100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
¡Me encanta vivir! Pero tú… mi querido Frankenstein, ¿por qué estás triste y apenado?
En efecto, estaba muy ocupado en mis sombríos pensamientos, y ni veía la aparición de la estrella vespertina ni los dorados amaneceres reflejados en el Rin; y usted, amigo mío, seguramente se divertiría mucho más con el diario de Clerval, que observaba el paisaje con mirada sentimental y gozosa, que escuchando mis reflexiones… yo, un pobre desgraciado atrapado en una maldición que me cerraba todos los caminos de la alegría.
Habíamos acordado bajar el Rin en barco, desde Estrasburgo a Rotterdam, donde podríamos coger un navío hacia Londres. Durante aquel viaje pasamos junto a pequeñas islas y visitamos algunas hermosas ciudades. Pasamos un día en Mannheim y, cinco días después de nuestra partida de Estrasburgo, llegamos a Maguncia. El curso del Rin, a partir de Maguncia, es mucho más pintoresco. El río desciende rápidamente y serpentea entre colinas, no muy altas, pero escarpadas, y con hermosísimas formas. Vimos muchos castillos en ruinas, asomándose al borde de altos e inaccesibles precipicios, rodeados por bosques oscuros. Esta parte del Rin, en efecto, presenta un paisaje singularmente variopinto. En cierto punto, uno puede observar colinas escarpadas, castillos en ruinas asomándose a tremendos precipicios, con el oscuro Rin precipitándose en el fondo… Y de repente, a la vuelta de un promontorio, florecen los viñedos y surgen populosas ciudades, y los meandros de un río con suaves riberas verdes se hacen dueños del paisaje. Viajábamos en la época de la vendimia y oímos las canciones de los trabajadores mientras avanzábamos río abajo. Incluso yo, con el espíritu abatido y el ánimo continuamente perturbado por sentimientos sombríos, incluso yo pude disfrutar de aquello. Me tumbaba en la barcaza, y, mientras, miraba el cielo azul sin nubes, y me embriagaba con una paz que durante mucho tiempo me había sido esquiva. Y si aquellas eran mis sensaciones, ¿cómo describir las de Henry? Parecía que se hubiera trasladado al país de las hadas y gozaba de una felicidad que rara vez disfrutan los hombres.
—He visto los paisajes más hermosos de mi país —decía—. He estado en los lagos de Lucerna y de Uri, donde las montañas nevadas se desploman casi verticalmente sobre el agua, proyectando sombras negras e impenetrables que los hacen tétricos y lúgubres, si no fuera por los islotes verdes que tranquilizan la vista con su alegre aspecto. He visto esos lagos agitados por la tempestad, cuando el viento arranca remolinos de agua y advierte cómo debe de ser una tromba marina en el océano abierto… y he visto romper las olas con furia en la base de las montañas, donde el cura y su amante quedaron sepultados por una avalancha y donde se dice que aún se escuchan sus voces moribundas en medio de las ventiscas nocturnas. He visto las montañas de La Valais y del Pays de Vaud, pero esta región, Victor, me gusta más que todas aquellas maravillas. Las montañas de Suiza son majestuosas y extraordinarias, pero en las orillas de este divino río hay encantos como no he visto jamás. Mira aquel castillo colgado en aquel precipicio; y aquel otro también, en la isla, casi oculto entre el follaje de aquellos encantadores árboles; y ahora, mira aquel grupo de trabajadores que vuelven de sus viñedos; y aquella aldea, medio escondida en la quebrada de la montaña… ¡Oh, seguramente el espíritu que habita y protege este lugar tiene un alma más piadosa con los hombres que aquellos que se esconden en los glaciares o viven en los inaccesibles picos de las montañas de nuestra tierra!
Sonreí ante el entusiasmo de mi amigo y recordé con un suspiro aquella época en la que mis ojos habrían brillado con alegría al contemplar los paisajes que entonces veíamos. Pero el recuerdo de aquellos días era demasiado doloroso; debía acallar cualquier pensamiento para disfrutar de un poco de paz, y aquella idea ya era suficiente para emponzoñar cualquier placer.
