100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
regresaba y me atacaba con su feroz oscuridad, ensombreciendo el anhelado amanecer. En aquellos momentos me refugiaba en la más absoluta soledad: pasaba días enteros en el lago, solo, en un pequeño bote, mirando las nubes y escuchando el murmullo de las olas, en silencio y en completa indiferencia. Pero el aire fresco y el sol brillante con mucha frecuencia conseguían devolverme en alguna medida la compostura; y cuando regresaba, respondía a los saludos de mis amigos con una sonrisa más dispuesta y un espíritu más afectuoso.
Fue después de volver de una de esas excursiones cuando mi padre, llamándome aparte, se dirigió a mí del siguiente modo:
—Mi querido hijo, me alegra mucho comprobar que has vuelto a tus antiguos placeres y parece que vuelves a ser tú mismo. Y, sin embargo, aún estás triste y rehúyes nuestra compañía. Durante un tiempo he estado completamente perdido al respecto y no podía ni siquiera imaginar cuál podría ser la causa de esto; pero ayer se me ocurrió una idea, y si está bien fundada, te ruego que me la confirmes. En este punto, la discreción no solo sería completamente inútil, sino que contribuiría a triplicar nuestras tribulaciones.
Temblé visiblemente cuando terminó aquella introducción, y mi padre continuó:
—Te confieso, hijo mío, que siempre he considerado el matrimonio con tu prima como el fundamento de nuestra felicidad familiar y el báculo de mi ancianidad. Os conocéis desde que erais muy niños; estudiabais juntos y parecía, por vuestros caracteres y gustos, que estabais hechos el uno para el otro. Pero los hombres a veces estamos tan ciegos… y lo que yo creía que podía ser lo mejor para encauzar mi plan puede haberlo arruinado por completo; tal vez solo la mires como a una hermana, sin que haya en ti ningún deseo de convertirla en tu esposa. Es más, seguro que has encontrado a otra de la que estás enamorado; y, considerando que has comprometido tu honor en el futuro matrimonio con tu prima, ese sentimiento puede causar el punzante dolor que pareces sentir.
—Querido padre, tranquilízate. Quiero a mi prima de todo corazón y sinceramente. No he conocido a ninguna mujer que me inspirara, como Elizabeth, la admiración y el cariño más profundo. Mis esperanzas y mis perspectivas de futuro se basan enteramente en la expectativa de nuestra unión.
—Mi querido Victor, la confirmación de tus sentimientos en este asunto me produce una alegría mayor que la que me haya podido proporcionar cualquier otra cosa desde hace mucho tiempo. Si es eso lo que sientes, seremos felices con toda seguridad, por mucho que las circunstancias actuales puedan arrojar alguna tristeza sobre nosotros. Pero es esa tristeza que se ha apoderado con tanta fuerza de tu espíritu la que querría desterrar. Dime, pues, si tienes alguna objeción a una inmediata celebración formal de vuestro matrimonio. Hemos sido muy desdichados, y los recientes acontecimientos nos han arrebatado esa tranquilidad familiar que mis años y mis achaques precisan. Eres joven; sin embargo, disponiendo de una notable fortuna, no creo que un matrimonio temprano pueda interferir en cualquier proyecto futuro que hayas planeado, sea en la universidad o en la administración pública. En cualquier caso, no creas que deseo imponerte la felicidad, o que un retraso por tu parte me causaría ninguna inquietud seria. Interpreta mis palabras con sencillez y respóndeme, te lo ruego, con confianza y sinceridad.
Escuché a mi padre en silencio y durante unos momentos permanecí sin dar contestación alguna. Rápidamente, le di mil vueltas a una avalancha de pensamientos e intenté llegar a una conclusión. ¡Dios mío…! La idea de una boda inmediata con mi prima me aterrorizaba y me consternaba. Estaba comprometido por una solemne promesa que aún no había cumplido y que no me atrevía a romper; y si lo hacía, ¡cuántos e insospechados sufrimientos podrían desatarse sobre mí y mi adorada familia! ¿Acaso podía celebrar un banquete con aquel peso mortal colgando de mi cuello y arrastrándome por el suelo? Debía cumplir mi compromiso: solo así conseguiría que el monstruo se fuera con su compañera antes de que yo pudiera permitirme disfrutar de un matrimonio en el cual tenía depositadas todas mis esperanzas de paz. Recordé también la necesidad perentoria en que me hallaba, bien de viajar a Inglaterra, bien de entablar una larga correspondencia con los filósofos de ese país, cuyos conocimientos y descubrimientos me resultaban indispensables en semejante empresa. Esta última forma de conseguir la información precisa era lenta y enojosa; además, cualquier cambio me sentaría bien, y estaba encantado con la idea de pasar uno o dos años en otro lugar y con otras ocupaciones, lejos de mi familia; durante ese período de tiempo podría ocurrir algo que me devolviera la paz y la felicidad. Podría cumplir mi promesa y el monstruo podría partir; o tal vez podría acontecer algún accidente que acabara con él y pusiera fin a mi esclavitud para siempre. Aquellos sentimientos dictaron la respuesta que le di a mi padre. Expresé mi deseo de visitar Inglaterra; pero, ocultando las verdaderas razones de aquella petición, disfracé mis intenciones con la máscara de un supuesto deseo de viajar y ver mundo antes de instalarme para siempre entre los muros de mi ciudad natal.
