100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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rato tratando de anotar las cotizaciones de una lista interminable de acciones, y luego me quedé dormido en mi silla giratoria. Me llevé un susto cuando, poco antes de las doce, me despertó el teléfono. La frente se me llenó de sudor. Era Jordan Baker: solía llamarme a esa hora porque la incertidumbre de sus propios desplazamientos entre hoteles, clubes y casas particulares hacía que fuera difícil localizarla de otra manera. Habitualmente su voz me llegaba a través del hilo telefónico como algo joven y fresco, como si un puñado de césped del campo de golf hubiera entrado volando por la ventana de la oficina, pero aquella mañana me pareció áspera, seca.

      —He dejado la casa de Daisy —dijo—. Estoy en Hempstead y me voy a Southampton esta tarde.

      Probablemente había sido una prueba de tacto dejar la casa de Daisy, pero me molestó, y lo que dijo después consiguió ponerme en tensión.

      —Anoche no fuiste demasiado amable conmigo.

      —¿Y qué importancia tenía eso anoche?

      Silencio. Y luego:

      —De todas formas, me gustaría verte.

      —A mí también me gustaría verte.

      —¿Y si no voy a Southampton y voy a la ciudad esta tarde?

      —No, no puedo esta tarde.

      —Muy bien.

      —Esta tarde me es imposible. Tengo varios…

      Así estuvimos hablando un rato, y luego, de pronto, dejamos de hablar. No sé cuál de los dos colgó el teléfono bruscamente, pero sé que me dio lo mismo. Ese día no hubiera podido sentarme a hablar y tomar el té con ella, aunque eso me costara no volver a hablarle en mi vida.

      Llamé a casa de Gatsby al cabo de unos minutos, pero la línea estaba ocupada. Lo intenté cuatro veces. Por fin una telefonista desesperada me dijo que la línea estaba a la espera de una llamada a larga distancia desde Detroit. Miré mi horario de trenes y marqué con un círculo el tren de las tres cincuenta. Me retrepé en la silla e intenté pensar. Eran exactamente las doce.

      Cuando aquella mañana pasé en tren por los montones de cenizas, preferí sentarme al otro lado del vagón. Supuse que en el lugar del accidente habría una multitud de curiosos, y chiquillos a la busca de manchas siniestras en el polvo, y algún charlatán que contaría una y otra vez lo sucedido, hasta que todo se fuera volviendo menos real, incluso para él, que ya no podría seguir contado su historia, y la trágica gesta de Myrtle Wilson caería en el olvido. Pero ahora quisiera volver atrás un poco y contar lo que sucedió en el garaje después de que nosotros nos fuéramos la noche anterior.

      Hubo problemas para localizar a la hermana, Catherine. Parece que esa noche infringió su norma de no beber, porque cuando llegó estaba atontada por el alcohol y era incapaz de entender que la ambulancia había salido ya para Flushing. Inmediatamente, cuando por fin pudieron convencerla, se desmayó, como si ese detalle fuera lo único intolerable del asunto. Alguien, amable o curioso, la llevó en su coche tras el rastro del cadáver de su hermana.

      Hasta muy pasada la medianoche, una multitud siempre renovada disfrutaba del espectáculo ante el garaje, mientras, dentro, George Wilson se mecía a sí mismo en el sofá. Se quedó abierta un momento la puerta de la oficina y todo el que entraba en el garaje no podía evitar asomarse. Alguien dijo por fin que era una vergüenza, y cerró la puerta. Con Wilson estaban Michaelis y varios más, cuatro o cinco al principio, luego dos o tres. Más tarde, Michaelis tuvo que pedirle al último recién llegado que esperara quince minutos más mientras él iba a su local y preparaba café. Y, después, se quedó solo con Wilson hasta que amaneció.

      Hacia las tres de la madrugada cambió el carácter del murmullo incoherente de Wilson, que se fue serenando y empezó a hablar del coche amarillo. Anunció que sabía cómo averiguar a quién pertenecía el coche amarillo, y dejó escapar que un par de meses antes su mujer había vuelto de la ciudad con la cara amoratada y la nariz hinchada.

