100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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completar los trabajos en algún rincón apartado, en el campo.

      Partimos de Londres el 27 de marzo y permanecimos algunos días en Windsor, donde paseamos por su precioso bosque. Para nosotros, hombres de la montaña, aquel paisaje era completamente nuevo; para nosotros todo era una novedad: los majestuosos robles, la abundancia de la caza, y las manadas de encantadores ciervos. Desde allí nos trasladamos a Oxford. Nos encantó la ciudad. Los edificios universitarios eran antiguos y pintorescos, las calles, anchas, y el paisaje se ordenaba maravillosamente en torno al encantador Isis, que se detiene en una amplia y plácida balsa de agua y luego corre hacia el sur de la ciudad. Teníamos cartas de presentación para varios profesores, que nos recibieron con gran amabilidad y cordialidad. Descubrimos que las costumbres de esa universidad habían mejorado mucho desde los tiempos de Gibbon, pero en la moda aún hay mucha intolerancia y una devoción por las normas establecidas que constriñe la inteligencia de los estudiantes y conduce a la esclavitud y a una gran estrechez de miras en la concepción de la vida. Aún se cometen muchas barbaridades, y aunque puedan ser motivo de risa para un extranjero, se observaban en el mundo universitario como cuestiones de la mayor importancia. Algunos caballeros se empeñaban obstinadamente en vestir pantalones claros cuando la norma de la universidad era vestir con ropa oscura: los maestros estaban irritados, pero sus alumnos se mantenían firmes, de tal modo que durante nuestra estancia dos estudiantes estuvieron a punto de ser expulsados por esta precisa cuestión. Aquella severa amenaza obligó a un notable cambio en el vestuario de los caballeros durante algunos días.

      Así pues, para nuestro infinito asombro, nos encontramos con que aquel era el principal asunto de conversación cuando llegamos a la ciudad. Nuestros espíritus se colmaron con los recuerdos de los acontecimientos que habían tenido lugar allí casi un siglo y medio antes. Fue allí donde Carlos I había reunido sus huestes; aquella ciudad le había sido fiel cuando toda la nación le había abandonado para unirse a la causa del parlamento y la libertad. Cuando entramos en la ciudad, el recuerdo de aquel desafortunado rey, el amistoso Falkland y el insolente Goring ocuparon todos nuestros pensamientos, y nos extrañó cuando descubrimos que estaba llena de togados y estudiantes que tenían en mente cualquier cosa salvo aquellos acontecimientos. Sin embargo, hay algunos vestigios que recuerdan al viajero los antiguos tiempos; entre otros, admiramos con curiosidad la editorial fundada por el autor de la historia de los conflictos. También nos enseñaron el edificio en el que había vivido fray Bacon, el descubridor de la pólvora, y del cual se decía que se vendría abajo cuando entrara allí un hombre más sabio que aquel filósofo. El profesor bajito, de cara redonda y parlanchín que nos acompañaba se negó a pasar el umbral, aunque nosotros nos aventuramos en el interior con toda seguridad, y él probablemente podría haber hecho lo mismo.

      Matlock, que era nuestra siguiente etapa, recordaba en gran medida el paisaje de Suiza; pero todo está en una escala menor, y a las verdes colinas les falta la corona de los lejanos Alpes blancos, que siempre asoman por encima de las montañas cubiertas de pinos en nuestro país. Visitamos la maravillosa gruta y los pequeños gabinetes de historia natural, donde las muestras están dispuestas del mismo modo que aparecen en las colecciones de Servox y Chamonix. Este último nombre me hizo temblar cuando lo pronunció Henry, y me apresuré a abandonar Matlock, donde todo parecía tan relacionado con nuestro país.

      Desde Derby, aún viajando hacia el norte, pasamos dos meses en Cumberland y Westmoreland. En aquel lugar, casi podía imaginarme a mí mismo en las montañas suizas. Los pequeños neveros que aún persistían en la cara norte de las montañas, los lagos, y el fragor de los torrentes pedregosos me resultaban paisajes familiares y queridos. Allí también conocimos a personas que casi consiguieron hacerme creer que era feliz. La alegría de Clerval era considerablemente mayor que la mía; su inteligencia se crecía cuando se encontraba en compañía de hombres de talento, y descubrió en sí mismo una capacidad y unas emociones superiores a las que habría sospechado cuando se encontraba con personas menos inteligentes.

      —Podría pasarme la vida aquí —me decía—, y entre estas montañas apenas echaría de menos Suiza y el Rin.

