Desde Austriahungría hacia Europa. Alfonso Lombana Sánchez
la libertad del ser humano (Sartre, 2009 [1948], p. 48 y sig.). Paradójicamente, desde los años setenta, quizá también tras las reflexiones postcoloniales y de género, se lucha por resaltar la voz de autor como creador. El autor debe ser algo más que un escriba, ya que deben reconocerse en él determinadas funciones (Foucault, 1994 [1969]). El escenario hoy es por tanto el de la fragmentación, ya que cada escuela necesita un autor, pero sus definiciones difieren enormemente entre sí. Por ello, las discusiones en torno al autor parecen poder renunciar al concepto del «autor», pero no así a la funcionalidad que implica su figura (Jannidis, et al., 1999, p. 18). En cualquiera de los casos, según Burke, un modelo de renuncia del autor es peligroso, pues al deshacernos de él, corremos el riesgo de disolver el espacio comunicativo de la literatura (Burke, 1999).
La virulencia con la que se ha golpeado al autor y a sus funciones dentro del acto literario ha revitalizado su interés en el estudio literario (Jannidis, et al., 2009, pp. 24-25). Hoy en día, el autor se ha restituido hasta un punto intermedio ubicable entre su genialidad y su defunción. En este sentido, la Teoría de la Literatura Cultural ha heredado la normalización del estatus del autor basada en el equilibrio.
La recepción y supervivencia de la obra literaria está supeditada a muchos factores, pero no a la «genialidad» de los autores (Neuhaus, 2009, p. 95 y sig.). Pero que el autor sea un individuo más de la sociedad no significa que su producción literaria sea una labor amanuense sin personalidad. El escritor es algo más que un mero editor (Barthes, 1994 [1968]). En primer lugar, la autoría no es una capacidad genética (es decir, los autores no nacen) ni su relación con la literatura es una predestinación: antes de alcanzar la transmisión literaria hay un proceso individual y diferenciador por el que el autor se compromete con la literatura. Y en segundo lugar, aunque los autores no son ajenos a sus culturas, su percepción es individual. Su reflexión de la vivencia de la cultura es subjetiva, humana y, por ello, hay que valorar su transmisión como un rasgo de individualidad específico. Los textos literarios tienen en la posmodernidad, a pesar de todo, un sello de un individuo determinado, puesto que es el autor quien firma su obra. Asimismo, seguimos valorando al autor por ser nudo de influencias (Barthes, 1994 [1968]), pero en él reconocemos una voz propia con la que transmite consciente e inconscientemente su percepción de cultura. Este hecho conlleva que el estudio del autor deba centrarse en una triple actividad dentro del acto literario, que se puede resumir en un triple proceso de percepción, de reflexión y de transmisión.
La percepción es la primera función. El autor, en tanto que individuo que ubicamos en un contexto concreto, vive en una cultura de la que forma parte y con la que está directamente confrontado. Esta convivencia es de gran importancia, ya que su producción literaria se encuentra completamente unida a sus «vivencias» (Dilthey, 1906). Esta consideración guarda una muy estrecha vinculación con las teorías fenomenológicas y es el hilo conductor también del positivismo moderno. En tanto que individuo, el autor está sometido a una serie de experiencias que lo afectan. Este pensamiento fenomenológico, que se corresponde a las teorías e ideologías propias de la Moderne y se vincula por tanto también con las ciencias culturales, no incluye sin embargo la afirmación de que el autor literario sea «especial». Su autoridad es simplemente una función más del entramado cultural en cuestión, cuya reproducción de la vivencia se convierte en objeto literario. La percepción de cada entorno varía según la cultura de los autores. Por este motivo, su interpretación dependerá no sólo del aparato crítico con el que se analice, sino principalmente a partir del contexto en que se defina. En contextos más complejos, por ejemplo aquellos repletos de diversidad, se resaltará una percepción más enrevesada que en aquellos más simples.
