100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
mayordomo me dio la dirección de su despacho en Broadway, y llamé a Información, pero cuando conseguí el número ya eran más de las cinco, y no contestaba el teléfono.
—¿Puede llamar otra vez?
—Ya he llamado tres veces —dijo la telefonista.
—Es muy importante.
—Lo siento. Me temo que no hay nadie.
Volví al salón y pensé por un momento que todos esos funcionarios que de improviso habían llenado la casa eran gente que se presentaba por casualidad. Pero, cuando levantaron la sábana y miraron el cadáver con ojos estupefactos, la protesta de Gatsby volvió a sonar en mi cerebro: «Escucha, compañero, trae a alguien que me acompañe. Haz todo lo posible. No puedo soportar esto solo».
Alguien empezó a hacerme preguntas, pero me escabullí y subí a la segunda planta para buscar en los cajones del escritorio que no estaban cerrados con llave: nunca me había dicho expresamente que sus padres hubieran muerto. Pero no había nada: sólo la foto de Dan Cody, signo de una violencia olvidada, que me miraba fijamente desde la pared.
A la mañana siguiente mandé al mayordomo a Nueva York con una carta para Wolfshiem, pidiéndole información y rogándole que se acercara en el próximo tren. Esto me pareció superfluo cuando lo escribí. Estaba seguro de que se pondría en camino en cuanto leyera los periódicos, como estaba seguro de que, antes de mediodía, llegaría un telegrama de Daisy. Pero no llegaron ni el telegrama ni mister Wolfshiem; nadie llegó, excepto más policías, más fotógrafos y más periodistas. Cuando el mayordomo volvió con la respuesta de Wolfshiem, empecé a tener una sensación de desafío, de desprecio y de solidaridad entre Gatsby y yo contra todos.
Querido mister Carraway:
Éste ha sido uno de los golpes más terribles de mi vida y me cuesta creer que sea cierto. Un acto tan insensato como el de ese hombre debería hacernos pensar. Me es imposible ir en este momento porque me tiene atado un asunto muy importante y ahora no me puedo mezclar en eso. Si hay algo que pueda hacer más adelante, mándeme una carta con Edgar haciéndomelo saber. Casi no sé ni dónde estoy cuando oigo una cosa así, y me siento totalmente hundido, noqueado.
Le saluda atentamente,
Meyer Wolfshiem
Y añadía atropelladamente:
Téngame al corriente del funeral, etc. No conozco a su familia.
Cuando sonó el teléfono esa tarde y la centralita anunció una llamada a larga distancia desde Chicago creí que por fin era Daisy. Pero me llegó, débil y lejana, una voz de hombre.
—Aquí Slagle…
—¿Sí? —no me sonaba ese nombre.
—Mierda de mercancía. ¿Ha recibido mi telegrama?
—No ha llegado ningún telegrama.
—El joven Parker tiene problemas. Lo han cogido cuando trataba de vender los bonos. Recibieron de Nueva York una circular con los números cinco minutos antes. ¿Qué me dice? Nunca sabe uno lo que le espera en estas ciudades atrasadas…
—Oiga —lo interrumpí, asfixiándome—, oiga, no soy mister Gatsby. Mister Gatsby ha muerto.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea, seguido por una exclamación, e inmediatamente un seco graznido cuando se cortó la llamada.
Creo que fue al tercer día cuando llegó de un pueblo de Minnesota un telegrama firmado por Henry C. Gatz. Sólo decía que el remitente salía inmediatamente hacia Nueva York y que se pospusiera el funeral hasta su llegada.
Era el padre de Gatsby, un anciano solemne, desolado y confundido, que se protegía del caluroso día de septiembre con un largo abrigo barato. Los ojos no dejaban de lagrimearle por la emoción, y cuando le cogí la maleta y el sombrero empezó a tirarse con tanta insistencia de la barba gris y rala que me costó trabajo quitarle el abrigo. Estaba a punto de derrumbarse, así que lo llevé a la sala de música y lo obligué a sentarse mientras mandaba que le trajeran algo de comer. Pero no podía comer, y el vaso de leche se le derramó en la mano temblorosa.
—Vi en Chicago el periódico —dijo—. El periódico de Chicago lo recogía todo. Me vine enseguida.
—No sabía cómo localizarlo.
Sus ojos, que miraban sin ver, recorrían incesantemente la habitación.
—Fue un loco —dijo—. Tenía que estar loco.
—¿Le apetece un poco de café? —le insistí.
—No quiero nada. Ya estoy bien, mister…
—Carraway.
—Ya estoy bien. ¿Dónde han puesto a Jimmy?
Lo llevé al salón, donde yacía su hijo, y lo dejé allí. Unos chiquillos habían subido los escalones y se asomaban al vestíbulo; cuando les dije quién acababa de llegar, se fueron de mala gana.
Poco después mister Gatz abrió la puerta y salió, la boca entreabierta, la cara ligeramente roja, los ojos húmedos de alguna lágrima aislada e inoportuna. Había llegado a una edad en la que la muerte ha perdido su calidad de sorpresa terrible y, cuando entonces miró a su alrededor y vio por primera vez la altura y el esplendor del vestíbulo y de las inmensas habitaciones que salían de él y daban a otras habitaciones, su dolor empezó a mezclarse con un orgullo reverente. Lo ayudé a subir a uno de los dormitorios de la segunda planta; mientras se quitaba la chaqueta y el chaleco le dije que cualquier disposición había sido aplazada hasta su llegada.
—No sabía lo que usted pensaba hacer, mister Gatsby…
—Me llamo Gatz.
—… Mister Gatz. Pensé que quizá quisiera llevarse a su hijo al Oeste.
Negó con la cabeza.
—A Jimmy siempre le gustó más el Este. Alcanzó su posición en el Este. ¿Era usted amigo de mi chico, mister…?
—Éramos amigos íntimos.
—Tenía un gran futuro ante él, ¿sabe? Sólo era un muchacho, pero tenía cerebro… Mucha fuerza aquí…
Se tocó la cabeza muy serio, y yo asentí.
—Si hubiera vivido, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J. Hill. Habría contribuido a levantar el país.
—Eso es verdad —dije, incómodo.
Trató de quitar la colcha bordada de la cama, se tumbó muy derecho y se durmió instantáneamente.
Esa noche llamó por teléfono una persona que no podía ocultar su pánico, y que quiso saber quién era yo antes de decirme su nombre.
—Habla con mister Carraway —le dije.
—Ah —sonó más tranquilo—. Soy Klipspringer.
Yo también me sentí más tranquilo, porque su llamada parecía prometer otro amigo para el entierro de Gatsby. No quería anunciarlo en los periódicos y atraer a una multitud que acudiera como quien va a un espectáculo, así que hice unas cuantas llamadas telefónicas. No era fácil encontrar a nadie.
—El funeral es mañana —le dije a Klipspringer—. A las tres, en la casa. Avísele a todo el que pueda estar interesado…
—Ah, sí —me cortó—. No creo que vea a nadie, pero lo haré si tengo ocasión.
Su tono me hizo desconfiar.
—Usted vendrá, por supuesto.
—Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que llamaba era porque…
—Espere un momento —lo interrumpí—. ¿Vendrá o no?
—Bueno, el hecho es que… La verdad es que estoy con alguna gente en Greenwich, y quieren que mañana pase el día con ellos. Hay un picnic o algo por el estilo. Pero,