      Pero descubrió que la vida de un viajero, entre sus encantos, esconde también muchos pesares. Sus sentimientos siempre están en tensión; y cuando comienza a acostumbrarse, se encuentra con que tiene que partir en busca de algo nuevo que una vez más exige su atención y que también deberá abandonar por otras novedades. Apenas habíamos ido a ver los muchos lagos de Cumberland y Westmoreland, y apenas habíamos empezado a encariñarnos con algunos de sus habitantes cuando tuvimos que despedirnos de ellos para continuar nuestro viaje, pues ya estaba muy próxima la fecha del encuentro con nuestro amigo escocés. Por mi parte, no lo lamenté. Había descuidado mi promesa durante algún tiempo, y temía las consecuencias si el monstruo se ponía furioso. Tal vez se había quedado en Suiza y había desatado su venganza contra mis familiares; aquella idea me perseguía y me atormentaba en todos aquellos momentos que, en otras circunstancias, podría haber disfrutado del descanso y la paz. Esperaba las cartas con febril impaciencia: si se retrasaban, me sentía abatido y abrumado por mil temores; y cuando llegaban, y veía el remite de Elizabeth o de mi padre, apenas me atrevía a leerlas, por temor a confirmar aquellas desgracias. Otras veces pensaba que aquel ser diabólico me seguía y podía recordarme la promesa asesinando a mi compañero. Cuando me acosaban esos pensamientos, no me apartaba de Henry ni un momento, y lo seguía como una sombra para protegerlo de la imaginaria furia de aquel asesino. Me sentía como si hubiera cometido un enorme crimen, cuyos remordimientos no me dejaran vivir. Yo era inocente, pero la realidad era que había lanzado sobre mí mismo una horrible maldición, tan mortal como la de un crimen.

      Visité Edimburgo con mirada y espíritu lánguidos, aunque aquella ciudad podría haber cautivado el interés del ser más desdichado. A Clerval no le gustó tanto como Oxford, porque la antigüedad de esta última ciudad le encantaba. Pero la belleza y la regularidad de la nueva ciudad de Edimburgo le maravilló; sus alrededores son también los más bonitos del mundo: el Trono de Arturo, el Pozo de San Bernardo, y las Pentland Hills. Pero yo estaba impaciente por llegar al destino final del viaje. Una semana después abandonamos Edimburgo, pasamos por Cupar, St Andrews y bordeamos las orillas del Tay hasta Perth, donde nos esperaba nuestro amigo. Pero yo no estaba de humor para reír y conversar con extraños, ni compartir sus sentimientos o sus ideas con el buen humor que se espera de un invitado; así pues, le dije a Clerval que deseaba hacer un viaje por Escocia yo solo.

      —Disfruta —le dije—; nos volveremos a encontrar aquí. Estaré fuera un mes o dos, pero no te preocupes por mí, te lo ruego; déjame tranquilo y solo durante un tiempo, y cuando regrese, espero traer el corazón aliviado, y más acorde con tu estado de ánimo.

      Henry quiso disuadirme, pero al verme tan convencido, dejó de insistir. Me pidió que le escribiese a menudo.

      —Preferiría acompañarte en tus excursiones solitarias —dijo—, en vez de quedarme con estos escoceses, a quienes no conozco; pero vete, mi querido amigo, y vuelve para que pueda sentirme como en casa, lo cual me resulta imposible si no estás.

      CAPÍTULO 12

      Habiéndome despedido de mi amigo, decidí visitar algunos lugares remotos de Escocia y terminar mi trabajo en soledad. No dudaba de que el monstruo me seguía y se me presentaría delante cuando hubiera concluido, para poder recoger a su compañera. Con esa decisión tomada, crucé las tierras altas del norte y elegí una de las islas Orcadas para finalizar mis trabajos. Era un lugar muy apropiado para aquella tarea, porque apenas iba más allá de ser una roca cuyas orillas eran acantilados constantemente batidos por las olas. La tierra era baldía, y apenas proporcionaba pasto para unas cuantas vacas famélicas y un poco de avena para los habitantes, que no eran más de cinco personas, cuyos cuerpos demacrados y esqueléticos daban prueba de su triste destino. Las verduras y el pan, cuando se podían permitir semejantes lujos, e incluso el agua dulce, procedían de tierra firme, que se encontraba a unas cinco millas de distancia. En toda la isla no había más que tres cabañas miserables, y una de ellas estaba vacía cuando llegué. La alquilé. No tenía más que dos habitaciones, y ambas mostraban toda la escasez de la penuria más miserable. La techumbre se había hundido, los muros no estaban enyesados y la puerta bailaba fuera de los goznes. Ordené que la repararan un poco, puse algunos muebles, y me instalé allí… un hecho


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