      Pero, cuando se oyó decir aquello, hizo una mueca de dolor y empezó a quejarse, «Dios mío, Dios mío», con voz gemebunda. Michaelis intentó distraerlo sin demasiada habilidad.

      —¿Cuánto tiempo llevabais casados, George? Vamos, quédate quieto un momento y contéstame. ¿Cuánto llevabais casados?

      —Doce años.

      —¿No habéis tenido hijos? Venga, George, para. Te he hecho una pregunta. ¿No habéis tenido hijos?

      Los escarabajos, pardos y duros, seguían produciendo un ruido sordo cuando chocaban contra la pobre luz eléctrica, y cada vez que Michaelis oía pasar un coche a toda velocidad por la carretera creía oír el coche que no había parado unas horas antes. No le gustaba entrar en el garaje porque, sobre la mesa, en el sitio donde había yacido el cadáver, se veía una mancha, así que no dejaba de dar vueltas, incómodo, por la oficina —antes de que se hiciera de día ya se había aprendido cada uno de los objetos que había dentro— y de cuando en cuando se sentaba con Wilson e intentaba tranquilizarlo.

      —¿Tienes alguna iglesia a la que vayas alguna vez, George, aunque haga mucho que no vas? Yo podría llamar para que viniera un sacerdote a hablar contigo, ¿no?

      —No pertenezco a ninguna iglesia.

      —Deberías tener una iglesia, George, para ocasiones como ésta. Alguna vez habrás ido a la iglesia. ¿No te casaste en una iglesia? Escucha, George, escúchame. ¿No te casaste en una iglesia?

      —De eso hace mucho tiempo.

      El esfuerzo para responder rompió el ritmo de su balanceo: calló un momento. Luego los ojos desvaídos recuperaron su expresión entre astuta y desconcertada.

      —Mira en ese cajón —dijo, señalando al escritorio.

      —¿En qué cajón?

      —En ése, en el único que hay.

      Michaelis abrió el cajón que tenía más cerca. Lo único que había dentro era una correa de perro, muy cara, de piel con adornos de plata. Parecía nueva.

      —¿Esto? —preguntó, levantándola.

      Wilson la miró fijamente y asintió.

      —La encontré ayer por la tarde. Ella trató de explicármelo, pero yo me di cuenta de que había algo raro.

      —¿Quieres decir que la compró tu mujer?

      —La guardaba en el tocador, envuelta en papel de seda.

      Michaelis no veía nada raro y le dio a Wilson una serie de razones por las que su mujer podía haber comprado la correa de perro. Pero no era difícil imaginar que Wilson ya había oído antes alguna de esas explicaciones, y precisamente a Myrtle, porque empezó otra vez a murmurar «Dios mío, Dios mío», y el amigo que lo consolaba dejó varias explicaciones en el aire.

      —Luego la mató —dijo Wilson.

      La boca se le abrió de repente.

      —¿Quién la mató?

      —Sé cómo averiguarlo.

      —No seas morboso, George —dijo su amigo—. Has tenido que soportar una tensión muy fuerte y no sabes lo que dices. Es mejor que descanses hasta mañana.

      —La asesinó.

      —Fue un accidente, George.

      Wilson negó con la cabeza. Se le entrecerraron los ojos y los labios se dilataron ligeramente al insinuar un «humm» de superioridad.

      —Lo sé —dijo rotundo—. Soy uno de esos tipos confiados que no piensan mal de nadie, pero cuando sé una cosa la sé. Fue el hombre que iba en ese coche. Ella salió corriendo para decirle algo y él no paró.

      También Michaelis lo había visto, pero no pensó que aquello tuviera ningún significado especial. Creyó que mistress Wilson quería huir de su marido, más que parar un coche determinado.

      —¿Y por qué lo hizo?


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