Presenté mi ruego con toda formalidad, y mi padre muy pronto accedió a mi petición… Creo que no ha habido un padre más indulgente o menos tiránico en el mundo. Nuestro plan se dispuso de inmediato. Viajaría a Estrasburgo, donde me reuniría con Clerval, y luego bajaríamos juntos por el Rin. Pasaríamos algún tiempo, poco, en las ciudades de Holanda, y la mayor parte de nuestro periplo lo pasaríamos en Inglaterra. Regresaríamos por Francia. Se acordó que este viaje duraría dos años.
Mi padre se contentó con la idea de que me casaría con Elizabeth inmediatamente después de mi regreso a Ginebra.
—Estos dos años —dijo— pasarán rápidamente, y será el único retraso que se oponga a tu felicidad. Y, en realidad, deseo fervientemente que llegue el tiempo en que todos estemos juntos y que ni las esperanzas ni los temores consigan alterar nuestra tranquilidad familiar.
—Estoy de acuerdo —contesté—. Para entonces, Elizabeth y yo seremos más maduros, y espero que más felices, de lo que somos en este momento.
Suspiré, pero mi padre amablemente evitó hacerme ninguna pregunta más respecto a la razón de mi tristeza. Él esperaba que los paisajes nuevos y el entretenimiento del viaje me devolvieran la tranquilidad.
Luego hice los preparativos para el viaje, pero se apoderó de mí un sentimiento que me llenó de temor y angustia. Durante mi ausencia, debería dejar a mis familiares solos, inconscientes de la existencia de un enemigo, y desprotegidos ante sus ataques, pues tal vez se enfurecería al ver que yo me iba. Pero había prometido seguirme allá donde quisiera que yo fuera: ¿no vendría tras de mí a Inglaterra? Esa suposición era desde luego aterradora, pero tranquilizadora en tanto en cuanto significaba que mi familia estaría segura. Me amargaba la idea de que pudiera ocurrir lo contrario. Pero durante todo el tiempo en el que fui esclavo de mi criatura, solo me dejé guiar por los impulsos de cada instante; y mis sensaciones en aquel momento me aseguraban con toda certeza que aquel demonio me seguiría y que mi familia quedaría al margen del peligro de sus maquinaciones.
Fue muy a finales de agosto cuando partí de Ginebra, dispuesto a vivir dos años en el extranjero. Elizabeth aceptó las razones de mi viaje, y solo lamentaba que ella no tuviera las mismas oportunidades para ampliar sus conocimientos y cultivar su inteligencia. De todos modos, lloró al despedirse y me pidió que regresara feliz y tranquilo.
—Todos te necesitamos —dijo—; y si tú estás triste, ¿cuáles serán nuestros sentimientos?
Me metí en el carruaje que iba a alejarme de allí, sin saber apenas adónde me dirigía y sin importarme lo que sucedía a mi alrededor. Solo recuerdo, y pensé en ello con la angustia más amarga, que ordené que empaquetaran mi instrumental químico para llevármelo. Porque decidí cumplir mi promesa mientras estuviera en el extranjero y regresar, si era posible, como un hombre libre. Abrumado por todas aquellas visiones terribles, atravesé muchos paisajes maravillosos y majestuosos, pero mis ojos estaban clavados en el vacío y no veían nada; solo podía pensar en la finalidad de mi viaje y en el trabajo que iba a ocuparme mientras durara. Después de algunos días en los que estuve sumido en una indolente apatía, durante los cuales recorrí muchas leguas, llegué a Estrasburgo, donde permanecí dos días esperando a Clerval. Finalmente, vino; ¡Dios mío! ¡Qué enorme contraste había entre ambos! Él siempre estaba atento a todo; disfrutaba cuando veía la belleza del sol al atardecer, y aún se alegraba más cuando