100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí, que insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente que yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se acercaban a su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.

      Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a un lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del atardecer o las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del Jura. En aquel momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado por la aparición de un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo corriendo con la juguetona alegría de la infancia. De repente, cuando lo miré, una idea se apoderó de mí… que aquella pequeña criatura seguramente no tendría prejuicios y que había vivido muy poco tiempo como para haberse imbuido del horror hacia la deformidad. Así pues, si pudiera hacerme con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me encontraría tan solo en este mundo lleno de gente. Apremiado por aquel impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí. En cuanto vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y profirió un agudo chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le dije:

      —Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo hacerte daño; escúchame…

      Él luchaba ferozmente.

      —¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible! ¡Quieres devorarme y destrozarme en mil pedazos…! ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o llamaré a mi papá…!

      —Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu padre… Vas a venir conmigo.

      Estalló en gritos furiosos:

      —¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame! Mi papá es magistrado… Es el señor Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…!

      —¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces a mi enemigo, a aquel por quien he jurado venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.

      El muchacho aún porfiaba y me insultaba con gritos que solo conseguían llevar la desesperación a mi corazón. Lo cogí por la garganta para intentar que se callara, y un instante después yacía muerto a mis pies.

      Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo infernal embargaron mi corazón… y mientras aplaudía, exclamé:

      —Yo también puedo sembrar la desolación. Mi enemigo no es invulnerable; esta muerte lo hundirá en la desesperación, y miles y miles de desgracias lo atormentarán y lo destruirán.

      Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho. Lo cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes observé con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios, pero de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado para siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían proporcionarme; y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara, habría cambiado aquel aire de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.

      ¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al viento mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me precipitara contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla. Mientras me sentía embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar en el que había cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado. En aquel momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven, ciertamente no tan hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de agradable aspecto y en la encantadora flor de la juventud y de la salud. Y pensé que allí iba una de aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo, excepto a mí. «No escapará a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix y a las sanguinarias leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.» Me acerqué a ella sin ser notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su vestido.

      Durante algunos días estuve merodeando por el lugar en el que se habían desarrollado aquellos acontecimientos, a veces deseando poder veros, y a veces decidido a abandonar el mundo y sus miserias para siempre. Al final me dirigí hacia estas montañas y he recorrido todas esas grutas inmensas, consumido por una ardiente pasión que solo vos podéis calmar. Y no podemos despedirnos hasta que me hayáis prometido cumplir con mis peticiones. Estoy solo y soy muy desgraciado. Nadie querrá estar conmigo, pero una mujer tan deforme y horrible como yo no me rechazaría. Ese es el ser que debéis crear para mí.

      CAPÍTULO 9

      La criatura terminó de hablar y clavó su mirada en mí, esperando una respuesta. Pero yo estaba desconcertado y perplejo, y era incapaz de ordenar mis ideas lo suficiente como para comprender el significado de su propuesta. Él añadió:

      —Debéis crear una compañera para mí, una mujer con la que pueda vivir, que me comprenda y a la que yo pueda comprender, para poder existir. Solo vos podéis hacerlo, y lo exijo como un derecho que no debéis negarme.

      Cuando dijo aquello, no pude contener la ira que ardía en mi interior.

      —¡Pues claro que me niego! —contesté—, y por nada del mundo conseguirás que acceda a ello. Puedes convertirme en el hombre más desgraciado de la Tierra, pero no conseguirás que me rebaje y me convierta en un ser despreciable ante mí mismo. ¿Es que debo crear otro ser como tú, para que vuestra maldita alianza destruya el mundo? ¡Apártate de mí! Ya te he contestado. Puedes matarme, pero no lo haré.

      —Estáis equivocado —replicó—; y, en vez de amenazaros, estoy dispuesto a razonar con vos. Soy malvado porque soy desgraciado. ¿O no me desprecia y me odia toda la humanidad? Vos, mi creador, me destrozaríais en mil pedazos y os preciaríais de semejante triunfo. Recordad eso… y decidme por qué debería apiadarme de un hombre que no tiene piedad de mí. Si me arrojaseis a una de esas grietas de hielo y destruyerais mi cuerpo, obra de vuestras propias manos, ni siquiera lo llamaríais asesinato. ¿Debo respetar a un hombre que me condena? Mejor será que convivamos y colaboremos amablemente, y, en vez de daños, derramaría sobre vos todos los beneficios imaginables, con lágrimas de gratitud. Pero eso no puede ser; las emociones humanas son barreras infranqueables para nuestra alianza. Pero no me someteré como un esclavo abyecto. Vengaré mis sufrimientos; si no puedo inspirar amor, causaré terror; y principalmente a vos, mi enemigo supremo, porque sois mi creador, os he jurado odio eterno. Me esforzaré en destruiros, y no daré por terminada mi tarea hasta que arrase vuestro corazón y maldigáis la hora de vuestro nacimiento.

      Una ira diabólica animó su rostro cuando dijo aquello; su cara se contraía en muecas demasiado horribles para que un ser humano pudiera tolerarlas; pero inmediatamente se calmó y continuó.

      —Intentaba razonar… Esta obsesión me perjudica, porque no comprendéis que solo vos sois la única causa de su fuego. Si alguien fuera capaz de ser bondadoso conmigo, yo devolvería entonces esa bondad doblada cien y cien veces; solo por una criatura así, sería capaz de hacer las paces con toda la humanidad. Pero ahora estoy fantaseando con sueños que nunca podrán cumplirse. Lo que os pido es razonable y justo. Solo exijo una criatura de otro sexo, pero tan espantosa como yo. Es un consuelo pequeño, pero eso es todo lo que puedo recibir, y será suficiente para mí. Es verdad que seremos monstruos y que estaremos apartados del mundo, pero precisamente por eso nos sentiremos más unidos el uno con el otro. No seremos felices, pero no haremos mal a nadie y no sufriremos la desdicha que ahora siento yo. ¡Oh… mi creador! Hacedme feliz; permitidme que sienta gratitud hacia vos por ese único acto de bondad para conmigo. Permitidme comprobar que soy capaz de inspirar la comprensión de otra criatura. No me neguéis esta petición.

      Me sentí conmovido. Temblaba cuando pensaba en las posibles consecuencias de aceptar, pero creí que había una parte de justicia en su argumentación. Su relato y los sentimientos que ahora expresaba demostraban que era una criatura


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