad, encenderá y apagará la luz varias veces.
—Tom no la tocará —dije—. No piensa en ella.
—No me fío de él, compañero.
—¿Cuánto tiempo vas a esperar?
—Toda la noche, si es necesario. Por lo menos, hasta que se acuesten todos.
Vi entonces el asunto desde otra perspectiva. Supongamos que Tom descubría que la que conducía era Daisy. Podía intuir alguna conexión, cualquier cosa… Miré hacia la casa; había dos o tres ventanas con luz y, en el segundo piso, el resplandor rosa de la habitación de Daisy.
—Espera aquí —le dije a Gatsby—. Voy a ver si hay alguna señal de jaleo.
Volví bordeando el césped, crucé sin hacer ruido el sendero de grava y subí de puntillas los escalones de la galería.
Las cortinas de la sala de estar estaban abiertas y comprobé que no había nadie en la habitación. Pasando el porche donde habíamos cenado aquella noche de junio tres meses antes, llegué a un pequeño rectángulo de luz que imaginé la ventana de la antecocina. La persiana estaba echada, pero descubrí una rendija en el alféizar.
Daisy y Tom se sentaban a la mesa de la cocina, uno frente al otro, con un plato de pollo frío entre los dos y dos botellas de cerveza. Él hablaba con absoluta concentración y, muy serio, apoyaba la mano en la mano de Daisy, cubriéndosela. De vez en cuando ella levantaba la vista, lo miraba y asentía con la cabeza.
Estaban tristes, y no habían tocado ni el pollo ni la cerveza, pero no se sentían desdichados. Había en la escena un aire de intimidad, de naturalidad, y cualquiera los hubiera tomado por dos conspiradores.
Cuando salía de puntillas del porche, oí mi taxi, que se acercaba a la casa por la carretera a oscuras. Gatsby esperaba en el sendero, donde lo dejé.
—¿Está todo tranquilo? —me preguntó, preocupado.
—Sí, está todo tranquilo —titubeé—. Sería mejor que te vinieras a casa, a dormir.
Dijo que no con la cabeza.
—Esperaré aquí hasta que Daisy se acueste. Buenas noches, compañero.
Metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y volvió a escudriñar celosamente la casa, como si mi presencia manchara lo sagrado de su misión de centinela. Así que me fui y lo dejé allí, a la luz de la luna, vigilando la nada.
8
No pude dormir en toda la noche; una sirena antiniebla no dejó de gemir en el estrecho, y yo me debatí como un enfermo entre la realidad grotesca y pesadillas desquiciadas y pavorosas. Hacia el amanecer oí que un taxi subía el camino a la casa de Gatsby, e inmediatamente salté de la cama y empecé a vestirme: sentía que tenía algo que decirle, que debía avisarle de algo, y que por la mañana ya sería demasiado tarde.
Cuando cruzaba el césped, vi que la puerta principal estaba abierta todavía y que Gatsby se apoyaba en la mesa del vestíbulo, vencido por el abatimiento o por el sueño.
—No ha pasado nada —dijo, sin fuerzas—. Esperé, y a eso de las cuatro Daisy se asomó a la ventana un minuto y luego apagó la luz.
La casa no me había parecido nunca tan enorme como aquella madrugada, cuando nos lanzamos a la caza de cigarrillos por las habitaciones inmensas. Descorrimos cortinas que eran como carpas y buscamos a tientas interruptores de la luz por innumerables metros de paredes en tinieblas. Me caí una vez escandalosamente sobre el teclado de un piano fantasma. El polvo lo cubría todo de un modo inexplicable, y las habitaciones olían a cerrado como si no las ventilaran desde hacía muchos días. Encontré el estuche del tabaco en una mesa en la que nunca había estado, con sólo dos cigarrillos amarillentos y secos. Abrimos las cristaleras del salón y nos sentamos a fumar en la oscuridad.
—Deberías irte —le dije—. Localizarán el coche, seguro.
—¿Irme precisamente ahora, compañero?
—A Atlantic City una semana, o incluso a Montreal.
No quería ni pensarlo. No podía separarse de Daisy antes de saber lo que ella iba a hacer. Se aferraba a una última esperanza y yo no me sentía capaz de zarandearlo hasta liberarlo.
Esa madrugada me contó la extraña historia de su juventud con Dan Cody. Me la contó porque «Jay Gatsby» se había roto como un cristal contra la malicia implacable de Tom, y el espectacular montaje y su secreto, que tanto habían durado, llegaban a su fin. Creo que en aquel momento hubiera admitido cualquier cosa, sin reservas, pero quería hablar de Daisy.
Era la primera chica «bien» que había conocido. En algún trabajo que no me precisó había tenido contacto con gente parecida, pero siempre con una alambrada invisible por medio. Daisy le pareció arrebatadoramente deseable. Fue a su casa, al principio con otros oficiales de Camp Taylor, luego solo. Estaba asombrado: nunca había pisado una casa tan maravillosa. Pero lo que le daba a la casa un aire de intensidad que hacía difícil respirar era que Daisy vivía allí. Y a ella la casa le parecía tan normal como a Gatsby su tienda en el campamento. Honda y misteriosa, prometía dormitorios más hermosos y frescos en el piso de arriba que otros dormitorios, actividades radiantes y alegres a lo largo de sus pasillos, romances que no olían a cerrado y lavanda, sino nuevos, fragantes y palpitantes como los espléndidos coches último modelo, como los bailes en los que las flores apenas habían empezado a marchitarse. Y aumentaba su fervor el que muchos hombres ya hubieran querido a Daisy: esto la hacía más valiosa a sus ojos. Sentía la presencia de aquellos extraños en cada rincón de la casa, impregnando el aire con las sombras y los ecos de emociones que aún vivían.
Pero sabía que estaba en casa de Daisy por un colosal azar. Por glorioso que pudiera ser su futuro como Jay Gatsby, por el momento sólo era un joven sin dinero y sin pasado, y de la noche a la mañana la capa que lo volvía invisible, su uniforme de oficial, podía caérsele de los hombros. Así que aprovechó el tiempo al máximo. Tomó todo lo que tuvo a su alcance, vorazmente, sin escrúpulos. Y tomó a Daisy una noche tranquila de octubre. La tomó porque no tenía derecho a cogerle la mano.
Podría haberse despreciado a sí mismo, porque es innegable que la consiguió con engaños. No digo que recurriera a sus millones fantasmagóricos, pero, con premeditación, le dio a Daisy una sensación de seguridad, le hizo creer que era una persona de su misma clase social: que estaba plenamente capacitado para hacerse cargo de ella. La verdad es que no eran ésas sus posibilidades: no contaba con el respaldo de una familia acomodada, y estaba sujeto al arbitrio impersonal de un gobierno que podía mandarlo a cualquier lugar del mundo.
Pero no se despreció a sí mismo y las cosas no salieron como él había imaginado. Probablemente su intención era coger lo que pudiera e irse, pero de pronto se dio cuenta de que se había consagrado a la busca del Santo Grial. Sabía que Daisy era extraordinaria, pero no era consciente de hasta qué punto puede ser extraordinaria una niña «bien». Daisy se desvaneció en su casa riquísima, en su vida de riquezas y plenitud, y a Gatsby no le dejó nada. Él se sentía casado con ella, eso era todo.
Cuando volvieron a verse, dos días después, era Gatsby el que estaba exhausto y, en cierto modo, el traicionado. El lujo recién comprado de las estrellas iluminaba el porche; el sofá de mimbre se estremeció y crujió a la última moda cuando