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mató en el acto —repitió Tom, con la mirada perdida.

      —Salió corriendo a la carretera. Ese hijo de puta ni siquiera paró el coche.

      —Había dos coches —dijo Michaelis—. Uno que iba y otro que venía, ¿me entiende?

      —¿Qué iba adónde? —preguntó el policía con mucho interés.

      —Cada uno en una dirección. Bueno, ella… —la mano se levantó hacia las mantas pero se detuvo a medio camino y volvió a caer a lo largo del costado—. Ella salió corriendo y el coche que venía de Nueva York le dio de lleno. Iba a cincuenta o sesenta kilómetros por hora.

      —¿Cómo se llama este sitio? —preguntó el agente.

      —No tiene nombre.

      Se acercó un negro pálido, bien vestido.

      —Era un coche amarillo —dijo—, amarillo y grande. Nuevo.

      —¿Vio usted el accidente? —preguntó el policía.

      —No, pero el coche pasó a mi lado en la carretera. Iba a más de sesenta. Iba a ochenta o noventa.

      —Venga y dígame su nombre. Ahora, silencio. Quiero apuntar su nombre.

      Algunas palabras de la conversación debieron de llegarle a Wilson, que se bamboleaba en la puerta de la oficina, porque de repente un nuevo tema cobró voz entre sus gritos gemebundos.

      —¡No hace falta que me diga cómo era el coche! ¡Sé cómo era!

      Miré a Tom y vi que se le tensaban bajo la chaqueta los músculos de la espalda. Fue hacia donde estaba Wilson y, deteniéndose ante él, lo cogió con fuerza por los brazos.

      —Tiene que sobreponerse —dijo con brusquedad, para tranquilizarlo.

      Los ojos de Wilson repararon en Tom. Se levantó sobre la punta de los pies y, si Tom no lo hubiera sujetado, se habría desplomado de rodillas.

      —Oiga —dijo Tom, zarandeándolo—. Acabo de llegar de Nueva York hace un momento. Le traía el cupé del que habíamos hablado. El coche amarillo que yo conducía esta tarde no es mío. ¿Me oye? No lo he visto en toda la tarde.

      El negro y yo éramos los únicos que estábamos lo suficientemente cerca para oír lo que decía Tom, pero el policía captó algo en el tono de la voz y nos miró con ojos hostiles.

      —¿Qué pasa ahí? —preguntó.

      —Soy amigo suyo —Tom volvió la cabeza, pero sus manos siguieron sosteniendo con firmeza el cuerpo de Wilson—. Dice que conoce el coche del accidente… Ha sido un coche amarillo.

      Por algún instinto indeterminado el policía consideró sospechoso a Tom.

      —¿Y de qué color es su coche?

      —Azul. Es un cupé.

      —Hemos llegado directamente de Nueva York —dije.

      Uno que durante un tramo nos había seguido con su coche confirmó lo que yo decía, y el policía dio media vuelta.

      —A ver si ahora puedo escribir correctamente su nombre…

      Cogiendo a Wilson como a un muñeco, Tom lo metió en la oficina, lo sentó en una silla y volvió.

      —Por favor, que alguien venga a hacerle compañía —soltó con verdadera autoridad.

      Se mantuvo vigilante hasta que los dos hombres que estaban más cerca intercambiaron una mirada y entraron de mala gana en el cuarto. Tom cerró entonces la puerta, bajó el único escalón y evitó mirar hacia la mesa del garaje. Cuando pasó a mi lado, murmuró:

      —Vámonos.

      Tímidamente, pero con la autoridad de los brazos de Tom para abrirnos paso, avanzamos a través del grupo de gente, que seguía aumentando, y dejamos atrás a un médico que llegaba a toda prisa con su maletín en la mano, y al que habían llamado media hora antes en un arranque de disparatada esperanza.

      Tom condujo despacio hasta que pasamos la curva. Entonces pisó a fondo el acelerador y el cupé se adentró en la noche a toda velocidad. Poco después oí un sollozo ronco, contenido, y vi que las lágrimas le corrían por la cara.

      —¡Maldito cobarde hijo de puta! —gimoteó—. Ni siquiera paró.

      La casa de los Buchanan flotó de improviso hacia nosotros a través del rumor y la oscuridad de los árboles. Tom se detuvo ante el porche y miró a la segunda planta, donde dos ventanas se abrían iluminadas entre las enredaderas.

      —Daisy está en casa —dijo. Mientras nos apeábamos del coche, me miró y arrugó la frente—. Debería haberte dejado en West Egg, Nick. Esta noche no podemos hacer nada.

      Había sufrido un cambio, y hablaba con gravedad y decisión. Recorríamos a la luz de la luna el sendero de grava que lleva al porche, y Tom liquidó la situación con un par de frases concluyentes.

      —Pediré un taxi por teléfono para que te lleve a casa y, mientras lo esperas, lo mejor es que vayas con Jordan a la cocina para que os preparen algo de cena, si te apetece —abrió la puerta—. Pasad.

      —No, gracias. Pero te agradeceré que me pidas un taxi. Esperaré fuera.

      Jordan me puso la mano en el brazo.

      —¿No quieres entrar, Nick?

      —No, gracias.

      Me sentía mal y quería estar solo. Pero Jordan insistió un poco más.

      —Sólo son las nueve y media —dijo.

      Quedarme hubiera sido una maldición: un día entero en su compañía ya me parecía bastante, y aquello, inesperadamente, incluía también a Jordan, que debió de percibir algo de eso en mi expresión, porque dio media vuelta, subió corriendo las escaleras del porche y se metió en la casa. Me senté un rato con la cabeza entre las manos hasta que oí descolgar el teléfono y la voz del mayordomo que pedía un taxi. Entonces bajé despacio el paseo con la idea de esperar junto a la cancela.

      No había recorrido veinte metros cuando oí mi nombre y Gatsby salió de entre dos arbustos. Yo debía de estar muy descentrado en ese momento porque en lo único que podía pensar era en la luminosidad del traje rosa de Gatsby bajo la luna.

      —¿Qué haces? —pregunté.

      —Sólo estar aquí, compañero.

      Me pareció una ocupación despreciable, no sé por qué. Por lo que yo sabía, podía desvalijar la casa en cualquier instante; no me hubiera sorprendido ver las caras siniestras de «la pandilla de Wolfshiem» detrás de él, en la oscuridad de los matorrales,

      —¿Habéis visto algo en la carretera? —preguntó al cabo de unos segundos.

      —Sí.

      —¿Ha muerto?

      —Sí.

      —Eso me pareció, y se lo dije a Daisy. Era mejor que recibiera la impresión de golpe. Lo soportó muy bien.

      Hablaba como si la reacción de Daisy fuera lo único importante.

      —Fui a West Egg por una carretera secundaria —continuó— y dejé el coche en mi garaje. Creo que no nos vio nadie, pero, claro, no estoy seguro.

      Había llegado a resultarme tan desagradable que no consideré necesario decirle que se equivocaba.

      —¿Quién era la mujer? —preguntó.

      —Se llamaba Wilson. Su marido es el dueño del garaje. ¿Cómo diablos ha sido?

      —Intenté girar el volante… —dejó de hablar y de repente adiviné la verdad.

      —¿Conducía Daisy?

      —Sí —dijo al cabo de unos segundos—, pero diré que fui yo, por


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