La segunda función de todo autor es la reflexión, que se define como el punto de manifestación intermedio entre vivencia y reproducción. Ninguna vivencia deja al sujeto indiferente, por ello, toda vivencia puede ser motivo de reflexión. Este proceso es una confrontación directa y concisa con la realidad, tal y como sucedía con la percepción. Por ello, también aquí podemos considerar que aquellas reflexiones que parten de la complejidad conllevan un procesamiento mayor que las más simples. El autor es el causante de una obra literaria, ya que es él quien busca la cohesión del texto y las intenciones que garanticen la constitución de sentido y significado (Klausnitzer, 2012, p. 264). En verdad, esta actividad es compartida por los demás individuos: el autor tampoco es en este sentido un sujeto extraordinario cuyas reflexiones serán diferentes, sino que lo que le diferenciará de otros individuos no será su capacidad de reflexión, sino su competencia a la hora de seleccionar y de transmitir los resultados.
La transmisión es la tercera y más importante de las funciones. Precisamente a partir de esta tercera función es cuando aparece formulado el reto al que se tiene que enfrentar cualquier autor. Así, la pronunciación pública de la reflexión es un acto más singular que los dos anteriores, y un primer punto para poder empezar a hablar del estatus especial del autor. La cultura reflejada en la literatura por los autores es de gran interés para comprender cualquier periodo, ya que en sus palabras asistimos a una representación crítica de la realidad concreta, aunque filtrada por sujetos con nombre propio a los que reconocemos una autoría específica (Hilma, 2002, p. 152). Es importante incidir en este punto y reincidir en que la autoría específica por la que un autor cobra una especial relevancia responde a los criterios similares esgrimidos para la descripción de los contextos culturales.
La selección de autores en la Teoría de la Literatura Cultural responde únicamente a las hipótesis planteadas y a las necesidades metodológicas de la concepción de los contextos. Obviando el valor estético y considerando únicamente la impronta del autor, el texto se convierte en un documento textual de una vivencia filtrada por una reflexión subjetiva. Por ello, esa subjetividad decantará su uso y corroborará su análisis en función de las necesidades. En la interpretación de una cultura a partir del reflejo que de ella se nos transmite, los irrenunciables textos literarios como objeto de trabajo:
«[Diese sind] Gegenstände der kulturellen Selbstwahrnehmung und Selbstthematisierung, […] spezifische Formen des individuellen und kollektiven Wahrnehmens von Welt und Reflexion dieser Wahrnehmung» (Voßkamp, 2008, p. 77).
«[Estos son] objeto de la comprensión y tematización cultural autónoma, […] formas específicas de la percepción individual y colectiva del mundo y reflexión de esta comprensión».
Por ello, los autores son en definitiva elementos activos de sus culturas que nosotros revisamos como constructores de estas a partir de momentos concretos de su producción literaria, los una vez los hemos enmarcado en contextos culturales. Especialmente revolucionaria ha sido la Teoría de la Cultura en la selección de autores, ya que no siempre centró en el canon clásico sus objetivos, sino que frecuentemente recurrió a otros autores en función de motivos biográficos, regionales, sociales, etc., al margen de los criterios de la catalogación canónica.
Lector
El estatus del lector dentro del proceso literario ha sido una cuestión tan virulentamente discutida como en el caso del autor, pasando casi del profundo olvido e insignificancia en las teorías de la objetividad del texto (Hirsch, 1960) hasta ser una parte de la literatura en tanto que mecanismo por el cual esta funciona y existe (Iser, 1979). Muy acertado es el retrato que Luis Acosta planteó en su obra dedicada al lector (Acosta, 1989), aún en un momento de confusión en la Teoría de la Literatura acerca de su valoración. El debate acerca del estatus del lector se aprecia en cualquier historia de la lectura que contemple su presencia variable en nuestra cultura (Schön, 1999). Hoy en día parece haber encontrado un estatus equilibrado con justicia, tal y como se extrae del manual Lesen (Franzmann, et al., 1999), que hace un recorrido por los pormenores de esta parte del acto literario.
El equilibro del lector pasa no solo por su estatus como consumidor de literatura en términos puramente empresariales (Neuhaus, 2009, p. 25 y sig.), sino que tiene también relevancia en el acto comunicativo: sin su mediación, la literatura no tendría sentido. Martindale reivindica la importancia del lector al demostrar que podría haber tantas lecturas o interpretaciones como lectores en el caso de no existir unos nexos internos al texto que el lector reconociera y comprendiera (Martindale, 1999). Con esta intervención se corrobora que el acto literario sigue siendo