Desde Colonia bajamos a las llanuras de Holanda, y decidimos continuar en diligencia el resto de nuestro camino, porque el viento era contrario y la corriente del río era demasiado lenta como para arrastrar el barco. Ahora llegábamos a un territorio muy distinto. La tierra era arenosa y las ruedas se hundían frecuentemente en ella. Las ciudades en este país constituían la parte más agradable del paisaje. Los holandeses son extremadamente ordenados, pero a menudo nos sorprendía lo poco práctico que resultaba su orden. Recuerdo que en cierto lugar había un molino de viento colocado de tal modo que el postillón se vio obligado a llevar el carruaje por un extremo del camino para evitar el giro de las aspas. El camino a menudo discurría entre dos canales, donde no había espacio más que para que pasara un carruaje; y cuando nos encontrábamos otro vehículo, lo cual ocurría con frecuencia, nos veíamos obligados a ir hacia atrás durante casi una milla, hasta que encontrábamos uno de los puentes levadizos que conducen a los sembrados, donde bajábamos con el carruaje y esperábamos a que pasara el otro. También empapan el lino en el barro de sus canales y lo cuelgan de los árboles, a lo largo de los caminos, para secarlo. Y cuando hace mucho calor, no es fácil soportar el hedor que desprende. Sin embargo, los caminos son magníficos y los prados, maravillosos.
Desde Rotterdam navegamos hasta Inglaterra. Fue una mañana despejada de los últimos días de septiembre cuando vi por primera vez los blancos acantilados de Gran Bretaña. Las riberas del Támesis ofrecían un paisaje nuevo; eran llanas pero fértiles, y casi todas las ciudades tenían una historia curiosa. Vimos Tilbury Fort, y recordamos la Armada Española; Gravesend, Woolwich, Greenwich… lugares de los que ya había oído hablar en mi país. Al final vimos las numerosísimas agujas de Londres, con San Pablo elevándose sobre todas las demás, y la Torre, famosa en la historia de Inglaterra.
CAPÍTULO 11
Así pues, Londres era nuestro lugar de destino; decidimos permanecer algunos meses en aquella ciudad famosa y maravillosa. Clerval deseaba conocer a hombres de genio y talento que estaban en auge en aquellos años; pero para mí aquella era una cuestión secundaria; yo estaba principalmente preocupado por los medios con los que conseguir la información necesaria para cumplir mi promesa, y rápidamente despaché algunas cartas de presentación que llevaba conmigo, dirigidas a los más distinguidos filósofos de la naturaleza. Si aquel viaje hubiera tenido lugar durante mis días de estudio y felicidad, me habría proporcionado un indescriptible placer. Pero sobre mi vida había caído una maldición, y solo visité a aquellas personas con el fin de recabar la información que me pudieran ofrecer sobre el asunto en el que estaba tan profundamente interesado. La relación con otras personas me resultaba odiosa; cuando estaba solo, podía dejar volar mi imaginación hacia donde más me complaciera; y la voz de Henry me tranquilizaba, y así podía engañarme con una paz transitoria. Pero los rostros curiosos, amables y alegres despertaban una negra desesperación en mi corazón. Veía un muro infranqueable situado entre mis semejantes y yo; aquel muro se había levantado con la sangre de William y Justine, y pensar en aquellos sucesos llenaba mi alma de angustia. Pero en Clerval veía la imagen de lo que yo había sido antaño; era curioso y estaba deseando adquirir nuevas experiencias y conocimientos. Las diferencias en las costumbres que observaba eran para él una fuente infinita de observación y entretenimiento. Siempre estaba ocupado, y lo único que enturbiaba su felicidad era mi tristeza y mi semblante apesadumbrado. Yo intentaba ocultarlo todo lo posible, puesto que no debía arrebatarle los placeres naturales a una persona que, alejada de preocupaciones o de recuerdos amargos, está adentrándose en los nuevos horizontes que le ofrece la vida. A menudo me negaba a acompañarlo, alegando otros compromisos, y así podía quedarme solo. Entonces comencé también a reunir los materiales necesarios para mi nueva creación, y aquello fue para mí como una tortura, como gotas de agua que continuamente caen sobre la cabeza. Cada pensamiento que dedicaba a ello me causaba una inmensa angustia, y cada palabra que decía al respecto hacía temblar mis labios y palpitar mi corazón.
Después de estar algunos meses en Londres, recibimos una carta de una persona que vivía en Escocia, que nos había visitado antaño en Ginebra. Mencionó las bellezas de su país natal y nos preguntó si aquello no tenía encanto suficiente para inducirnos a prolongar nuestro viaje hacia el norte, hasta Perth, donde vivía. Clerval, entusiasmado, deseaba aceptar aquella invitación; y yo, aunque detestaba cualquier relación con otras personas, deseaba volver a ver montañas y torrentes y todas las maravillosas obras que la naturaleza dispone en sus rincones favoritos. Habíamos llegado a Inglaterra a principios de octubre y ya estábamos en febrero; así que decidimos emprender nuestro viaje hacia el norte a finales del mes siguiente. En aquel periplo no teníamos intención de ir por el camino real de Edimburgo, sino visitar Windsor, Oxford,